En algún lugar del dial de una radio de los años cincuenta Elsa y Charles cantan juntos Baby it’s cold outside, esa vieja canción navideña en la que un hombre quiere convencer con argumentos climáticos a una mujer para que se quede esa noche con él (en la versión de Lady Gaga y Joseph Gordon-Levitt, es al revés). Elsa Lanchester y Charles Laughton estuvieron casados desde 1929 hasta que él murió, en 1962, y fueron uno de esos matrimonios que el cine maquilló asistido por las intrigas y los murmullos que la colonia británica de Hollywood guardaba en polveras con cisne. El tiempo y las memorias de Elsa lo dejaron a cara lavada, o casi. Una unión incómoda, pero estrecha y duradera, complicada por la rivalidad de cartel y compartida con los hombres jóvenes que Laughton conocía en Hyde Park; un amor queer que, como escribió Diego Trerotola, “vivieron a fuego lento durante treinta y tres años, mientras filmaban algunas de las películas más originales de la historia del cine”.
La madre de Elsa, Edith “Biddy” Lanchester, era socialista, demasiado idealista y excéntrica para la Inglaterra eduardiana que la diagnosticó “loca” con encierro incluido por convivir con un hombre (el padre de Elsa) sin estar casada (en la internación temporal de Biddy pusieron la firma el abuelo y los tíos de Elsa).
La hija de la hija rebelde quiso ser bailarina y su madre le dio el gusto; Elsa estudió en París y en Hertfordshire, dio clases de danza, posó desnuda y ganó dinero haciéndose pasar por amante, le pagaban por presentarse como prueba de adulterio cuando las parejas no podían lograr un “divorcio honesto”. Mientras tanto, fundó una revista (donde solo ella escribía), un teatro infantil en Soho londinense y un club nocturno, su cueva en armónico cabaret en la que reunía a intelectuales, amigos y espantaba a la familia real y a su entorno. Elsa Lanchester era una celebridad de piel nívea, con una maravillosa mata de pelo rojo y nariz distinguida cuando se casó con Laughton (era más famosa que él) pero después, y salvo por el recuerdo imborrable de haber sido La novia de Frankenstein (1935) fue casi siempre secundaria en la pantalla –tan secundaria como para ser Katie Nanna, la institutriz que se va para que llegue Mary Poppins– y esposa y viuda fuera de ella. Resulta inolvidable pensar en la Mary Wollstonecraft Shelley de Elsa y en su peinado de novia construido sobre una especie de jaula de alambre, malla eterna hacia arriba que agrandaba aún más sus abiertos ojos agónicos mientras se oían los gritos y silbidos del monstruo (Boris Karloff), inspirados en los sonidos de los cisnes de Regents Park. No fue el único monstruo, el Laughton de la vida real compuso rol cuando ensayaba a diario y frente a Elsa su Rey Lear. Dicen que después quiso compensarla pensando y dirigiendo un espectáculo solo para ella, Elsa Lanchester, Ella Misma, por donde asomaba el poder de su popular tía, Queenie Holroyd, pero cuando llegó el momento, Laughton enfermó, quiso matarse y entre brotes y gritos que boqueaban cabezas de insectos de Hyeronimus Bosch, asumió que tal vez solo quería destruirla. La muerte estaba más cerca de lo que los gritos intuían y en la despedida la escena de ellos dos jugando a las cartas sobre la cama en La vida privada de Enrique VIII (1933) se fundió con un recuerdo mordaz que Elsa escribió en sus memorias: “Has tenido una vida satisfactoria Elsa, me dijo su agente durante el funeral, y no tienes nada de qué arrepentirte. Después de todo, Charles te dio serenidad y libertad y eso es todo lo que querías, ¿no?”. Ó