El cuento por su autor

En el segundo tomo de El segundo sexo, Simone de Beauvoir ofrece una pavorosa cita de Soren Kierkegaard: “¡Qué desgracia ser una mujer! Y sin embargo, en el fondo, la mayor desgracia cuando se es mujer es no comprender que es una desgracia”. Yo creo que siempre comprendí esa desgracia. Y no lo digo con jactancia sino más bien con pena. Puede que mi afirmación sea excesiva (al fin y al cabo, vivo en un país donde la mujer, por lo general, no tiene vulnerados sus derechos básicos) y la sentencia de Kierkegaard es falsa. Cierto. La desgracia no está en el ser-mujer sino en la condición humana a las que fuimos confinadas. De ahí que el paso de la niñez a la adultez haya sido y tal vez siga siendo una experiencia traumática en algunas mujeres. Claramente lo fue en mi caso. Tuve que dejar pasar muchos años para poder entender un poco más y contarlo desde lo familiar y lo social que es justamente donde germina la supuesta desgracia. De todos modos, yo quise poner el foco en el cuerpo. Ese cuerpo de niña que se transforma –o sin extrañamiento, vergüenza y dolor– para el despertar de la sexualidad y la función reproductiva y que a partir de entonces se convierte, de manera más evidente, en un cuerpo deseante, pero también deseado, ya sea para el placer o la violencia. A su vez me interesaba tocar esos temas de los que suelen hablarse en voz baja o directamente no hablarse, sobre todo si hay hombres presentes. El amor, la guerra, el poder y la muerte eran para mí los grandes temas literarios. ¿Cómo entonces hablar de la menstruación o, más específicamente, de lo que se siente al menstruar por primera vez desde lo físico y lo simbólico? Porque menstruar es “hacerse señorita” y no pocas veces es objeto de algún festejo familiar, algo así como un rito de pasaje a otra etapa de la vida. La misma protagonista de este cuento no puede ni quiere llamar a las cosas por su nombre y así inventa un lenguaje para poder referir todo aquello de lo que quiere hablar sin que nadie se entere. La solución literaria estuvo, me parece, en alejarme del dramatismo y utilizar el humor. Pero antes hubo que encontrar un tono y un tiempo. Después de muchas versiones, con diferentes narradores y puntos de vista, me quedé con el monólogo interior para volver a sumergirme en la cabeza de esa niña que no quería ser mujer. La solución real fue aceptarlo. Por suerte, no fue tan terrible como pensaba.