Dedicado al estudio del Barroco en un arco temporal que abarca desde el siglo XVI al XX, este libro contiene un punto de inflexión: se trata del ensayo de Severo Sarduy –El heredero– en el que el autor cubano indaga lúcidamente sobre el legado de José Lezama Lima no sólo por la deuda personal sino por el peso, a escala continental, que el barroco adquiere en la historia cultural latinoamericana. Ignacio Iriarte reconstruye esa historia y deja en claro que no es la única: después del siglo XVII, el barroco reaparece en la ilustración; hay un revival romántico en el modo como Juan María Gutiérrez rescata a los poetas barrocos de la tradición americana; continúa en la recuperación a fines del siglo XIX que hace el modernismo y después a comienzos del siglo XX con la vanguardia, de la que surge la obra de Alejo Carpentier, considerada el punto de enlace, en el contexto literario cubano, con Lezama y Severo Sarduy y dedica una extensión para analizar brevemente el neobarroso de Néstor Perlongher. La cuestión primordial que campea todo el libro lo deja ver con claridad el ensayo del autor de Cocuyo: la habilidad del barroco para su retorno, la presteza maleable y potente de concretar un regreso más acá o más allá de la historia: ¿qué es lo que insiste en el Barroco con tanta fuerza, qué tenacidad lingüística lo impele para que podamos reconocer sus rasgos aunque investidos cada vez de una nueva guardarropía histórica? ¿Por qué el Barroco se vuelve transhistórico y al mismo tiempo se enraíza en una época con tanta volubilidad? 

Ignacio Iriarte, crítico literario argentino, nacido en Mar del Plata y especializado en literatura latinoamericana contemporánea, parece entender que toda vuelta del (¿o al?) Barroco pasa por la letra y estimula el proceso de reorganización del sentido que es la reescritura. Escribir es ya un acto de relectura –o deslectura que es otra de sus formas–, por eso el barroco se sitúa en el lugar fantasmático del origen, tan evanescente como material de la lengua. Es una estética  –y el libro lo dice de varias maneras– que pertenece de cabo a rabo a la tradición de nuestra lengua, el español, de allí que su historia involucre tanto España como América. De este modo, Sarduy, respondiendo a la herencia de Lezama en la medida en que éste respondía a su vez a la herencia de Góngora, vuelve sobre un acontecimiento histórico insoslayable para la historia del Barroco como es el Concilio de Trento, ya que, desde ese momento, lo originario infunde (funda) el “signo eficaz” a la lengua barroca, esa que deletrea un abecedario silogístico y medieval y lo arrasa todo con un brío paradojalmente arcaico y moderno, que sostuvo defensiva la Contrarreforma católica, en cuya ideología se inscribe la empresa de la conquista española en América.  

En ese ensayo, Sarduy escribe: “Heredar a Lezama es practicar esa escucha inédita, única, que escapa a la glosa y a la imitación”. En esto consiste el retorno del o al Barroco: su férrea persistencia genera una escritura “de pentimento”, ávida por hurgar un nuevo yacimiento del vocablo oculto debajo de otras escrituras. Todo escritor que vuelve al barroco y recibe la palabra heredada, la reescribe sin imitarla ni restringirla a la mera glosa: como Sarduy o Perlongher de Lezama, éste de Góngora y éste de la inmersión en la lengua latina donde quizás Ovidio resulte el antecesor avant-la-lettre de las poéticas del barroco histórico del siglo XVII, pero esta secuencia es la que nos cuentan las historias de la literatura. La innovación de Iriarte es ahora poner el acento en una teoría del poder  (Maquiavelo entre otros) y en una recuperación fructífera de la teología –ambas sumamente necesarias en vistas de una historia cultural y social de la literatura latinoamericana todavía por escribirse–  y de ese modo cuenta una historia del barroco que se basa en una tríada de conceptos (lengua, política, religión) puesta a funcionar en una “cadena de recepción”: de hecho, sin el eslabonamiento, sin el juegos de postas, no hay posibilidad de abordar el estudio del barroco. 

El tenor de la “escucha inédita y única” que Sarduy reclama para la palabra heredada es, al mismo tiempo, la condición de posibilidad del barroco: aflora pero difiere del origen, en los dos sentidos señalados por Derrida para la palabra diferencia: lo que se distingue y lo que difiere. Todo avatar neo del barroco, desde Góngora y los modernistas a Sarduy/Perlongher, pasando por Alfonso Reyes –y nosotros agregaríamos los nombres de César Vallejo, Martín Adán, Héctor Piccoli y Pedro Lemebel para dar cuenta de escritores que hacen sus obras fuera del contexto cubano– difiere de ese origen cuya existencia es pujar y salir a la luz en la materia de la lengua. La pregunta que el libro trata de responder es por qué el barroco, siendo una tradición literaria de nuestra lengua, resurge en el español americano y no en el peninsular, salvo el pasajero homenaje de la generación del 27 que el autor de este libro analiza con meticulosidad.    

Este libro es un aporte valiosísimo a los estudios sobre el barroco al plantear que, en los eslabones de su historia tras múltiples “recuperaciones, rechazos y celebraciones”, ese origen que persiste en aparecer es, también, en la huella del Concilio del siglo XVI, un retorno de lo religioso, ciertamente ya no para fortalecer la posición contrarreformista o restauraciones de ideologías conservadoras sino, en el marco de los procesos de secularización, para promover un vaciamiento del sentido, o mejor: mostrar el sentido vacío del sentido como una apertura inminente y promisoria. En la línea trazada por varios críticos y teóricos fundamentales del barroco (Wölfflin,  Weisbach, Benjamin, Maravall, Deleuze, Lacan), Iriarte retoma el núcleo configurador del hombre barroco: la experiencia de desengaño. Por tanto, la constelación de conceptos funciona en el caso de Sarduy en un doble andarivel negativo: para él el poder ya no se orienta a la revolución de la que se aleja cuando abandona Cuba y tampoco la religión aparece como una alternativa. También a Perlongher tanto el movimiento de liberación sexual como el sida parecen llevarlo a una vivencia del desengaño del mundo. Cuando Iriarte en el título del libro reúne Concilio de Trento y sida, no está confrontando tan sólo dos tiempos históricos sino un sujeto desencantado –las analogías entre el sujeto del XVI-XVII y del siglo XX es un lugar común en ciertas lecturas críticas claves como la de Walter Benjamin–  y una enfermedad signada de modo contundente por la época. 

En esta perspectiva, Sarduy y Perlongher responden de modo muy distinto al retorno religioso del barroco: ya no es posible hablar de religión en sentido confesional ni institucional ni místico, sí tal vez en relación a una trascendencia de la vacuidad donde si hay algo del orden de lo sagrado es El Cristo de la rue Jacob, que considera epifanías, es decir, escritos privados de religiosidad pero ligadas a lo absoluto a través de las marcas o huellas en el cuerpo; o ya anticipadas en ese otro Cristo de madera que en De donde son los cantantes se va pudriendo de a poco. En Perlongher, en cambio, hay un giro más antropológico y el Santo Daime comulga con el padre Mario en un chorreo de las iluminaciones que devienen profanas. En este sentido, la enfermedad parece poner en contacto la obra literaria con la muerte, una manera barroca de religar ámbitos y transferir sentidos ya no apuntalados por la liberación política ni reconfortados por el relato de la salvación. Otra versión neobarroca del motivo del desengaño podría ser las crónicas del sidario de Pedro Lemebel que este libro no aborda pero reserva, desde su propuesta crítica, un lugar para pensarlas en la estela del barroco. Para volver a la tríada de conceptos, lo que Iriarte escribe es una historia del barroco en la que se observa la serie de avatares históricos que definen una teología política inescindible de la lengua literaria de nuestra tradición, una lengua que oscila entre el poder y la gloria de un lado y, del otro, la abdicación y el desencanto del mundo, una declosión que vuelve a la matriz arcaica del lenguaje en busca quizás del arabesco o estilo que permita rearticular el brío imbatible de la palabra.

Del Concilio de Trento al SIDA: Una historia del Barroco Ignacio Iriarte Prometeo libros 330 páginas