Flamante ex conscripto, me lancé por las librerías para recuperar el tiempo muerto de la colimba y comencé a frecuentar las escasas que en ese año 1967 había en Rosario. Entre ellas, debía visitar la de usados, porque mi condición de desempleado hacía ardua la adquisición que presuponía la compra de un libro.

Un día, uno de ellos llamó mi atención en la antigua Longo de calle Sarmiento, casi Mendoza. Era un volumen editado por Castellví, de Santa Fe, y que tenía en la tapa un taco, una mesa de paño verde y tres bolas de billar. Se llamaba En la zona. Leí en la solapa: Juan José Saer, Serodino, 1937, y el libro era de 1960. Quiere decir que al publicarlo él tenía 23 años.

Cuando ya en la pensión lo hube devorado, sin saber nada de literatura ‑casi como hoy‑, me di cuenta de que este autor me decía otra cosa que los escritores argentinos que yo llevaba leídos en ese tiempo no me decían. Era, por decirlo de algún modo, un libro con cuentos inquietantes y en mis charlas de ese tiempo con mis escasos amigos nadie lo había leído, ni siquiera lo había oído nombrar.

En librería Aries, compré más adelante La vuelta completa, el libro que el año anterior le había editado la editorial Biblioteca, es decir, "la Vigil", como se la conocía. En ese tiempo, mi trabajo alimenticio era vender rifas para esa institución, recuerdo que no estaba autorizada su venta en otras provincias.

Cuando fui empleado de Aries, comencé a oír que se lo nombraba tupido a Saer, sobre todo por sus coloridas anécdotas de las que era un pícaro acreedor. Hacía seis meses, en ese momento, que se había ido a Francia.

Entre los habitués de mi nuevo empleo me hice muy amigo del poeta Aldo Beccari, había sido contertulio del mítico bar Erhet, que yo no llegué a conocer, y lo había tratado mucho. Un día me contó a manera de confesión: "Si estabas en un bar con tu novia y llegaba el Turco Saer, no te podías levantar para ir al baño, porque te la conquistaba".

En plan de las tantas anécdotas referidas a Saer donde se notaba la aceptación de su literatura, como así facetas de su personalidad, Rubén Sevlever, uno de los titulares del negocio, me contó lo siguiente.

--Yo vivía en una pensión en el centro y él vino de Santa Fe, donde vivía, un viernes para quedarse conmigo el fin de semana. Se quedó tres meses.

--¿Y cómo fue eso?

--Yo lo llevé a vender libros con la famosa venta a crédito de enciclopedias y diccionarios. Y él quiso probar. Empezamos el sábado a la mañana por calle San Luis. Saer vio un negocio que supuso de un sirio y entró resuelto: "Hola, paisano, vengo a ofrecerle esta bicoca, una enciclopedia en cuotas para sus hijos". Y como el tendero se mostrara renuente, lo tomó del brazo y le imploró: "Paisano, si usted no me compra mis hijos no comen". Con esos hijos inventados, tocó la sensibilidad del comerciante que presto cerró el trato. Como el sistema de ventas preveía un 20 por ciento para el vendedor en concepto de comisión y 8 cuotas consecutivas, resultaba un buen dinero. Esa misma tarde fue al hipódromo, donde ganó y volvió después de una semana. Nunca supe por dónde había andado.

Pasaron muchos años y ya en democracia, cuando lo conocí, le referí esta anécdota. Cuando terminó de reírse, a su vez, me refirió la suya.

En la pensión que compartieron había que andar con cuidado porque en ese tiempo, además de la poesía, Rubén Sevlever se dedicaba a pintar. Y no había que dejar ninguna camisa a mano porque limpiaba su pincel con el primer género que encontraba, y es proverbial lo distraído que era. En una mañana, cuando iban a salir a trabajar, Rubén se estaba afeitando sentado en la punta de una mesa larga, con la brocha que mojaba en una taza con espuma. Apoyaba un espejito en un sifón para esa tarea. De pronto, se pasó la mano por el rostro y dándose por satisfecho, tomó la taza con los restos del rasurado y se los bebió. Saer terminó con una carcajada la anécdota. "Nuestro amigo --concluyó--, fue el único poeta que se bebió sus propias barbas".