Las artes plásticas y las literarias fueron sin duda sacudidas por las alternativas de las Vanguardias que recorrieron las primeras décadas del siglo XX, y consecuente y notoriamente por los aires revolucionarios que cubrían el fértil suelo eslavo. Pero fue el cinematógrafo, como arte naciente, masiva y colectiva, que concitó las expectativas más entusiastas, las teorizaciones más audaces, las ilusiones más inocentes (“Fábrica de sueños”, le llamó Ilya Ehrenburg en el título de un libro fascinado y crítico). También los pedidos y los compromisos, los mandatos del poder para prestar servicios, las presiones, las exclusiones. De todo ello fueron destinatarios y actores los hombres del cine de vanguardia, los más destacados realizadores.

Serguei Eisenstein venía del teatro. Entró en contacto con él en el Ejército Rojo al trabajar como responsable de decorados y como director e intérprete de todo tipo de espectáculos para la tropa. Fue director de escena del Teatro Obrero, y su vocación lo llevó a estudiar dirección en la escuela del Estado, donde desarrolló su personal concepción del arte dramático basada en la mezcla y yuxtaposición de imágenes, cuyo juego y contraste trasladaría después al cine. Heredero y poseedor de una cultura judeo rusa elaborada, manejaba varias lenguas, inglés, francés, alemán, posteriormente el español (fue ferviente admirador y seguidor de El Greco), todo lo cual facilitó su  ascendencia sobre  realizadores rusos, europeos y también, reconocidamente,  de Hollywood, ser respetado en la jerarquía cultural, resistir a los primeros embates del stalinismo, y llevar a cabo una obra singular y brillante, de trascendencia universal. Había nacido en 1898. Su primera gran obra es ciertamente precoz, de 1924, La Huelga, y en 1925 realiza su obra mayor (algunos críticos sostienen que no es esta sino Iván el terrible) considerada uno de los mejores films de todos los tiempos, El acorazado Potemkin. Sus principales innovaciones radican en el montaje: lleva a cabo una verdadera revolución en ese campo (“Una idea que surge de la colisión dialéctica entre otras dos, independientes la una de la otra”), así como en el de las fotografías desenfocadas y en el de las plataformas móviles, que tendrán efectos siempre. 

Vsevolod Ilarionovich Pudovkin, director, actor y teórico, se dedicó al cine tras abandonar sus estudios en la Facultad de Matemáticas de Moscú a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial, durante la cual fue herido y hecho prisionero. Al volver, se inscribió en los cursos de dirección de la Escuela Estatal de Cinematografía y se inició en la codirección en 1925 con  La fiebre del ajedrez, un cortometraje cómico, y solo, un año más tarde, con La mecánica del cerebro, un documental científico basado en las teorías de Iván Pavlov. Con el largometraje La madre, adaptación de la obra de Máximo Gorki, y con las dos películas posteriores, El fin de San Petersburgo, de 1927, y Tempestad sobre Asia, de 1928, armó una suerte de trilogía gracias a la cual se impuso en la gran época del cine mudo de los veinte, junto con Eisenstein, Vertov y Dovzenko. Al igual que otros, complementó su actividad creativa con una importante producción de textos teóricos y programáticos sobre estética y otros aspectos de la expresión. Se interesó de manera especial en el problema del montaje, de acuerdo con la tendencia de esos años, al que consideraba uno de los elementos específicos del lenguaje del cine. También le preocupó el arte de la interpretación, debido a su experiencia directa como actor en algunas películas: La nueva Babilonia y El cadáver viviente, ambas de 1929, e Iván el Terrible, de 1944. Entre los principales ensayos de Pudovkin se destacan El director y el material cinematográfico (1926), La escenografía (1926) y El actor en la película (1934). Hay diferencias: para Pudovkin el montaje se establecía a priori, es decir, en el guión escrito, mientras Eisenstein lo defendía a posteriori, “sobre la marcha”, utilizado para expresar todos los conflictos mediante el choque de imágenes, dialéctico. El estilo medido de Pudovkin, del que no sobresalen la originalidad ni la profundidad, funcionó con éxito gracias a su seguridad en el manejo de la técnica, a su meticulosidad en la realización. Y a su sabiduría en la elección temática, que le permitía evitar choques con el régimen, a la vez que la ilustración psicológica y la intensificación emotiva. 

Menos conocido en Occidente y con menor repercusión que los anteriores, Dziga Vertov fue un importante realizador, revolucionario de la sociedad y del cine. Estudió música en el conservatorio de Bialystok, donde había nacido en el seno de una familia judía, hasta que esta, huyendo del avance del ejército alemán, se instaló en San Petersburgo, en la que inició la carrera de Medicina y comenzó a escribir, tanto poesía como narraciones satíricas y de ciencia ficción. Es quien va más lejos en sus investigaciones, en sus descubrimientos, en sus reflexiones sobre el nuevo arte. Piensa en el sonido antes de que se impusiera  el cine sonoro. Escuchó o leyó una frase que parece de los futuristas: “Atravesamos una capital con los oídos más atentos que los ojos”, y ello lo llevó a crear en 1916 su Laboratorio del oído, en el que extremó la conciencia de las percepciones acústicas: “Para convencernos de la sorprendente variedad de los ruidos –escribió– citaré el trueno, el viento, las cascadas, los ríos, los arroyos, las hojas, el trote de un caballo que se aleja, los saltos de un carro sobre el camino, la respiración solemne y blanca de una ciudad nocturna, todos los ruidos que hacen los felinos y los animales domésticos, y todos aquellos que la boca del hombre puede emitir sin hablar ni cantar”. Su primera película como director fue El aniversario de la Revolución (1919), seguida de La batalla de Tsaritsyn (1920), El tren Lenin (1921) e Historia de la guerra civil (1922). Es quien dio vuelta el género documental, ensambló fragmentos sin tener en cuenta su continuidad formal, temporal ni lógica, y buscó un efecto poético para seducir al público. 

En 1919, Vértov y otros jóvenes cineastas, crearon un grupo llamado Kinoki (Cine-Ojo). Publicaron varios manifiestos en revistas de vanguardia, desarrollando su teoría (lo que los franceses, décadas después, llamarán Cinéma vérité, evidente herencia aunque con matices). Rechazaban de plano todos los elementos del cine convencional: desde la escritura previa de un guión hasta la utilización de actores profesionales, pasando por el rodaje en estudios, los decorados, la iluminación. Su objetivo era captar la “verdad” cinematográfica, montando fragmentos de actualidad, de forma que permitieran conocer una verdad más profunda que la que percibe el ojo.  Hasta la época del “deshielo” y bien avanzados los ‘60, todo este bullicio y entusiasmo creativos efectivamente se congela, bajo los influjos del Congreso de escritores del ‘34, el informe Zdanov, la estética del realismo socialista… Continuación y final son conocidos, y no es precisamente un happy ending.

* Escritor, docente universitario.