Por desgracia, uno se acostumbra todo y todo termina pareciendo normal, parte del paisaje, condición necesaria de la vida. Este mecanismo de adaptación hace soportable la adversidad, que por algo hay gente que vuelve de experiencias terribles y largas con alguna sanidad mental. Pero en la vida urbana es una forma de pasividad, de resignación. Julián Domínguez, cuando era presidente de la Cámara de Diputados, dijo una vez que una de las cosas que había que cambiar en esta Argentina era la imagen del Estado como un palacio dilapidado. Se refería concretamente a los tantos edificios patrimoniales que fueron señal de nacionalidad, quedaron en abandono, fueron “modernizados” a la bartola y yacen rotosos y sucios. Domínguez quería explicar su pulsión por restaurar, primero el ministerio de Agricultura, luego el Palacio Legislativo y finalmente la Confitería del Molino.
Por eso es una sorpresa y una alegría ver la primera etapa de restauración del Hospital Rivadavia, un edificio que ya nadie recordaba sino negro de hollín, carcomido por los años, sucio de toda mugre e intervenido de la peor manera posible por mano militar. Quien pase por la esquina de Austria y Las Heras verá un volumen del conjunto, el de la Maternidad, limpio, color Piedra París, con sus líneas nítidas otra vez. La intervención de la Ciudad en el hospital es tectónica: el Rivadavia es el centro médico más antiguo del país que sigue funcionando.
En 1774, cuando ni éramos virreinato, se abrió en lo que hoy es la Plaza Roberto Arlt un rancherío llamado Hospital de Mujeres del Centro. Lo de rancherío no es insulto, como sabe cualquiera que haya visto las imágenes del Hospital Alemán, inaugurado no tantos años después y consistente en una colección de adobes con techos de paja. Estas construcciones de la Patria vieja y pobre fueron reemplazadas con la compra en 1876 de un terreno grande en Palermo, por entonces puro campo. En 1880 se pone la piedra fundamental del nuevo hospital, que fue diseñado siguiendo la inteligente moda del hospital-jardín. Junto o ejemplares más o menos contemporáneos como el Borda o el Moyano, el Rivadavia nace arbolado, con pabellones aireados y soleados, con salas de las que es fácil salir al jardín. Esta tipología, curiosamente, se está recuperando hoy como un avance en el tratamiento y la calidad de vida de los pacientes.
El diseñador es el sueco Enrique Aberg, autor de una de las esquinas de la Casa Rosada y del Museo de La Plata, nada menos. En 1887 se inauguran cinco pabellones, la capilla, la administración y algunos edificios de servicios. También se planta el jardín, con sesenta tipos de árbol elegidos por Carlos Thays, que era el Director de Paseos Públicos de la Municipalidad de Buenos Aires. Esto es más o menos lo que se ve hacia el interior del Hospital, entrando de Las Heras hacia Pacheco de Melo. La Maternidad, hasta 1968 independiente del hospital, se terminó en 1930 y es el palacete francés que avanza por Austria.
Como se dijo, el Rivadavia fue progresivamente deteriorándose y, ante las faltas de presupuesto, parece que nunca hubo un mango para mantener el exterior. En dictadura se hizo “obra moderna”, con lo que se perdió parte del a hermosa reja perimetral y se construyeron en hormigón pesado, estilo bunker, una entrada sobre Austria y un alero para la Guardia sobre Las Heras. Recién en 2010 la Legislatura catalogó con grado cautelar trece edificios del conjunto, detallando herrerías, chimeneas, túneles, galerías y el jardín. La ley explícitamente ordena que hay que respetar la morfología original del conjunto, algo que ni deberías hacer falta ya que hay una ley que ordena que todo edificio estatal con más de cincuenta años debe ser tratado según las reglas del arte. Pero...
Pese a que también se votó un plan regenerador, el Rivadavia siguió ahí tirado hasta este fin de año, cuando la dirección de Regeneración Urbana comenzó a restaurar las fachadas de la Maternidad. Los profesionales que tomaron el encargo terminaron hasta medio emocionados, por la alegría de los que trabajan en el lugar y por solucionar problemas que parecían eternos: había ventanas que nadie podía abrir desde hacía décadas... El trabajo no fue técnicamente complicado pero implicó un lavado interminable y una restauración de ornamentos carcomidos por completo. También hubo mucha carpintería y vidriería con las benditas ventanas, y una suerte de taller escultórico para darle otra vida a balustres, ornamentos y capiteles. Como se puede ver en las fotos, se instaló un sistema de iluminación con tonos cálidos, que destaquen que el palacio no es gris sino de un arena agradable.
El equipo de Juan Vacas, Flavia Rinaldi, Yamile Garcia Muller, Lucía Maglio, Lucas Molinero, Florencia Castellvi, Camila Piris Machado, Brenda Vasser y Laura Basterrechea no sólo dio el primer paso en recuperar un edificio de primera agua. También redescubrió un ejemplar de la idea del palacio público que inauguró Sarmiento y fue una suerte de proyecto político expresado en arquitectura. Si Argentina iba a ser una gran nación, enseñaba la idea, era necesario que tuviera edificios con grandeza, palacios cívicos. La tarea, prometen, sigue el año que viene con el resto de la fachada hacia Austria, la demolición de los mazacotes militares y la reposición de lo que falta de la reja.