Todo empezó con una mala noticia: un bombazo para muchos hoy desconocido. Si hiciésemos una encuesta entre el público para saber por qué se cree que la región pampeana no ha tenido históricamente producción de vino, probablemente la respuesta se encamine hacia la tierra. Que la altura, que la amplitud térmica, que las calidades. La tierra. Sin embargo, la semilla de la respuesta está en aquella vieja mala noticia.
La cosa fue en 1934. El presidente de la nación era Agustín Pedro Justo. Y la ley que sancionó, la 12.137, conocida como la “Ley de vinos”. Hasta ese momento –que ahora parece la antigüedad– tanto Entre Ríos como la provincia de Buenos Aires producían sus vinos y estaban en el podio de las más productoras del país. La sanción de esa ley fue la pésima novedad: a partir de entonces solo se podría mantener la actividad vitivinícola en la zona de Cuyo y la región de la cordillera norte, para enfocar la actividad en esa región. Y no fue broma, ni fue anecdótico: regiones enteras quedaron fuera de carrera y para muchas familias, aún hoy, lo que vivieron sus antepasados fue un tajo en sus biografías.
Pasó más de medio siglo para que eso cambie: recién en los años 90 esa ley se derogó, y tímidamente los viñedos volvieron a aparecer en la llanura pampeana. Hoy aquella mala noticia se reconvirtió; saliendo a los caminos bonaerenses, los eslabones de una ruta del vino se unen entre sierras y mar, al ritmo de los pasos de una degustación.
FASE VISUAL: CENTRO Entrando en la zona de Tandil, las sierras comienzan a romper la monotonía: paisaje de campo y vacas se empieza a mixturar con las jorobas que tímidamente se levantan. Milenarias, en ellas están –podría decirse– secretos aún guardados de la historia del hombre. En esta ciudad, Matías Lucas nos abre las puertas de su Cordón Blanco, un emprendimiento familiar que nació en 2008, después de un breve análisis de suelo. Desde ahí, “todo fue prueba y error” dice hoy Matías. Junto a sus hermanos Valeria y Mariano arrancaron con el primer viñedo en la zona de La Elena, al oeste de Tandil, y en 2011 implantaron otro viñedo en Don Bosco, hacia el sur. Y cada uno tiene su impronta: La Elena, a 260 msnm, está sobre una ladera que mira hacia el oeste. Así hace su juego con las horas de exposición al sol, y la amplitud térmica. De allí salen sus cabernet franc, merlot y sauvignon blanc. En Don Bosco, donde –según describen– las raíces de la vid se abren camino entre las rocas buscando nutrientes, las variedades predominantes son syrah, sauvignon blanc y carmenere. Los Lucas abren sus viñedos al público con degustaciones, generalmente los fines de semana.
FASE OLFATIVA: COSTA Volvemos a entrar en territorio plano y ahora el aire costero llena los pulmones. Una fuerte campaña de publicidad en los últimos tiempos puso en oídos de todos que algo está pasando cerca del mar: a solo siete kilómetros de la costa, Trapiche (una de las más grandes del país) se lanzó a instalar su “bodega experimental” y desde allí producir sus vinos, que salen con la etiqueta Costa & Pampa. Una rareza. ¿En qué se traduce la sorpresa de pensar vinos tan alejados de la montaña, y tan cerca del mar? El clima –explican en la bodega– es mucho más húmedo, con temperaturas máximas moderadas y noches frescas. Así se consiguen vinos más delicados y aromáticos. Y además, cuentan, permite cultivar cepas poco conocidas en el país, como gewürztraminer, riesling, además de chardonnay y pinot noir. Costa & Pampa está súper preparada: tiene un centro de visitantes para conocer el proceso de elaboración, y degustar los productos, entre fiambres y quesos. Una hora, más o menos, de visita, y a seguir.
FASE GUSTATIVA: VENTANIA Esta fase viene cargada. En el sudoeste de la provincia, donde el suelo se arruga cada vez más, se abre uno de los paisajes más bonitos. Ese mismo escenario de valles y viento vieron los Parra, una pareja de ingenieros agrónomos que paseaban por esta zona hacia el año 2000. Enseguida asociaron esta zona –su clima, su tierra– con algunas otras regiones vitivinícolas del mundo, como Italia, Francia o Sudáfrica. Tres años más tarde, junto con sus hijos, se mandaron de cabeza. Entre los cordones de Ventania y Pillahuinco arrancaron con sus ocho variedades de vid, y los tres hijos se repartieron tareas. Manuela es quien se encarga de la coordinación general de la empresa, aún al día de hoy, y quien amablemente cuenta la historia. Acá en Bodegas Saldungaray se produce de todo: malbec, merlot, cabernet sauvignon, cabernet franc, chardonnay sauvignon blanc, entre otros, con una capacidad de 200.000 litros de vino. También sacaron, en 2010, el primer espumante de la provincia.
Desde la bodega Saldungaray subimos trepando camino hasta Villa Ventana, para tomar la ruta 76 camino a Tornquist, y luego la 33, nuevamente con rumbo norte, hacia Pigüé. Ahí nos espera Mariana Marcenac para contarnos la historia de Ita-Malal, un viñedo que arrancó en 2010, enmarcado en plena sierra del Abra del Hinojo, en las sierras de Curamalal. Fueron 16 hectáreas, plantadas con cepas llegadas desde Mendoza. Desde entonces, con su rosal en cada hilera plantada –cuenta que no solo es decorativo, sino que previene o anuncia el ataque de un hongo– producen vinos tintos y blancos, entre chardonnay y sauvignon blanc; y merlot y cabernet sauvignon. Se podría decir que el merlot es el clásico de la bodega. Pensando en el porqué de estas tierras y sus características, Mariana –licenciada en Administración, de recorrido gastronómico e hija de Jorge– cuenta: “Dicen que la uva no necesita mucha agua, sin embargo esta es una zona lluviosa, y prácticamente no necesitamos riego. Y hay mucho viento, lo que mantiene alejada las plagas y ventila la humedad”. En este emprendimiento familiar (que significa algo así como “corral de pastoreo” en mapuche, y que triangula entre esta zona, la Capital y los enólogos en Mendoza) se pueden hacer visitas guiadas. La época de más trabajo va de febrero a abril, en ese camino temporal que termina avanza paso a paso hacia la vendimia.
Kilómetros más adelante, aunque lo suficientemente cerca como para unir las dos paradas en el mismo recorrido, hacemos la última escala en la bodega Myl Colores, en la ciudad de Pringles. Estamos a unos 130 kilómetros de Pigüé, y volvimos a bajar en el mapa. Y es el final ideal para el descorche estruendoso: a puro espumante. Matías y Lucas le pusieron sus iniciales al nombre de ese vino: son los hijos de Carlos Bértola, el dueño de estas tierras en las sierras de Pillahuincó. El establecimiento es La Catalina, y Carlos cuenta su historia, que permite poner en perspectiva el sabor del espumante rosado que estamos probando. Empezó en 2006. Ya la historia de Carlos, es toda una historia: divide su tiempo entre Italia y Argentina, y en aquel momento llegó a esta zona (desde su Córdoba) para administrar campos. En Italia conoció a su mujer, Mónica, y nacieron sus hijos. En Argentina volcó todo lo visto en viñedos de Europa. “Terrenos colinares, altura de unos 300 msnm, distancia de 100 kilómetros en línea recta al mar, suelos particulares con minerales, tosca calcárea cerca, vientos y muy buena diferencia térmica entre el día y la noche -sobre todo en verano-. Todo eso me llevó a pensar en que la viticultura tendría que funcionar y dar productos diferentes y de mucha calidad o por lo menos óptimos”, agrega.
Carlos se puso a estudiar el tema, hizo cursos, leyó y en 2008 se lanzó a la primera plantación experimental de tres hectáreas. Hoy, acá las uvas para el espumante son chardonnay y pinot noir, que se completan con un sector de malbec, para el tinto. Este espumante que Carlos muestra ronda un 80 por ciento de chardonnay y 20 de pinot noir. Un blend para el brindis final entre campo, mar y sierras.