En Estados Unidos se lo llama el grupo J20. Jota por january (enero) y el número por el día que asumió Donald Trump la presidencia. Sus integrantes protestaban contra la ceremonia en Washington y la policía detuvo a 234 de ellos. Seis acaban de ser declarados inocentes por una serie de cargos que la justicia no pudo probar. Pero podrían haber recibido penas de hasta 60 años de cárcel. El fallo fue considerado “una victoria para la primera enmienda de la constitución, que protege la libertad de expresión”, comentó la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por su sigla en inglés). Los fiscales federales habían alegado que los acusados actuaron en conjunto, aun cuando la mayoría no participó de los disturbios ni cometió daños contra la propiedad que fueron cuantificados en 100 mil dólares. La destrucción de una limousine y la rotura de vidrios de un local de Starbucks. Entre los arrestados estaba un periodista que cubrió los hechos y una enfermera que quedó imputada por llevar material de primeros auxilios. “Ella no estaba preparada para una marcha o una protesta. Ella estaba preparada para la guerra”, dijo el fiscal adjunto Rizwan Qureshi durante una audiencia.
El plan represivo del gobierno de Trump sufrió su primera derrota judicial, aunque el proceso recién comienza. Quedan casi dos centenares de acusados que continuarán pasando por los tribunales federales en 2018. La estrategia del Estado es someterlos a juicio por grupos. Lynn Leibovitz, magistrada de la Corte Superior de California, rechazó el cargo más duro que pesaba sobre los imputados: incitación al motín. Contempla una pena máxima de diez años de prisión. Pero no les levantó otras siete imputaciones como provocar disturbios y conspiración para cometer un delito menor.
Alexei Wood, periodista gráfico y videasta free-lance de San Antonio, California, fue uno de los seis enjuiciados de la primera tanda. Cubrió en vivo el J20 y su transmisión la utilizó la policía como evidencia para incriminarlo. En las imágenes y audios que tomó se lo escucha gritando mientras manifestantes grafiteaban paredes o rompían ventanas. Cualquier semejanza con la situación de sus colegas argentinos detenidos en las dos marchas al Congreso contra la reforma previsional, es pura coincidencia.
Más bizarra resultó la imputación de la fiscalía contra la enfermera de oncología de Pittsburgh, Brittne Lawson. Llevaba su equipo de primeros auxilios con gasas, alcohol y otros elementos cuando fue detenida. “Ella iba a estar allí para ayudar a los miembros que están vestidos de negro (por los anarquistas), que son rociados con gas pimienta, que se lastiman porque están provocando a la policía, para repararlos y luego levantarlos para que puedan continuar su destrucción”. Semejante deducción corrió por cuenta del fiscal Qureshi, uno de los más duros durante el juicio.
Las pruebas aportadas para juzgar a los militantes anti Trump van desde los videos filmados por las cámaras que utiliza la policía, las imágenes tomadas por los medios, los testimonios de efectivos de seguridad infiltrados en la movilización y los teléfonos celulares incautados a los detenidos. Pero no alcanzaron para condenarlos ni mucho menos.
Ya lo había dicho la fiscal federal adjunta Jennifer Kerkhoff en la apertura del juicio el 20 de noviembre: “No creemos que la evidencia muestre que ninguna de estas seis personas tomó personalmente esa palanca o ese martillo y golpeó la limusina o golpeó personalmente esas ventanas de ese Starbucks”. Detrás de ese alegato se ocultaba la estrategia de responsabilizar al grupo como provocador de la violencia por las calles de Washington el J20. “No tiene que ser personalmente culpable de los disturbios el que rompa una ventana”, señaló. “Es el grupo el peligro”, precisó Kerkhoff, durante una audiencia en julio último.
Las detenciones que se produjeron en la capital de EE.UU. tuvieron una característica especial, a tono con las estrategias represivas a la moda. El medio estadounidense Democracy Now publicó la táctica que se utilizó: “Después de la ceremonia del 20 de enero, grupos de manifestantes, periodistas y observadores se reunían en la zona noroeste de la ciudad de Washington. Algunos se separaron del grupo y cometieron actos de vandalismo contra tiendas y vehículos de la zona. Entonces los agentes de policía condujeron a cientos de personas que se encontraban en las proximidades a una esquina bloqueada en una táctica conocida como encapsulamiento. Allí realizaron detenciones masivas de todas las personas que se encontraban en el área”.
El gobierno de Trump fue más allá de ese despliegue callejero. Para infiltrar las movilizaciones trató de obtener –como se observó en las audiencias del juicio– las direcciones URL de más de un millón de personas que habían accedido a la página web de la protesta convocada para repudiar al presidente bajo la consigna Disrupt J20 (Perturben el 20 de enero). No alcanzó ni siquiera con eso para encontrar evidencias contra los seis primeros enjuiciados. Tuvo que reconocerlo hasta la propia jueza Leibovitz: “Ninguno se involucró en una conducta que equivalía a instar a otros”, declaró, con lo que se cayó la acusación de incitación al motín.
Las consecuencias para los imputados excedieron el marco jurídico de una persecución en los tribunales federales. La enfermera Lawson, por ejemplo, se vio obligada a renunciar a su trabajo. Tuvo que abandonar el Centro Médico de la Universidad de Pittsburgh para ocuparse de su defensa. Ella ya pasó por un juicio. Pero quedan casi doscientos militantes más. Están sometidos al estrés que significa recibir cargos con penas de prisión altísimas. Su pecado fue haber protestado contra el presidente Trump.