Cruzamos el Río de la Plata en barco con el auto para pasar un fin de semana en Montevideo y seguir viaje al departamento de Maldonado, por la Ruta Interbalnearia. Dejamos atrás Piriápolis bordeando la costa uruguaya hacia Punta del Este, pero 15 kilómetros antes le hacemos una gambeta a la playa y al glamour: doblamos a la izquierda en la RN 12 rumbo al silencioso Pueblo Edén. A mitad de camino cruzamos un Lamborghini rojo y al rato una cachila, como llaman aquí a los muy comunes autos viejos, en este caso un Chevrolet de los 50 con los bordes del chasis oxidados: uno va en dirección a la ciudad y el otro hacia el campo.
Lo usual es alojarse en Punta del Este para tener a mano la playa y hacer acaso alguna escapada tranquila al verde: nosotros probaremos la alternativa opuesta. Nos hospedamos en la única cabaña del bed and breakfast La Holandesa, atendido por una pareja holando-uruguaya: Tea y Fernando. Desde la habitación y el comedor los ventanales se abren hacia el mar de verdes que ondulan la Sierra de los Caracoles en la zona central de Maldonado, a media hora de Punta del Este.
El plan es dedicar unos días muy reposados a recorrer la panorámica Ruta 12 por las mañanas, y por las tardes conocer diferentes playas a un máximo de una hora de viaje desde la casa de campo. Comenzamos por el centenario Pueblo Edén, a 45 kilómetros de Punta del Este, cuyos 90 habitantes viven dentro de esa categoría turística cada vez más de moda conocida como slow town. Pero la verdad es que no han hecho nada especial en pos de ese título: simplemente siguen viviendo a la manera de siempre y el mote funciona más bien como advertencia a los visitantes, aquí deben bajar un cambio. Y se los informan con sutileza, a través de carteles callejeros: “Aquí los únicos que vuelan son los pájaros” dice uno; y otro frente al restaurante La Posta de Vaimaca avisa que “aquí nos tomamos la vida con muuuucha calma”.
Entramos a almorzar a este restaurante de campo donde se preparan en un horno de barro platos abundantes de cordero al vino, conejo a la pimienta y unos asados legendarios. Su dueño es Hugo Marrero, también luthier de guitarras, cantante, fabricante de motos con sus propias manos, escultor de estatuas en madera y granjero: produce casi todo lo que vende en su restaurante.
Para bajar la comida salimos a caminar por las calles de tierra del pueblo, arboladas con eucaliptus entre casas muy separadas una de la otra, algunas con el caballo atado al fondo. Hay una plaza central de puro pasto muy verde con palmeras, y una capilla de San Isidro Labrador.
Para los postres vamos a la Casita de Chocolate: sorprendemos a sus dueños, Andrés y Romina, en plena construcción de su nueva cafetería con repostería artesanal y chocolatería: “Por favor hablá con mi esposa; acabo de preparar el adobe y se me va a secar”, nos recibe Andrés con las manos embarradas. Porque la Casita de Chocolate es en verdad de barro y la han moldeado sus mismos dueños, colocando botellas de colores en la pared que permiten la entrada de luz.
El menú de esta casita es una provocación abierta a la glotonería: tarta de zanahoria y nuez; budín de amapolas; bombones de chocolate con ganache y jengibre; torta helada de chocolate con praliné. También hay platos para la cena como los malfatti de ricota y espinaca en salsa roja; jugos y cerveza artesanal.
BODEGAS Y ALMAZARAS A la mañana siguiente bien temprano vamos a la playa, a conocer José Ignacio y subir a su faro. Antes de regresar al verde que nos cobija, visitamos el Museo Ralli y su colección de artes plásticas que incluye una exposición de arte latinoamericano contemporáneo y otra de grandes maestros del surrealismo, con esculturas de Dalí y Botero. Al atravesar Punta del Este pasamos frente a la Torre Trump, aún en construcción, donde un cartel promete y advierte: “Ultra exclusive becomes real”.
Ya de regreso en el circuito verde de 50 kilómetros de la Ruta 12, nuestro plan inmediato es mirar el atardecer y cenar en la bodega Viña Edén. Salimos a recorrer los viñedos en un carrito eléctrico entre plantaciones de uvas tannat, la cepa insignia de Uruguay, merlot, chardonnay y pinot noir. El guía explica que no usan insecticidas y al visitar la bodega vemos que esa misma lógica se trata de mantener al procesar el vino: “Buscamos intervenir lo menos posible para hacerlos más naturales; no usamos barricas en el blanco para preservar la frescura; el objetivo es que sea jugo de uva fermentado, sin maquillaje. Esto resulta más caro y además utilizamos uvas que tengan un mismo grado de madurez. Esto hace que aprovechemos menos racimos al buscar la homogeneidad”.
Esta zona se está convirtiendo en un nuevo polo vitivinícola con productores japoneses, peruanos, noruegos, franceses e ingleses. Lo singular de la bodega Viña Edén es que, al momento de planear la estructura productiva, su arquitectura fue diseñada para incluir las visitas turísticas y un restaurante de estilo contemporáneo. La comida -o la degustación de vino- no está completa sin recorrer los viñedos y las salas de producción, una visita que termina en una gran sala donde se hace una megaproyección con la técnica de videomapping en la pared rocosa.
En Viña Edén hay una salón comedor con pared-ventanal subdividida por brise soleils con vista a la planicie verde, desde lo alto de un cerro. Pero lo que todos quieren es comer en la terraza al aire libre, o simplemente degustar allí un vino con una picada usando toneles como mesa. Además hay asados y platos gourmet como empanadas de cordero braseado con mesclum verde y salsa sriracha; o lasagna vegetal al horno de barro, ricota casera y salsa fileto especiada.
A la mañana visitamos una almazara, esa hermosa palabra árabe que refiere a un centro de producción de aceite de oliva. Esto es precisamente Lote 8, una finca con 100 hectáreas de olivares. Nos recibe Martin Robaina, un sommelier de aceite de oliva con quien salimos a recorrer a pie la plantación: hay variedades españolas, italianas y francesas. El método de cosecha es de lo más curioso para quien lo desconoce todo del submundo de las almazaras: una máquina sacude el árbol y las aceitunas caen. Luego las llevan a una tolva y caen en la pileta de lavado, las trituran y se genera un mosto oleoso. Un decantador separa lo sólido del líquido, filtran el aceite sin agregarle aditivos y esto termina siendo simplemente jugo de aceituna. Es decir que si la fruta es buena y está sana, el producto será bueno. No hay más secretos.
El aceite de oliva no se guarda como el vino para estacionarlo, sino todo lo contrario: mientras más fresco se consuma, mejor. Terminamos la visita con una cata de aceites en una copita. A diferencia del vino, que se suele escupir en estos casos, el aceite hay que tragarlo para sentir los tres elementos a evaluar: el aroma, el picor y el amargor. Nuestra mañana de degustación termina con fiambres humedecidos en aceite de oliva, sentados en una galería panorámica con vista a una planicie verde que se va hundiendo en la lejanía.