A mitad de camino de Wormwood, la miniserie de poco más de cuatro horas dirigida por el gran documentalista estadounidense Errol Morris, su protagonista en el terreno de la más estricta realidad da a entender, sin explicitarlo, qué es lo que ocurre cuando las teorías conspirativas se adhieren como un parásito a la psicología humana. ¿Qué pasa por la mente y el espíritu de una persona que tiene profundas dudas sobre los detalles de la muerte de su padre? ¿Qué sucede al caer en la cuenta de que todo pudo haber ocurrido de una manera mucho más terrible que la imaginada? “Estaba dentro de un marco, pero no podía ver la pintura”, afirma Robert Mitchum en la piel de Jeff, el detective no tan retirado del clásico noir Traidora y mortal (Out of the Past), uno de los fragmentos de películas de ficción que Morris utiliza como ilustración de la pata documental en su última creación. Eso es exactamente lo que debe haber sentido Eric Olson durante toda su vida. Su padre, Frank Rudolph Olson, falleció durante la madrugada del 28 de noviembre de 1953, luego de caer desde el piso once de un hotel de Manhattan. “Se cayó o se tiró”, repite Eric ante Morris y sus cámaras, momento en el cual la pantalla comienza a multiplicarse y a contener a dos, tres, cuatro, una docena de Erics tomados desde distintos ángulos, repitiendo esa idea como un mantra. Se cayó o se tiró. Es decir, un accidente o un suicidio, sin lugar para la discusión. Pero ¿por qué habría de suicidarse un afectuoso hombre de familia de 43 años, un biólogo empleado del Ejército de los Estados Unidos? Y si se trató de un accidente, ¿cómo hizo su cuerpo de hombre adulto para atravesar una ventana con un contenedor marco central sin quebrarlo? Son preguntas a las cuales comienzan a sumárseles nuevas complejidades, cuando a la ecuación se le adosan datos como depresión personal, paranoia, investigaciones sobre el uso del ácido lisérgico y, desde luego, el estado de las cosas en una sociedad que recorría el apogeo de la primera década de Guerra Fría. “Para alguien como yo, que está obsesionado con la investigación criminal, siempre aparece una pregunta al encontrarme tras la pista de algo: ¿de qué manera se me señala una dirección equivocada”, comentó el director de The Fog of War, Mr. Death y The Thin Blue Line en una entrevista reciente con Variety. “Una parte importante de la historia está ligada a los intentos de guiar a la gente en la dirección equivocada. Inclusive señalé alguna vez que el lema de Wormwood debía ser: ‘El LSD fue una cortina de humo’.”

Gracias a los efectos especiales, la secuencia de títulos del primero de los seis episodios de Wormwood –nueva demostración de la capacidad no siempre evidente del gigante Netflix de acariciar la diversidad– es una larga y estilizada caída, desde el undécimo piso hasta la dura acera, de un actor que interpreta a Frank Olson. El rostro es reconocible de inmediato: Peter Sarsgaard. Y su caída hacia la muerte marca el fin de un derrotero narrativo que el resto de la serie hilvanará de manera entrecortada, yendo y viniendo en el tiempo, marcando posibles alternativas a los hechos y sus detalles, que nunca terminan de ser objetivos. No se trata, sin embargo, de “recreaciones dramáticas” en el sentido más convencional del término: esos segmentos en los documentales televisivos en los cuales –usualmente con algún recurso básico como el viraje al blanco y negro o el desenfoque parcial– se recrea libremente un hecho real. Wormwood tampoco es un híbrido entre el documental y la ficción, no al menos en el sentido usual que se les suele aplicar a las realizaciones contemporáneas que difuminan o directamente borran las fronteras entre uno y otro universo. Lo formalmente más atrevido del nuevo Morris –más atrevido aún por su aparente simpleza– es la estructura de cruce permanente entre los segmentos documentales y los ficcionalizados, recurso transparente para el espectador en todo momento. En el choque entre unos y otros, entre el relato real de Olson hijo y la representación de su padre con recursos narrativos del cine clásico, la serie encuentra no sólo su mayor potencia sino, incluso, su razón misma de ser. Algo enojado por la insistencia de algunos periodistas de hablar de “documental con dramatizaciones”, Morris intentó resumir sus intenciones en una serie de tuits. “¿No podemos corrernos de los términos ‘recreado’ y ‘recreaciones’? ¿Qué es lo que es recreado en Wormwood? ¿Por qué esos términos son usados para el documental, pero no para la ficción? Debo estar perdiéndome de algo”. “La mayoría de las ‘recreaciones’ son utilizadas para ilustrar, no para hacer pensar”. “No se trata de una docu-ficción, es un saltarín de cabeza dorada”, escribió también, en referencia a un ave que se encuentra en peligro de extinción.

Poder psicodélico

“Somos las únicas personas en la historia de este país que recibieron las disculpas del presidente en el Despacho Oval por las consecuencias no buscadas de una política gubernamental”, afirma Eric Olson en el final del primer capítulo. Así fue: el mismísimo Gerald Ford recibió a la viuda de Olson padre, a Eric y a sus hermanos en la Casa Blanca, ofreciendo las disculpas del caso y adelantando la posibilidad de un resarcimiento económico por todo el dolor causado a la familia. Corría la segunda mitad de los años 70, Nixon ya había renunciado al cargo presidencial gracias al escándalo del Watergate y una serie de escabrosas revelaciones, conocidas bajo el nombre de Informe Rockefeller, habían echado luz sobre algunas de las actividades non sanctas de la CIA durante sus tres décadas de funcionamiento, muchas de ellas de tintes ilegales. Casi como una nota al pie, se hacía referencia en esas páginas a la muerte de Frank Olson, indicando que su deceso había tenido lugar pocos días después de una reunión entre miembros del Ejército y la CIA, durante la cual se le habría ofrecido una dosis de LSD de manera inconsulta. ¿Las razones? Las investigaciones sobre el poder de la dietilamida de ácido lisérgico –sintetizada por primera vez en 1938– atravesaron los campos de la medicina y la psicología mucho antes de la popularización de sus usos recreativos y psicodélicos, y en plena Guerra Fría su potencial utilización como suero de la verdad fue examinada detenidamente a ambos lados de la Cortina de Hierro. ¿Acaso el efecto de unas pocas gotas del ácido, disueltas en whisky, le habían generado al hombre una disolución del ego tan grande que terminaría cayendo en una profunda depresión clínica, con picos de crisis nerviosa y paranoia, pasos previos al suicidio? La visita a Nueva York bajo la excusa de una reunión con un psiquiatra (que eventualmente se revelaría como alergista, aunque afecto a las terapias psicológicas alternativas) parecería indicar algo en ese sentido. De allí las disculpas del gobierno de los Estados Unidos y la oferta de una jugosa indemnización: metimos la pata con el LSD y no deberíamos haberlo hecho, más allá de las buenas intenciones.

La traducción del término wormwood al español no es otra que “absenta” o “ajenjo”, el verde licor famoso por su alta graduación alcohólica y su extremo amargor. La referencia, de todas formas, está relacionada con una cita literal al libro del Apocalípsis bíblico: “Entonces cayó del cielo una estrella grande, ardiendo como una antorcha. Cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre los manantiales de agua. La estrella se llamaba Ajenjo. La tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y mucha gente murió por las aguas, que se habían vuelto amargas”. La referencia surge como parte del trip de Olson bajo los efectos de la droga, la parte “mala” del viaje, anticipo del agrio y cruel final del otro lado de la realidad. Pero también remite indirectamente a los resultados de su trabajo cotidiano dentro de las vigiladas fronteras del emplazamiento médico-militar de Fort Detrick, en Maryland: el desarrollo de armas biológicas que, según indicaron varias investigaciones posteriores, podrían haber sido probadas en territorio norcoreano en los años de la guerra civil. Las imágenes del Hamlet cinematográfico de 1948, inmortalizado por Laurence Olivier, aparecen varias veces en el recorrido documental, junto con un fragmento de un film algo olvidado, la biopic sobre Lutero dirigida por Irving Pichel en 1953, que Frank Olson habría visto pocos días antes de su muerte. Nuevamente, el padre. Siempre el padre. Cuando Eric Olson comenzó a desarrollar una técnica de collage basada en recortes de revistas –un método artístico terapéutico como cualquier otro– el autodiagnóstico se hizo posible: en una de sus primeras obras, la imagen de un hombre cayendo de un edifico marcaba el centro de la composición. Un fugaz y terrible corte de montaje intelectual encuentra a Morris jugando el juego favorito de Eisenstein: el recuerdo, en su propia voz, de la figura paterna, su desaparición y la llegada de un ataúd sellado, la posibilidad de recuperar el cuerpo, de volver a verlo, es seguida por imágenes de Eric durante su infancia –tomadas en Super8 por su propio padre– excavando un pequeño hoyo en el jardín de su casa. Ya en el segundo episodio de la serie Morris anticipa una novedad –un cambio en las apreciaciones de aquello que podría haber ocurrido– que tardaría décadas en hacerse tangible. Preguntas. Muchas preguntas. ¿Y si lo que realmente sucedió fue que Olson padre comenzó a tener conatos de rechazo hacia los corolarios de su vida profesional? ¿Y si su conciencia, quizás ayudada por las capacidades liberadoras del LSD, había comenzado a objetar su trabajo? ¿Y si Olson había hablado frente a sus superiores de manera demasiado cándida, demostrando ser un posible peligro o, peor aún, un traidor en potencia a la causa?

El terreno sólido

“En el caso de Frank Olson hay un fuerte y creciente sentimiento de que fue asesinado a instancias de la CIA”, afirmó Errol Morris en la misma entrevista con la revista Variety. “¿Puedo probarlo? Quizás esté muy cerca de hacerlo. Cuando la gente escribe ficciones detectivescas existe siempre la asunción de que en algún momento llegará alguna prueba definitiva. Nadie quiere terminar la historia en una miasma. Quieres que la historia termine en algún lado, tener los pies apoyados en un terreno sólido. Hay dos mecanismos que siento fuertemente en la historia: el mecanismo de moverse hacia la prueba de un asesinato y el mecanismo de intentar negar ese hecho. Quizás el mundo consista precisamente en eso”. Para alguien como Morris, que gracias a su película The Thin Blue Line logró dar vuelta por completo un caso juzgado y condenado (Randall Dale Adams, acusado de homicidio y condenado a muerte, fue liberado luego de pasar doce años de prisión), el hecho de no poder probar de manera fehaciente el asesinato de Frank Olson puede ser visto como una pequeña derrota. De todas formas y más allá de todo, Eric está convencido de que su padre fue asesinado. Así lo atestiguaron también los forenses que realizaron la autopsia del cadáver, exhumado cuatro décadas después de su muerte: en el cuerpo encontraron signos de violencia física que no se condicen con la tesis del accidente/suicidio. Así lo cree también Seymour Hersh, la eminencia del periodismo de investigación, aunque en cámara y frente a Morris se excusa de no poder afirmarlo y sostenerlo con pruebas, so pena de dejar en evidencia y comprometer a su fuente. El descubrimiento tardío de un panfleto interno de la CIA llamado, sin eufemismos, A Study of Assassination –que recomienda, entre otros métodos para simular un suicidio, el de arrojar el cuerpo desde un edificio alto– aportaría una nueva prueba, aunque circunstancial, a esa hipótesis. Que el año de publicación del libro sea 1953 parece encarnar en la ironía de un bromista irresponsable. Pero más allá de las sospechas y la falta de clausura, no hay mucho de qué quejarse: Wormwood es una investigación documental –con pizcas de periodismo– que, al mismo tiempo que expone los hechos, pone en tensión crítica los mecanismos de reconstrucción de los films biográficos o basados en hechos reales. De fondo, mientras corren los títulos de cierre, se escuchan las estrofas de “CIA Man”, el tema de 1965 la banda The Fugs que, de manera premonitoria, anticipaba aquello que Eric Olson conocería sobre su padre años después: “Who can take the sugar from a sack/ Pour in LSD and put it back?/ Fucking A-man!/ CIA man!” que quiere decir algo así cómo: “¿Quién puede sacar azúcar de un sobre/ Echarle LSD y volverlo a cerrar?/ ¡Un puto hombre de la CIA!”.