Como alguna vez lo describió su amigo, el poeta español Rafael Alberti, salió “de aquel río, de sus largos e internos litorales” y desde las orillas del Paraná de su Santa Fe natal se desplegó al mundo con su cine y su poesía, enraizada en el sur del continente americano, pero sin reconocer otra frontera que no fuera la de la imaginación. “Ciudadano del cosmos”, gustaba definirse a sí mismo. Fernando Birri –fallecido ayer a los 92 años en Roma, donde vivía-- fue una figura legendaria, padre del llamado Nuevo Cine Latinoamericano no sólo por algunos films que hicieron historia –empezando por el fundacional Tire dié (1958)-- sino también, y muy especialmente, por su eterna vocación docente, que comenzó muy temprano y de la que se nutrieron varias generaciones de todo el mundo.
Nacido en la ciudad de Santa Fe el 13 de marzo de 1925, Birri incursionó, siendo todavía niño, en el teatro de títeres y luego en la actuación y la poesía. El cine lo flechó con Ladrones de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica. Descubrió el neorrealismo y, gracias a unos ahorros conseguidos como marinero de una barcaza del Paraná, sumados a una colecta de sus amigos, fue a estudiarlo a sus fuentes. En 1950 ingresó al Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma, donde conoció no sólo a De Sica y a Cesare Zavattini sino también a un entusiasta grupo de latinoamericanos llegados con su mismo interés: el colombiano Gabriel García Márquez, el brasileño Nelson Pereira dos Santos, el cubano Tomás Gutiérrez Alea, que como el propio Birri todavía no eran quienes llegarían a ser. Allí filmó unos ejercicios en forma de cortometraje y unos años después estaba de regreso en Santa Fe, con una certeza: “No me cansaré de repetir que antes que un estilo cinematográfico el neorrealismo es una actitud moral”.
Lo que aprendió en Roma no sólo quiso ponerlo en práctica sino también difundirlo, compartirlo. Y lejos de la “cabeza de Goliat”, como llamaba Martínez Estrada a Buenos Aires, creó en la Universidad Nacional del Litoral (UNL) la hoy mítica Escuela Documental de Santa Fe. De allí sale, como un trabajo colectivo entre el docente y sus alumnos, el famoso Tire dié, un corto de apenas 33 minutos que se convirtió en piedra basal de una manera de ver la realidad, ausente tanto en el llamado “cine de los teléfonos blancos” como en las experiencias vanguardistas porteñas, antípodas en las que se dividía el cine argentino de entonces. En estas mismas páginas, Osvaldo Bayer describió espléndidamente ese film y su impacto: “Un documental sobre los niños pobres santafesinos. Yo cuando era chico había sido testigo de esa pobreza. Ya vivía en Buenos Aires, pero iba a pasar las vacaciones a Santa Fe. Y cuando el tren cruzaba el puente sobre las aguas a la entrada de esa ciudad se producía el acontecimiento. Llegaban corriendo los niños de los alrededores, pobrísimos, e iban acompañando el tren que disminuía su marcha. Ellos iban saltando por los durmientes, gritándoles a los pasajeros que abrían las ventanillas para mirarlos, ‘tire dié’ para que les arrojaran una monedita de diez centavos con las cuales podían comprarse un pancito en aquellos tiempos. Los pasajeros hacían puntería con las monedas de manera que pudieran ser alcanzadas por las manos de esos arriesgados pedigüeños de pantaloncitos parchados. Como pasajero fui testigo de todo eso, muerto de miedo yo, pensando que esos niños podían tropezar con los durmientes y caer a las aguas profundas. Todo un espectáculo y Birri lo filmó para la eternidad de esos momentos argentinos”.
Al año siguiente, impulsado por su amor por el dibujo y la pintura (otra de las prácticas artísticas que cultivó), Birri encontró un cómplice en León Ferrari, que fungió como productor, y se atrevió con un film de animación, La primera fundación de Buenos Aires (1959), sobre la desopilante ilustración que hizo el recordado Oski de la crónica de Ulrico Schmidel. El corto, de 35 minutos, pasó inadvertido en el Festival de Cannes, pero tres años después Birri tendría revancha en la Mostra de Venecia, donde resultó premiado su primer largometraje de ficción, Los inundados (1962), que es también, como Tire dié, un mojón no sólo del cine argentino sino latinoamericano.
Con un estilo que por realista no reniega del humor y la picaresca, Birri narraba en su opera prima una historia que tristemente sigue siendo actual en Santa Fe, salvo por el hecho de que ahora ni siquiera hay trenes de carga: la de una familia muy pobre que, corrida por las aguas, busca refugio en un vagón de ferrocarril. Afecto a la reflexión teórica como inseparable compañera de la praxis, Birri redacta entonces uno de sus tantos manifiestos, que ya en su título es toda una declaración de principios: “Por un cine nacional, realista, crítico y popular”.
Su influencia comienza a cobrar dimensión continental. En compañía del productor Cacho Pallero, en 1964 ayuda a fundar la Escuela Documental de San Pablo, en Brasil, de la que saldrían cineastas de la talla de Geraldo Sarno y Vladimir Carvalho. Luego viaja a México, donde se reencuentra con García Márquez, y de allí salta a Cuba, donde por falta de recursos no alcanza a desarrollar una unidad de cine-móvil, con la que pretendía recorrer la isla. Vuelve a Roma, donde inicia un proyecto de coproducción con Argentina, a partir de una novela de Vasco Pratolini, pero la dictadura militar de Juan Carlos Onganía la aborta y Birri se queda en Italia, donde inicia un film monumental, que le llevaría más de diez años de trabajo y que refleja el desgarro del exilio: ORG (1967-1979). Restaurado por el Forum del Cine Joven de la Berlinale, en febrero pasado, y luego exhibido en abril en el Bafici, ORG era considerado por Birri un “Manifiesto del Cosmunismo o Comunismo Cósmico” y abogaba por “un cine cósmico, delirante y lúmpen”.
Siempre saltando de un lado al otro a causa del exilio (“Los golpes de estado son más veloces que yo”, solía decir), en 1982 Birri creó en España el Laboratorio Ambulante de Poéticas Cinematográficas, del que salió su documental Rafael Alberti, retrato del poeta (1984), donde recuperaba una amistad que venía de 1950, cuando se habían conocido en Buenos Aires. Le siguió el corto Remitente Nicaragua: carta al mundo (1985) y el largo Mi hijo el Che (1985), sobre Ernesto Guevara Lynch, “doble retrato, donde retratando al padre se retrata al hijo”, en palabras del propio Birri.
Entretanto, se reencuentra con la nueva Argentina democrática, pero vuelve a poner proa hacia Cuba, donde encara junto a su amigo Gabo uno de sus proyectos más ambiciosos, todavía vigente: la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños. Inaugurada en diciembre de 1986, con Francis Ford Coppola entre los invitados en primera fila, la Escuela también tiene su manifiesto, titulado “Por un cineteleasta de Tres Mundos en el 2000: Trabajadores de la luz”, que concluye con una invocación: “Larga vida a la Utopía del Ojo y de la Oreja”.
Pleno de energía, simultáneamente Birri se lanzó al rodaje de Un señor muy viejo con unas alas enormes, adaptación del relato homónimo de Gabriel García Márquez que culminaría recién en 1988. Una década más tarde, le seguiría el documental El siglo del viento (1999), basado en el tercer volumen de Memoria del fuego, de Eduardo Galeano y con el propio Galeano como narrador, un film en su momento muy castigado por la crítica, que vio allí una mirada ingenua y anquilosada de América latina. Su último largometraje, El Fausto criollo (2011), adaptación de la sátira gauchesca de Estanislao del Campo, no llegó siquiera a estrenarse. Sin embargo, en el documental Ata tu arado a una estrella, que Carmen Guarini estrenó en noviembre pasado en el Festival de Mar del Plata, se veía a Birri en Roma como siempre fue: un hombre feliz, pleno de humor y de ideas y entregado, hasta el último aliento, a la esperanza y la utopía.