Si nos proponemos una búsqueda rigurosa referida a la utilización de  ciertas palabras, encontraremos que existen rachas lingüísticas, épocas en las que repentinamente un singular universo de ciudadanos se pregunta con y por las mismas palabras: “Este asunto de matar mujeres, ¿qué pasa? ¿Es contagio? ¿Será imitación? Y la pregunta implacable: “¿Ahora hay más o están más visibilizadas?” Digo implacable porque no falta en las entrevistas cuando sabemos muy bien que recién actualmente empezamos a contar con estadísticas oficiales. Y que por lo tanto la comparación no es posible.

Veamos: contagio proviene del latín contagium derivado de tangere; se refería a tocar en Medicina del siglo XVIII. Contacto, influencia, contagio. Ovidio lo mencionaba como la influencia de un alma enferma (corrompida) y Lucrecio hablaba de contagio del delito. Por lo tanto, para aquellos latinos cabría hablar de contagio. Pero actualmente se lo aplica hablando de virus.

Los diccionarios acotan: “Transmisión o adquisición de una enfermedad por contacto con el germen o virus que la produce y también  transmisión de sentimientos, actitudes, simpatías, etc.” Y además, inoculación, infestación. De modo figurativo; influencia perniciosa, complicidad, relación, correspondencia,

La explicación se busca por medio de la “imitación” o copia y no falta quien remite a la identificación. Un sujeto que se identifica con el homicida y mediante el proceso identificatorio, procedería del mismo modo.

¿Cuáles serían las relaciones entre el contagio y el homicidio de mujeres? Los varones violentos ¿se contagian entre sí diseñando un circuito de sujetos contagiosos que se recortarían en el universo masculino para copiarse entre ellos y decidirse por el homicidio de mujeres? Porque si hablamos de contagio, identificaciones, imitaciones y copias tendremos que enlazar a unos con otros y suponer que el homicida Juan se identificó con los homicidas Pedro y Javier (uno u otro según lo que hubiese leído en el diario o mirado en tevé). O quizá sólo le alcanzó con informarse de otros homicidios para ser arrastrado por el mecanismo identificatorio que actuaría más allá de su voluntad; sería una conducta no del todo consciente, y podría ser inconsciente. Por otra parte, si se “contagiaran” de conductas homicidas, el contagio no sería voluntario; es evidente que el verbo contagiar precisa de una tercera instancia que es el factor contagiante, un virus o una mala influencia, siempre de un tercero. Alivio para la responsabilidad del sujeto, constituye una estrategia para concluir que “algo le pasó” al homicida, es una víctima de contagio o de los malos ejemplos. Una joya semántica para neutralizar su responsabilidad.

Para cualquiera de estas palabras la cuestión reside en dejar de lado la decisión autónoma y concreta del varón violento cuando decidió matar. O el virus o la pésima influencia de un tercero que pesaría en el ánimo vulnerable del homicida expuesto o al contagio o a la terceridad. De este modo el femicida queda al margen de lo que constituye el eje de su decisión, que es su deseo de matar que no se le contagia de otros ni lo posiciona como un imitador. 

Mata en tanto y cuando dispone de su deseo de matar, que Freud  analizó en Totem y Tabú: primero existe ese deseo y luego su racionalización. No es el objeto lo que hace –conduce– al deseo de matar, no es esa mujer, sino es el deseo de matar el que encuentra a la mujer que lo pondrá en marcha. No forma parte de la vida instintiva del sujeto, lo adquiere en su vida social en busca de poder, una forma de adquirirlo y gozarlo. Dicho sea de manera simplista y elemental, como intento de lateralizar las asociaciones entre contagios, imitaciones y copias que han puesto en evidencia lo intolerable que resulta asumir lo impredecible, incontrolable, el no saber qué hacer, la infinita dificultad para regular la violencia machista.

Un pensamiento colonizado y determinista insiste en buscar la causa de los femicidios sin que sea posible tranquilizarnos diciendo “¡Ah! ¡era por eso!”

Nuestras víctimas, como las de Ciudad Juárez en México y las de otras latitudes, sostienen las pautas de la necropolítica en la dimensión específica de los géneros, en este caso de las mujeres. Foucault ya había hablado del biopoder y las situaciones de los Estados que pierden  o disminuyen la gestión de la sociabilidad, que hoy en día Mbembe analiza como fenómeno africano y que incluye el poder coactivo cuya médula se enraiza en el deseo de matar. Si bien la comparación puede resultar una extensión ilícita de la necropolítica, la selectividad de estos femicidios la tornan asociable a las persecusiones que se ejecutan en determinados Estados ya que no se trata de homicidios habituales sino  enlazados con la condición genérica de las mujeres.

Las sobrevivientes

Escribí reiteradamente en PáginaI12 contando cómo trabajamos en el Programa Las Víctimas contra las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. La víctima o un vecino nos llama al número 137 y concurrimos a buscarla (un policía, una trabajadora social y una psicóloga) a su domicilio o donde se encuentre y la conducimos a realizar la denuncia por la violencia padecida. Hace diez años escuchamos, durante horas, las narraciones de víctimas de violencia familiar. Expongo entonces, uno de los historiales que sirve para pensar si se puede hablar de contagio o equivalentes o empezar a pensar desde otros ángulos el proceso machista que tenemos delante. Reproduzco –con alguna modificación por discreción profesional– los dichos de una mujer. Que no es única, sino que la selecciono por su redundancia: “Me pegó con un arma en la cabeza, me seguía gritando… quiso ahorcarme… le grité al nene (seis años) que corriese a buscar ayuda… Entonces él me disparó en el estómago pero no salió el tiro… volvió a tirar, se le trabó el arma y yo me escapé… Lo que pasa es que le prohiben que vuelva, lo excluyen por la denuncia, pero siempre  vuelve.”  

Más allá de todo cuanto se podría pensar acerca de estos historiales, este sujeto ¿es un femicida? No, porque no la mató. ¿Disponía de deseo de matar? Sí, dos veces gatilló el arma y la bala no respondió. Continuará viviendo con esta mujer o con otra, según sea su condena (lo que se logre). Así se organizará su nueva vida como parte de una necropolítica que, para superarse, precisaría pautas sociopolíticas, estatales, ejercicio de la justicia y la protección integral de la víctima destinada a prever lo que como podemos verificar ha sido anticipado.

Inútil es la indignación de quien lea. Sucede de este modo y no es el tema del artículo, sino la pregunta : ¿cómo se contagian estos violentos? ¿De quién? ¿Con quién se identifica cuando gatilla dos veces sobre su víctima? ¿A quién imita? 

Si entendemos cómo funciona en algunas oportunidades el prefemicidio, habremos comprendido hasta dónde es pertinente pensar en contagios, o imitaciones: escuchar a las víctimas nos torna furiosas contra lo repetido, y nos reclama prudencia al buscar las causas y nombres para aquello que nos aplasta por ser impredecible, quizá meticulosamente anunciado.