La “academia”, entendida como el lugar que marca reglas formales o santifica acerca de la “cientificidad”, aparece en nuestros países latinoamericanos en la mitad del siglo XX. A partir de ese momento se despliega un pensamiento de las Ciencias Sociales que busca el reconocimiento de la “ciencia”, mientras su antecedente inmediato –el pensamiento social– estuvo imbricado con el ensayo, la literatura y muy diversos modos de narrativas y de formas artísticas. En la segunda mitad del siglo XX aparecen las carreras universitarias de las Ciencias Sociales, la profesionalización del pensamiento social. En las primeras décadas de funcionamiento, desde los lugares universitarios, se intentó marcar un límite entre “lo científico” y lo que no lo era. El texto científico debía diferenciarse del ensayo o de todo lo que suponía la hermenéutica, la comprensión. Fue el predominio de la sociología norteamericana que influyó tanto en Latinoamérica como en Europa.
(Desde mediados de los 80) todo el espacio académico se flexibilizó y ello ocurrió desde las propias disciplinas: se fueron abriendo paso distintas metodologías y abordajes de trabajo, relativizando la cuestión de la cientificidad. Se habló de la ruptura del consenso ortodoxo o de crisis paradigmáticas. Se puso en cuestionamiento esa fuerte relación que se había establecido entre metodologías cuantitativas y cientificidad. No es que el cientificismo no esté presente en academias del norte o del sur, solo que se abren espacios para otro tipo de trabajos a los que las escuelas académicas del norte les dan su bendición (...) Pierre Bourdieu fue tal vez el sociólogo académicamente consagrado que dejó traslucir tempranamente en el escenario de los países centrales la crisis paradigmática y, a mi juicio, su compromiso social, que aumentaba a cada momento, puede explicar en parte estas mutaciones. Si bien a lo largo de su obra trabajó desde una fuerte dispersión temática, casi siempre lo hizo alrededor de los mecanismos de dominación; más allá de los medios materiales de producción, destacó la importancia de la imbricada construcción del poder simbólico. En los últimos años publicó Las miserias del mundo, basado en largas entrevistas en “la escucha del otro”, ese sujeto que, como dijo en una conferencia “tiene cosas muy importantes que decirnos”. Aún más, en la última etapa de su vida salió al mundo a conversar con los sociólogos de América Latina acerca de la necesidad del compromiso con los movimientos sociales. Pensaba ese compromiso desde dentro de las instituciones pues aún apostaba al trabajo riguroso en términos intelectuales y consideraba que eso solo se podía lograr en el marco de la academia. Estaba interesado en el “movimiento social europeo”, pero también en un “colectivo intelectual internacional” y pudo llegar a reconocer la importancia de América Latina en esta empresa (...) En ningún momento se consideró un intelectual de un movimiento sino que percibía la necesidad urgente de comprometer a los científicos sociales de todo el mundo en contra del neoliberalismo (...) Loïc Wacquant, uno de sus discípulos, sostiene que el origen de Bourdieu lo conducía a esa sensación de estar siempre en los márgenes del mundo intelectual, “la trayectoria del milagro”, que lo ha llevado desde una de las regiones más bajas del espacio geográfico y social francés (un remoto pueblo en Béam) a la cima de la pirámide intelectual de su país. En efecto, Pierre Bourdieu no se sentía cómodo en el mundo de los intelectuales “que tienen tantas respuestas y, de última, tan pocas preguntas”. Intentó, en la última parte de su vida (esos tiempos cuando todo adquiere otras significaciones), superar la dicotomía entre el “compromiso” y “el trabajo académico”: marcó la artificialidad de tal oposición y, de hecho, sostuvo que “es preciso ser un científico autónomo que trabaja según las reglas de la academia para poder producir un saber comprometido, es decir un trabajo intelectual con compromiso”. ¿Será posible en estos tiempos posbourdieunianos seguir manteniendo esta esperanza? O para decirlo de otro modo: ¿se puede desde las reglas actuales del trabajo académico seguir produciendo un trabajo intelectual comprometido? ¿Es posible en Europa, en Estados Unidos, en América Latina?
En América Latina (desde 1994) se abre un nuevo capítulo en la relación entre intelectuales y compromiso con los movimientos sociales. Primero, porque se inicia una nueva etapa de resistencias en nuestras regiones y esto se logra, no por las voces de los intelectuales (como deseaba Bourdieu), sino por la decisión de pobladores de todas partes de poner freno a las políticas devastadoras del neoliberalismo y por sus propias y complejas reflexiones. Chiapas fue un hito. Divide un antes y un después, nos pone a todos los latinoamericanos frente a nuevos actores que, con sus caras tapadas, tienen la pretensión de ser vistos y escuchados (¡enorme paradoja!). Pero es Chiapas y luego serán Ecuador, Argentina, Brasil, nuevamente Ecuador, las resistencias, las pobladas, protestas, marchas que parecen no parar. Caen gobiernos, se cuestionan las políticas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Se avanza y se retrocede en los acuerdos de paz en México, Guatemala, El Salvador, en las negociaciones por las políticas agrarias neoliberales, etcétera. En aquellos años noventa los sociólogos, antropólogos, politólogos, con sus saberes y recursos, no podían, siquiera, desarmar los avances del neoliberalismo en sus propias instituciones: las universitarias. Las políticas del FMI y de la Organización Mundial del Comercio dirigían las transformaciones y las prácticas de profesores, investigadores y estudiantes. Nuevamente el saber académico se puso en duda y muchos jóvenes migraron a los movimientos sociales que aparecían como los únicos espacios autónomos de resistencias. Aparece la “investigación militante”, con jóvenes formados en los institutos de investigación que deciden desertar de los mismos. Pero el fenómeno también tiene otra cara, los llamados investigadores nativos: jóvenes campesinos, indígenas, mujeres, homosexuales, entre otros, que abordan las carreras de las Ciencias Sociales y deciden trabajar sus propias situaciones y procesos. También los hay autodidactas que apuestan a reflexionar las prácticas de sus propios movimientos con principios que los desmarcan de posiciones apologéticas.