Estoy sentado en la parada de colectivos. Acabo de salir del trabajo; son las seis y cuarto de la tarde. El colectivo pasa a las seis y veinticinco. Enciendo un cigarrillo. Una mujer pasa a mi lado. Cae al suelo: la veo derrumbarse como un saco vacío. Miro a mi alrededor en busca de ayuda, pero no veo a nadie. La mujer yace boca abajo en la vereda. Separa un poco las piernas, yergue apenas la cabeza; apoya las manos pero no logra incorporarse. Estamos solos. Me inclino hacia ella y le digo que se quede quieta, que en seguida llamo a una ambulancia. No me dejes sola, por favor, me dice. La falta de coordinación en sus movimientos es lo que más me llama la atención. Le hago algunas preguntas. Cómo se siente, cómo se llama. La mujer no responde. Quisiera ayudarla, pero tengo miedo de que al hacerlo vuelva a caerse. Al cabo de algunos segundos, tras aletear en una especie de nado incongruente, se coloca de costado. Saco el teléfono del bolsillo y llamo a emergencias. El trámite es denso, se prolonga demasiado. Supongo que siempre es así. Le doy la dirección, le explico la situación y le proporciono mis datos. Cuando vuelvo (no sé por qué me he alejado tanto para hablar por teléfono, por qué le he dado la espalda) veo que la mujer ha conseguido sentarse. Debe tener unos setenta años, no más que eso. Es extremadamente delgada, lleva puesto un vestido floreado y no ha soltado en ningún momento su cartera. Ya están en camino, le digo. La mujer se deja caer. Esta vez su cabeza no golpea contra el suelo. La vez anterior sí. El resultado ha sido un raspón y un hematoma en su ojo derecho que con el correr de los minutos ha comenzado a inflamarse. No me dejes sola, hijo, me dice. Pese a que me ha mirado directamente a los ojos, no me doy cuenta de lo que está ocurriendo. Veo sus ojos vidriosos, pero no alcanzo a interpretar lo que dice. Recién cuando una pareja se acerca a nosotros, cuando el hombre pregunta si ya hemos llamado a una ambulancia, y la mujer le responde estoy bien, ya lo ha hecho mi hijo, no se preocupen, siento un lento, empeñado escalofrío que me recorre la espalda. Trato de tranquilizarme. La mujer ha sufrido un golpe en la cabeza. Puede que sea más grave de lo que pensé. Sólo eso. Es una zona poco transitada por peatones. Los autos pasan a una velocidad alta, ninguno se detiene. La pareja en algún momento se ha ido. La mujer suelta unos quejidos cada tanto. Insiste, a modo de letanía, en que por favor no la deje sola. Luego se calla y cierra los ojos. La ambulancia llega bastante rápido, por suerte. Luego de tomarle la presión la médica le pide al conductor que baje la camilla. A continuación, se me acerca y me dice que va a tener que llevarla al hospital para controlarla, al menos por unas horas. Que no parece ser nada grave. La contusión es fuerte y puede llegar a desvanecerse otra vez. Nunca se sabe. Entre el conductor y yo colocamos a la mujer en la camilla. Luego él se las arregla solo para subirla a la ambulancia. Voy sentado junto a la mujer que, en algún momento del trayecto, me ha tomado la mano. Pienso en que el hospital no queda tan lejos de casa. Puedo llegar a pie. Cuento las cuadras. La mujer parece haberse quedado dormida. Ya en la guardia otra médica toma la posta. Sentado en la sala de espera pienso en Leticia. Es la hora en que tomamos unos mates y charlamos de nuestra jornada laboral. Si esto se demora voy a tener que llamarla. A los veinte minutos la médica de guardia me pasa el parte. Van a dejarla en observación. En principio es sólo por esta noche, dice. La derivan a una habitación y le colocan suero y tranquilizantes. Está deshidratada, dice la médica. La mujer me pide que no la deje sola. Tengo miedo, hijo, me dice. Logro salir de la habitación con la excusa de que la doctora me ha pedido que pase por la recepción. Llamo a Leticia y le cuento todo. Voy a ver si dio el dato de algún familiar para intentar localizarlo. No sé a qué hora voy a llegar. Lo antes que pueda. Sí. Cualquier cosa vuelvo a llamarte. Luego me dirijo a la recepción. Una chica de unos veinte años, pelo ondulado, sin demasiado entusiasmo, me escucha. Me cuesta explicarle a la chica que no soy el hijo de la mujer. Teresa, dice. Bien, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Yo sólo estaba esperando el colectivo. La chica golpea el teclado de su computadora y me responde que va a intentar comunicarse con el médico para explicarle la situación. Que si no soy el hijo puedo irme tranquilo a mi casa. Cuando regreso a la habitación la mujer me mira con un dejo de reproche. Le han levantado la cabecera de la cama, unos cuantos centímetros. Te pedí que no me dejaras sola, pero siempre es lo mismo, dice. Me siento en la silla junto a la cama y le pregunto si se encuentra mejor. Sí, ya van a venir los otros, balbucea. Me pide que le alcance un vaso con agua y que prenda la televisión. Recién ahí me doy cuenta de que hay otra cama, ocupada por una mujer de una edad similar a la de Teresa. A las ocho y media pasa el doctor y evalúa el estado de ambas pacientes. Intenta mostrarse jovial. Cuando sale le pido que aguarde un momento. Le refiero toda la historia, al igual que a Leticia. El doctor me responde que seguramente la confusión es a causa del golpe, que no me preocupe, que ahora le van a pasar un sedante más fuerte. En menos de media hora se duerme y puedo irme tranquilo, dice. Cuando llego a casa son las diez de la noche. Leticia duerme. Se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar. Hago el menor ruido posible. Me preparo un sándwich, me baño y me acuesto. Al día siguiente, al salir de la fábrica, voy al hospital. Teresa me recibe entusiasmada. Estira su mano y yo se la tomo. Al cruzar las primeras palabras con ella, me doy cuenta de que no se ha olvidado de nada. Te estuve esperando toda la tarde, me dice. Es difícil medir o estipular lo que siento. Sólo sé que no puedo reaccionar, que esto me supera. Comienzo a preguntarme por qué lo hice, pero es inútil.  El hematoma en la parte derecha de su cara se ha esparcido y ha cobrado un tono semejante al bordó. Puedo entrever que sigue sedada. La cadencia de su voz, la respiración y el ritmo del parpadeo dan cuenta de ello. Mientras la observo, ella me habla. Me veo asintiendo a cada una de sus palabras, como en un sueño, y en el instante en el que al fin la oigo me encuentro sonriendo. Vos eras el más compañero de todos, dice. Cuando salga vamos a ir a esa plaza que te gustaba. Pasábamos tardes enteras ahí. Casi podría decir que ríe, o que llora, guiada por sus recuerdos. Durante más de dos horas la escucho con atención. Miro hacia la ventana y luego dejo caer mi vista hacia la mujer de la cama vecina. La veo dormir profundamente, el pecho quieto, las manos entrecruzadas por encima del vientre. Entro en un trance del que no puedo o no quiero salir. Hasta que pasa el doctor y la ausculta. Ha mejorado bastante, dice. Si sigue haciendo lo que le digo, en un par de días le doy el alta. Al igual que ayer, espero a que Teresa se duerma y salgo de la habitación. Son las nueve de la noche y tengo dos llamadas perdidas de Leticia en el celular. No sé cómo voy a explicarle esto, sobre todo porque me cuesta explicármelo a mí mismo. Para no hacerlo entro en un bar. Pido una hamburguesa con papas fritas y una gaseosa. Como era de esperar, cuando llego a casa Leticia duerme.

En los días siguientes repito la rutina. Salgo de la fábrica y me tomo el colectivo que me deja en la esquina del hospital. Teresa habla de mi infancia, de mi carácter, del barrio en el que vivíamos. Sólo de vez en cuando nombra a alguno de mis hermanos, que, según ella, van a venir en cualquier momento. Nunca fueron tan apegados a mí como vos, dice.  Me alegra ver que tanto su rostro como su estado de ánimo han mejorado sustancialmente. A las ocho y media pasa el doctor. Minutos después lo hace la enfermera. De vuelta a casa ceno en cualquier bar, para no encontrarme con Leticia, que ya ni siquiera me llama. Al quinto día entro en la habitación y los veo. Ahí están. De modo que estos son mis hermanos. Son tres, y rodean a Teresa. Una mujer y dos hombres. La mujer debe tener dos o tres años más que yo, no más que eso. Los hombres (¿mellizos?) parecen rondar los cincuenta. Los tres fijan su atención en mí. Me quedo quieto. Espero. Hasta que uno de los hombres viene y me abraza. Me dice algo al oído, pero no logro entenderlo. Los otros dos nos miran y sonríen. Luego se vuelven y siguen charlando, como si nada extraordinario hubiera ocurrido. Teresa, por su parte, me llama. Su voz retumba plácidamente en mis oídos. Siento la mano pesada del hombre apoyada en mi espalda. Cierro los ojos. Y avanzo.