“Ahora que no sos / mala fama y cumbiero// usás ropa apretada/ y pelo corto bien gorrero”. Si se reemplaza la ropa apretada por un uniforme bien al cuerpo, esta perlita de cumbia villera año 2000 de Mala Fama (“La marca de la gorra”) podría servir de introducción a las postales de la República de la Gorra. Otros recordarán el tema homónimo de Los Auténticos Decadentes años 90, en el que un pibe seducía a una chica (“¡ella es menor de edad!”) pero lo peor, lo peligroso, era que se trataba de la hija del comisario: “El padre entró, me vio/ y se me vino encima/ y se le notó la marca de la gorra”. Y desde entonces, se dice el pibe a sí mismo “te sigue toda la federal”.
Por entonces –los 90, la crisis– la “marca de la gorra” era signo distintivo de algo que al menos, no le “cabía” a mucha gente, algo que vendría a estar marcando un límite, un paso de frontera del que no se vuelve, como una traición o cambio de identidad entre imperdonable y doloroso. O por lo menos era así hasta este año, o hasta mitad de año, digamos, agosto.
Este cambio coincide con otras postales del país de la gorra: por ejemplo, una notable moda diseminada por el espacio urbano y conurbano, la moda eminentemente masculina del corte de pelo militar, que hubo siempre, desde los 80 y los raros peinados nuevos que se los ve ir y venir por los vericuetos de la guerra de estilos de las subculturas y sociabilidades diversas como punkies, skins, mods etcétera etcétera. Pero este año explotó, como que se engorraron y confundieron todos un poco, como si –por poner un ejemplo extremo– un punk se cortara el pelo marcando su estilo como si fuera, por caso, un gendarme.
Desde España, Vicenç Moretó –un barbero no de Sevilla sino de Barcelona– estimaba que “aunque en 2017 el cabello se llevará corto en la nuca y los laterales, el corte será menos agresivo que en años anteriores”. En cambio, los de la Barbería Malditos Bastardos de Madrid, fueron más contundentes: “En los último meses, por influencia de las redes sociales, hemos visto muchos cortes fade, caracterizados por los cortes agresivos en las partes laterales y posterior de la cabeza, incluso rapados”.
Hace rato que en las peluquerías de Constitución avanzaba el corte militar con máquina a cero, estilo que mezcla hipster y maras propiciado por peluquerías de centroamericanas procedencias, lo que indicaría una subcultura de pertenencia muy diferente a la de los engorrados, pero es evidente que la ciudad (la ciudad de Buenos Aires esta vez, más que nunca, como metáfora de todo el país, de la Argentina) luce engorrada, que los engorrados van de acá para allá como empoderados, hasta ser casi una misma sombra en cuyo vértice se nota, como señal entre pagana y religiosa, como una corona de espinas, la marca de la gorra.
Con o sin pelos rapados, son tiempos de gorra: no se puede pintar una pared porque los vecinos se alarman (¡los graffitis fueron el símbolo de la libertad en la apertura democrática!), le quieren hacer pagar a las organizaciones sociales los destrozos en el Congreso (el que rompe paga pero ¿quién rompió?); te hacen bajar del bondi para pedir documentos; a los pobres manteros que se ganan el mango en el país de los buscavidas, los corren de aquí para allá, les pegan, los arrinconan. Gorra y más gorra.
Es lógico que los hombres se rapen, se uniformen y se preparen para una módica guerra luciendo uniformes, peinados y estilos que otros les diseñan para mostrarlos en sus propios festines, para pegar en nombre del orden. Y si alguien devuelve el golpe, no: eso no está permitido. En ese caso, con la marca de la gorra no alcanza: hay que lucir uniforme autenticado.
Pocos días atrás, en Podemos hablar, quizás la única novedad televisiva atendible de este año, el periodista Ernesto Tenembaum se lamentaba de la violencia de los manifestantes contra la reforma previsional con el argumento de que había habido movilizaciones en nuestra historia por temas más relevantes, como los derechos humanos y civiles, y que no había habido violencia. Y, como otras veces, declaraba su admiración por la paz del movimiento LGTB que, según dijo, había recibido violencia por siglos, sin por ello reaccionar mal. Pero puede objetarse que el movimiento gay nació precisamente de la revuelta de Stonewall en Nueva York, 1969, con manifestaciones espontáneas y violentas en respuesta a una razzia policial porque los gays, trans y lesbianas estaban hartos de que los bardearan, los reprimieran y los molestaran.
Sin justificar LA violencia, claro que no, es hora de repensar esos lugares comunes como que por algunos marginales ultras pagan todos los bienpensantes pacifistas o que todo es por culpa de los infiltrados, que si no, Gandhi se andaría paseando lo más tranquilo entre nosotros. Lo cierto es que algo pasó en el país en los últimos tiempos. Algo palpable, neto. Nos instalaron la violencia verbal, física, simbólica. Generan violencia, la fabrican. Si pudieran, hasta la importarían. Pero a no llamarnos a engaño: se llama represión. Aunque suene paradójico, quieren que la violencia sea el fantasma pero que lo “natural” sea la represión. Y esa sí es la más cruda expresión de la marca de la gorra.