Situación I: El hijo de la pareja cree en Papá Noel, por eso hay que esconder cuidadosamente los regalos que se le han comprado. Pero esa tarea recae en la madre, claro, porque él trabaja hasta las 20 horas del día D y es el “cansado”. En cambio ella, esa tarde hizo malabares para que el niño duerma la siesta, se bañe y se cambie a horario, se suba al auto sin ver las bolsas de regalos a las que la madre camufló con papel madera como si fuera el embalaje de una mudanza, ella misma debió acicalarse mínimamente, pasar a comprar hielo y pan dulce para llevar a lo de la tía Elisa, que cocina desde las 9 de la mañana sin chistar, y además estuvo contestando mails hasta la misma hora que su marido obtenía el reconocimiento social de “proveedor” en un puesto laboral con sueldo y aguinaldo fuera de casa. Porque ella también trabaja fuera de casa pero como maneja sus propios horarios parece que lo suyo es vacaciones all inclusive.
Situación II: la pareja llega a lo de la tía Elisa que está sudada como el peceto cuando se lo deja en la olla con poca agua para que se haga a fuego lento, tan lento como la ira que subirá a la cabeza de ella, la mujer de la pareja en cuestión, cuando se dé cuenta que todos los méritos de esta bella noche se los lleva un señor bonachón y barbudo (ahora que está de moda la barba, Papa Noel está incluso más a tono con los machotes) y que su pareja, el “cansado”, limitará sus tareas a la charla y el menudeo cooperativista que resulta de levantar dos o tres platos con helado derretido y alguna que otra servilleta del piso. Cuando alguien le pregunta si quiere mojarle la cabeza al hijo que está sudado cual entretiempo de partido de fútbol, dice “esta noche no me ocupo de nada” porque supone que todo lo que llevó a esa noche fue su absoluta entrega al trabajo. Es muy común que los varones piensen que, así como el abuso no es abuso sino insinuación o flirteo, la tarea de cuidado no es trabajo y por ende, todo lo que lleva a una fiesta familiar es gracias al proveedor principal, que tiene el patrimonio del derecho al cansancio.
Situación III: La noche corre entre copas y anécdotas de los que no se ven tanto durante el año y comparten ahora mesa y sonrisas. Puede ser una linda velada, amiga, sino fuera porque alguien tiene que manejar a la vuelta y, palabra del machirulo agotado, “por favor no tomés más de dos copas que yo ya me bajé una botella”. Pero no es sólo crédito de los que vuelven en auto, en general, la mujer bebiendo es un poco incómoda para el ágape. Que brillemos sudor como cerezas frescas no hay problema, pero que querramos relajarnos y gozar del subidón etílico siempre tiene su merecida condena. ¿Alguna coincidencia con los medios titulando que tal o cual víctima bailó hasta el amanecer con más grados de alcohol en sangre que los permitidos? Aparentemente esas asociaciones solo las hacemos las feministas que, como ya sabemos, estamos locas y somos unas resentidas.
Situación IV: ¿Por qué todos los años un sabor amargo? ¿Somos unas insatisfechas, histéricas, infumables criaturas que nada nos viene bien? No lo creo. Más bien pareciera que las fiestas fueron diseñadas para hacernos infelices: no es el encuentro, ni el baile, ni comer y beber hasta que las velas no ardan la premisa más socialmente aceptada sino más bien la mesura, la prolijidad y sobre todo, el que año tras año tengamos algo mejor que contar: que recibirse, que emparejarse, que tener hijxs. Y las feministas somos poco amigas de los casilleros a llenar simplemente porque queremos armar la grilla de lo que nos hace felices a nuestra medida: viajar por ahí, tener amantes, vivir solas o con amigas, andar en moto, o por qué no también, ser madres, compañeras, jefas o lo que querramos sin pagar un altísimo derecho de piso y con el cuerpo que se nos cante. Lejos de esos “antes y después” que tanto circulan en estas fechas demonizando la sileuta que goza con la comida, como si hacerlo fuera un crimen y no una política del goce.