Después de muchos años, el hombre vuelve a su lugar de nacimiento.

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El hombre que regresa a su lugar de nacimiento en otra época fue alguien seguro de sí mismo y lleno de vigor, uno de los mejores en lo que hacía.

Pero, inexplicablemente, en lo mejor de su carrera profesional, su mujer lo dejó por otro hombre y su padre cayó enfermo.

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Día a día, el hombre pierde la fe en sí mismo. Ya no mira a sus interlocutores a los ojos, su espalda se encorva, su elocuencia queda sepultada bajo un murmullo errático, de frases inconclusas.

Quienquiera que lo hubiera conocido en sus mejores años, pasaría hoy a su lado sin dirigirle la mirada.

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Este hombre es –o era– sonidista. Un hombre que ama los sonidos.

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Y de inmediato, apenas pone un pie en su pueblo de origen, es consciente de que hay motivos sonoros para despreciarlo.

Por ejemplo, los ronquidos del vecino de enfrente que son capaces de cruzar la calle hasta la casa del Sonidista, donde su padre está agonizando.

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De todas maneras, su visión del mundo no es del todo confiable, está teñida por su situación.

Antes hacía tomas mentales del murmullo procedente de patios escolares o de biplanos surcando cielos luminosos de domingo.

Ahora prefiere –o simplemente llegan a su cabeza– los sonidos de meniscos secos y cascados por los años, los cierres relámpago de bolsos preparados de urgencia en plena madrugada.

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La primera noche en el bar del pueblo –que resulta ser la tercera de su estadía– bebe sin descanso y a toda velocidad. Es la hora en que el enfermero cuida a su padre, le cambia la ropa y queda al acecho de alguna palabra coherente. Mientras el enfermero está ocupado en todo esto, él se atraganta con alcohol.

Vuelve tarde, cuando ya no hay nadie en casa y su padre farfulla incoherencias acerca de un cabo de primera de nombre Sandoval.

El Sonidista se sienta en su sillón de cintas elásticas, estira las piernas sobre el colchón junto a los pies de su padre y se queda dormido, mientras el vecino ronca y continúan los balbuceos sobre el servicio militar.

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La segunda noche el bar está más concurrido: después de todo, es viernes en casi todo el mundo y también en su lugar de nacimiento.

Hoy reconoce algunos rostros y, por alguna razón, recuerda de ellos los datos más extraños y, según su parecer, más desagradables: Fornara, que nunca fue al dentista; Juarez, que exhibía con orgullo un perdigón alojado entre el índice y el pulgar; Langhi, de oficio plomero.

Saluda a la mayoría de ellos con un movimiento de cabeza (no recuerda si los conoce del colegio o de las calles del pueblo, lo que el Sonidista considera más o menos lo mismo) y sigue en lo suyo, acodado en su barra. De vez en cuando consulta su celular: ha creado una cuenta de Facebook para la que se considera incompetente, tan estúpido para compartir posteos simpáticos como serios. Ni hablar de noticias de orden personal. Rara vez se encuentra con alguna novedad y esta no es la excepción.

En el espejo aparece él solo en la punta de la barra y le asombra verse tan entero como en su vida anterior, como si fuera la misma persona. Entonces Langhi deja su grupo y entra él también en su porción de espejo.

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Supo que el Sonidista había llegado a trabajar para el futbol televisado. ¿No es lo más alto a lo que un sonidista puede aspirar? Lo felicita.

¿Cómo es hacer el sonido para los partidos de futbol? A Langhi se le antoja de lo más divertido, al mismo tiempo que significa una gran responsabilidad: él mismo recuerda jugadas memorables menos por la imagen que por el sonido de la patada.

Sabe lo de su padre y dice que lo lamenta.

El Sonidista se lo agradece y, con el solo fin de devolver la gentileza, le pregunta cómo va el negocio de la plomería. A esta altura, por diferentes que hayan sido cada una de sus vidas, hay algo que los hermana: la borrachera. Capaz también la desafección.

La más pura y llana neutralidad.

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Langhi dice que el negocio de la plomería marcha bien aunque él, en realidad, se ha diversificado. Ahora instala fuentes, una nueva moda en el pueblo. De alguna manera esto capta la atención del Sonidista.

Sí, dice Langhi, que se da aires de importancia como advirtiendo que él también ha llegado lejos.

En el pueblo hay suficiente dinero como para que cada uno construya su propia fuente, y además, en su opinión, la de Langhi, decora muy bien los jardines.

Mirá, dice el Sonidista.

El motivo depende del cliente. Las hay de animales, de estatuas mancas, de lajas, etc.

Finalmente se produce un silencio y el Sonidista llama al barman para pagar las bebidas. 

Vamos, dice Langhi.

El Sonidista ya está parado, de cara a la puerta y guardando su billetera en el bolsillo trasero.

Estoy en mi auto, dice Langhi. Te muestro mis fuentes.

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Han visto una fuente exageradamente grande en un patio delantero, otra que emula un bebedero para pájaros y una tercera zigzagueante y en caída, como abriéndose paso por un bosque cubierto de musgo. Esta última le recuerda al Sonidista sus ganas de mear y ambos lo hacen codo a codo detrás de un macizo de calas.

Para el camino compraron una petaca de Criadores que ha quedado chica y que ahora, con la marcha, se agita entre los rieles del asiento del copiloto en el auto de Langhi. No hace falta tomar una curva para que la petaca se ponga a sonar: el auto de Langhi es uno de esos que se agitan todo el tiempo.

Disculpame, dice el Sonidista, que no recuerda el nombre de Langhi y que prefiere no llamarlo por su apellido.

Tengo que ir volviendo. El enfermero me espera para irse, miente.

Claro, dice Langhi con cara de ocasión, pero no se separa del camino por el que avanzan, una camino que, a esta altura, es más parecido a una ruta que a una calle.

La última y te llevo, dice Langhi.

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La última fuente está inactiva, al interior de una cerca de arbustos que lleva al frente un cartel de “se vende”, y al Sonidista le resulta más atractiva que las anteriores. 

El agua de la pileta se ha puesto oscura y él es capaz de escuchar el sonido de los insectos que se estrellan contra esa película de agua. Le parece el sonido más agradable que ha escuchado desde su llegada.

Langhi cuenta que construyó la fuente de acuerdo al modelo exigido por el dueño, un amigo de toda la vida.

Una Venus agarrándose los faldones de la toga, dice Langhi y el Sonidista se pregunta cuándo se callará.

Era para celebrar el amor, agrega, pero se fue de casa antes de verla en funcionamiento. Jaja. Quedó la mujer a cargo. De la fuente y de un nene chiquito.

Hay grillos, por supuesto, y, por el modo en que las carcasas pegan contra el piso y las paredes, el Sonidista calcula también cascarudos y cucarachas de agua.

 Sencillita pero linda, dice Langhi y el Sonidista asiente justo cuando se prende la luz del patio y se abre la puerta. Ambos agachan la cabeza por debajo de los arbustos.

Después, el Sonidista dice:

Clara.

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Una vez en casa, extrae un VHS del compartimento bajo del ropero de su antigua habitación, en la que no duerme desde que era adolescente. Despliega el sillón junto a su padre (que esta noche sonríe cada tanto aunque en silencio) y le da play a la casetera.

Su arrogancia es evidente, a la manera clásica de un chico de 17 años: lucha porque se note su indiferencia, no quiere que se lo vea sin un cigarrillo en la boca, renuncia a participar de los juegos que proponen los coordinadores. El fondo de montañas nevadas es permanente, los días son claros pero la luz del sol parece bajar desde muy lejos, y todos los chicos del curso están abrigados hasta el mentón.

Entonces la ve, mientras la cámara se pasea por una larga mesa en el interior de una cabaña. El Sonidista fuma en un extremo del banco y tiene la vista puesta en el paisaje, de espaldas a la cámara. Y no muy lejos, ella, Clara, lo está mirando.

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Al contrario de las veces anteriores, la tercera noche en el bar lleva la cabeza en alto, atento a su entorno.

Cuando Langhi aparece, el Sonidista se le une de inmediato y le propone pagar sus bebidas por esta noche. Pero no en el bar, en el auto. Los amigos de Langhi lo miran.

Esta vez el Sonidista no bebe; ha decidido permanecer fresco para identificar el camino hasta la casa de Clara. Al llegar, le entrega a Langhi la segunda petaca de Criadores: es su parte del trato.

Langhi no entiende por qué el Sonidista prefiere esta fuente en especial, que es de las más chicas. ¿No quisiera visitar otra vez el resto de las fuentes? En su opinión, son esas las que valen.

Esta noche Clara no tarda en aparecer. Viste un desavillé de seda y calza ojotas con tiras plateadas. Fuma y bebe de una taza. 

Es aquí donde Langhi, a pesar de su borrachera, nota el gesto de deslumbramiento en la cara del Sonidista.

Por su parte, el Sonidista, que ha aprendido a calcular también el silencio en torno a los cuerpos, sabe que el silencio de Clara es denso.

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El enfermero le ha dicho que su padre ya no habla, ni desvaríos ni, mucho menos, palabras coherentes.

Así y todo, es muy común en este tipo de casos, explica, que haya un último momento de lucidez, un momento que le permitiría cruzar las últimas palabras con su padre. Hay que estar atentos. Presentes.

El Sonidista piensa que lo mejor es irrumpir en el jardín de Clara mientras ella da uno de sus solitarios paseos nocturnos. Como una aparición.

 

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Y lo hace.

Cuando Clara sale al jardín taza en mano, el Sonidista la llama desde el límite del patio.

El encuentro resulta tal como él lo había esperado: hay un silencio largo tras el cual ella dice el nombre del Sonidista.

Una vez adentro, Clara lo conduce hasta la cocina donde se sientan a la mesa del desayuno. Habla en voz baja (para no despertar a su hijo, supone el Sonidista) y le ofrece algo de beber.

Lo que estés tomando vos, dice el Sonidista y una vez que recibe la taza descubre que es boldo.Se sorprende: por alguna razón pensaba que ella estaría con alcohol. Una sorpresa agradable.

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En el interior de la cocina, Clara dice que se enteró lo de su padre y que lo lamenta.

Gracias, dice el Sonidista, y ella dice que también lo lamenta por él: sabe que atraviesa un momento difícil. 

El Sonidista se conmueve por primera vez desde su regreso. Todavía más: por primera vez desde que todo se fue a pique, se concede la posibilidad de compadecerse de sí mismo.

Cuando están saliendo de la casa, Clara admite que estaba enterada de su presencia en el pueblo y que esperaba verlo.

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La noche siguiente hacen el amor.

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¿Por qué no se vieron antes?

Sin dudas, el Sonidista fue el responsable. Él es el primero en admitirlo.

Hicieron el amor por primera vez en Bariloche y para ambos, que no eran demasiado dados a socializar, fue un romance intenso que duró lo mismo que el viaje. De vuelta en el pueblo, él se dedicó a planear sus estudios en la ciudad y ella no insistió demasiado.

Pensé en vos, dice ella, y agrega que, siendo de los dos quien se quedó en el pueblo, no tenía demasiada opción. 

De haberme ido, las cosas hubieran sido diferentes.

No te creas, dice el Sonidista, yo también pensé en vos.

Y aunque no es del todo cierto, él entiende que una parte importante de su historia (el cierre de su adolescencia y, por lo tanto, el primer capítulo de su juventud) estuvo determinada por su breve amorío con Clara.

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Cuando Clara se duerme, el Sonidista se pone de pie y camina hasta el baño.

Pero una vez de vuelta en el pasillo, con el agua del inodoro todavía bajando por las cañerías de la casa, el Sonidista avanza en dirección contraria de la habitación.

No hay cuadros ni adornos en la casa, tampoco fotos que le permitan conocer el aspecto de la familia. Por cargadas que parezcan, las cajas que cubren una buena parte del pasillo no alcanzan a absorver el sonido de los pasos tal como lo haría una casa amueblada. En un sentido sonoro, el abandono tiene su nota propia. 

También la respiración del hijo aparece contagiada por el mismo espíritu. En la oscuridad de la noche, apenas iluminado por los faros de los autos que pasan a toda velocidad, el Sonidista está a un paso de conocer a quien pudo ser su hijo.

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Al día siguiente le da fuego a la pava y, mientras siente cómo el aroma del café invade el espacio, pone algo de orden en la cocina. Enjuaga los vasos y las tasas que están ahí desde el día de su llegada, y repasa las hormigas de la mesada con el trapo de la vajilla; las hormigas que caminaban bajo la parrilla de la cocina mueren incineradas por el fuego de la hornalla.

Antes de tenerlo frente a la puerta, marca el número en su celular y releva al enfermero del primer turno: esta mañana será el Sonidista quien se haga cargo de su padre.

Hace tiempo que no se levantaba temprano y lo conmueve escuchar otra vez la belleza de los sonidos matutinos: el agua vertida en la pava y después en la taza, y entre una cosa y otra, la compañía del fuego bajo y constante (y, en sus oídos, circular) de la hornalla.

Lleva dos tazas de café a la habitación, como si su padre estuviera todavía en condiciones de beber y como si una vez más pudieran charlar del modo en que solían hacerlo.

A la hora de encontrarse, ninguno de ellos daba demasiado por lo que podía llegar a suceder. Pero faltaba que pusieran una taza frente a ellos para que la conversación fluyera, aunque fuera sobre los temas de siempre: el trabajo, la vocación, las mujeres, la madre.

El Sonidista acaricia la cabellera gris de su padre durante un rato imposible de medir. Después lo higieniza y se acerca con la taza de su padre a la ventana.

¿Sería capaz de vivir allí? ¿Por qué no? Si tiene en cuenta cómo han ido las cosas, es algo perfectamente posible.

Cuando da un sorbo al café de su padre lo encuentra infinitamente frío.

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No hay luces encendidas en casa de Clara esta noche.

El Sonidista espera que ella le salga al encuentro como las dos noches anteriores. Pero al cabo de una hora nada se mueve de su lugar, ni siquiera –y el Sonidista lo sabe muy bien– el silencio, a no ser por los autos que surcan la ruta y que despiden desde sus ruedas el ruido cortante de agua pisada a toda velocidad.

El Sonidista corre a guarecerse bajo los aleros de la casa y, una vez ahí, echa un vistazo al interior. En la cocina ya no está la heladera donde anoche terminó, en la luz, su recorrido nocturno.

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Una vez en el interior –ha entrado por la ventana de la que se llevaron también la tela mosquitera– se encuentra con que faltan el secaplatos, las sillas y la mesa: se han llevado a otra parte el crujido histórico de la madera producto del peso de diez mil comidas.

Lo mismo con el resto de la casa. En el lugar donde estaba la cama matrimonial, donde pasaron la noche, hay un cuadrado exacto de parquet más opaco. Sus propios pasos en el pasillo le parecen evidentes, vigilados.

Esta vez se atreve a entrar al cuarto donde anoche respiraba el niño.

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Camina de regreso al pueblo, bajo la lluvia y junto a la ruta.

Las casas que aparecen a los costados y que se estrechan una a la otra en la medida que el pueblo se acerca, están perfectamente habitadas, con sus luces delanteras encendidas y los autos detenidos en las rampas de garaje.

¿Qué posibilidades hay de que Clara habite ahora alguna de estas casas? Ninguna, piensa el Sonidista. Nadie en su sano juicio se mudaría, una vez que decidiera hacerlo, dentro de este mismo pueblo.

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Acodado en la barra de siempre, pide una medida de vodka. La bebida llega rápido pero antes de que él consiga hacerla suya, un brazo se interpone y pesca el pequeño vaso: Fornara, el hombre del perdigón en la mano. Él y sus amigos, entre ellos Langhi, lo rodean.

El Sonidista ordena una segunda medida y, al comprobar que ocurre lo mismo, pide dos medidas a la vez. Pero Fornara no es un hombre sensible a las sutilezas; se adueña de ambos vasos al mismo tiempo.

A todo esto suena su celular: es el enfermero, avisa por mensaje que ha llegado el momento; su padre está lúcido y espera a verlo. Quiere despedirse.

Fornara entiende la consulta al celular como la última ofensa del Sonidista y hace lo que tenía pensado hacer desde un principio: lo toma por la ropa como si se tratara de un cachorro y lo arrastra hasta la puerta. 

De camino a la salida, el Sonidista ha alcanzado a escuchar unas pocas palabras: quién te crees, mi mujer, garca.

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Si al menos le hubieran pegado, ahora se sentiría vacío. O colmado. 

En lugar de eso, apenas lo desarreglaron. Arrancaron unos botones de su camisa y dañaron su saco entre los omóplatos.

Con ese aspecto se despedirá de su padre para siempre. 

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Pero al llegar a casa, el momento ha pasado: su padre perdió otra vez el conocimiento. Respira, aunque no por mucho más. El enfermero se ofrece a quedarse hasta el final pero él prefiere despedirse a solas.

Una vez que no queda nadie más que ellos en toda la casa, el Sonidista busca en su celular la función grabador. No es lo que se dice el equipamiento ideal, pero servirá para registrar el momento.

Y sucede así: se escucha la respiración de su padre, agitada al ritmo de sus últimos latidos; un momento después se hace patente su propia respiración, con mayor claridad aunque algo turbia todavía, con los ronquidos del vecino de fondo; sobre el final, sólo él y su respiración.

Otra vez él y su respiración, solos.