La Primera Guerra Mundial destrozaba Europa y los Borges se refugiaron en Ginebra. Habían llegado a Suiza buscando una cura para Jorge Guillermo, el papá, que se estaba quedando ciego. El hombre sentía desvanecer sus ilusiones literarias; entonces apuraba páginas sobre la Realidad, la Vida, el Yo, la Justicia. Corría 1917 y las hojas se acumulaban detrás de un título tentativo: La senda. Nunca más se supo de esa obra. Hasta que hace unos meses llegó una noticia que dejó en vilo a muchos borgianos. La saga cruza literatura, ceguera y silencios. Terminada la guerra, el señor Borjes –así solía firmar– publicó El caudillo (1921), una novela que su hijo Jorge Luis mencionaría varias veces a lo largo de su carrera. Pero parece que nunca dijo nada de La senda. ¿Qué decían esas líneas? Los motivos de la omisión eran difíciles de averiguar. El texto era inhallable.

Sin embargo, el azar tiene caprichos. Casi un siglo después de que Jorge Guillermo Borges escribiera aquel ensayo filosófico, se corrió la voz de que en los Estados Unidos había una copia del original, y que se estaba por publicar en una edición de la Universidad de Pittsburg. Daniel Balderston, director del Borges Center que funciona en aquella institución, confirma el hallazgo: “Se trata de la fotocopia de una fotocopia que me llegó mientras estaba haciendo una investigación para un libro que se llamará How Borges wrote (‘Cómo escribía Borges’)”, revela.

El académico desliza un testimonio digno de una novela de espías. Pone en escena a Donald Yates, primer traductor de la obra borgiana al habla inglesa y uno de sus más respetados analistas. Resulta que a fines de los ‘60, Yates estaba en Buenos Aires para preparar una biografía sobre Jorge Luis. Entre charla y charla, se enteró de que Leonor Acevedo –la madre de Georgie– guardaba páginas de Jorge Guillermo, su marido. Yates se las rebuscó para hacer una copia de La senda antes de volverse a Estados Unidos. Así salvó un texto cuyo original se cree perdido. 

Por cierto, no se sabe si esa “desaparición” del original es fruto de la casualidad. Jorge Luis Borges hablaba de su padre, mencionaba sus poemas, ponderaba sus traducciones y la novela El caudillo, pero de esta colección de disquisiciones filosóficas nunca dijo nada. Es raro, por lo menos. 

Tres tigres

“El tono de Jorge Guillermo es solemne. Un tono que no encontramos a menudo en Jorge Luis ni en Macedonio Fernández”, observa el profesor Balderston. La triple mención no es fortuita. La lectura de La senda revela un fuerte lazo entre el Borges padre, el hijo y el espíritu macedoniano. “Todo esto viene a confirmar que había algo más que una mera amistad de los Borges con Macedonio”, sigue Balderston. “Quizás había un proyecto común que tenía que ver con cierta idea de la autonomía del individuo, del cambio social, de escepticismo con respecto al Estado. Eso sí, hay una cosa que falta en Jorge Guillermo, y que sí está en Macedonio y en Jorge Luis: el humor”. No hay risa en los párrafos de La senda. Este Borges no tiene la chispa del hijo. Tampoco da cabida a los giros coloquiales. “Pasa que en 1917 todavía no se escribía en argentino –detalla Balderston–. Los escritores de prestigio de la época no marcaban mucho el vocabulario local. Eso había pasado de moda con la decadencia de la gauchesca”.

Rigideces aparte, Jorge Guillermo se entrevé como un hombre de mundo, un librepensador que en ocasiones se dejaba arrastrar por las mareas de la sensualidad. En algunos retratos sale fachero, con aires de dandy. Y hay quien ha sugerido que era un poquito calavera, aunque otros sostienen que no era así, que tuvo un matrimonio feliz y que hasta el final de sus días Doña Leonor fue capaz de recitar de memoria los poemas de su Jorge.

Por supuesto, nada de eso explica por qué publicó El caudillo y no La senda. Según Balderston, puede haber tenido que ver con que La senda no encontró su estructura definitiva: “El caudillo sí agarra una forma, la forma clásica de la novela rural argentina, con su saldo melodramático inclusive. En este otro trabajo tenemos una situación diferente. Jorge Guillermo escribió a máquina, pero corrigió a mano e hizo muchas inserciones en las hojas, sin hacer jamás una nueva versión. Es decir que en algún momento se desalentó”. Antes, de todos modos, alcanzó a mostrarle el proyecto a Macedonio, que anotó un único comentario donde resaltó la expresión “pudor de optimismo”. “(La frase) tiene la fuerza de una idea de Nietzsche. Vale por todo el libro”, apuntó con acidez el amigo.

El peso de una sonrisa

Salvo por el machismo que salpica algunos tramos, las opiniones que se leen en La senda podrían ser las de un autor actual. La edición de Pittsburg se completa con dos poemas –uno de ellos se titula “Momentos”, aunque este sí es auténtico, no como el que le atribuyeron a Jorge Luis–, más una traducción al castellano del Rubáiyát de Omar Jaiyám y algunos textos críticos. En párrafos y versos sopla una anarquía individualista con nubarrones de pesimismo. Da la impresión de que para Jorge Guillermo cada humano está obligado a bancarse la angustia de existir desde la edad de los pañales. “La postura sobre la radical autonomía de los individuos, incluso los niños, podría leerse como una crueldad hacia Jorge Luis –aporta Balderston–; pero también es entendible como un respeto radical a su proyecto de vida”.

En medio hay giros de neto aroma borgiano. Ejemplo: “En los destinos del universo tanto puede pesar una sonrisa como una civilización que se derrumba”. O bien: “La perfección del perdón es el olvido”. Tal vez estas iluminaciones agradaban al hijo. Pero hay más. En sus páginas, el papá de Borges avisa sobre los peligros de ser un literato. Advierte Jorge Guillermo que “cuando el hombre cede su sitio al autor, el público suele escucharse a sí mismo” y por lo tanto “la especie ha reemplazado al individuo con todas sus limitaciones y prejuicios”. Jorge Luis jugó al límite de estas sentencias, y a lo mejor las hizo pedazos.

* La senda puede comprarse online o en la Librería Norte (Las Heras 2225, CABA).


Textual

“No es fácil juzgar de la infancia como quien dice de segunda mano. La ajena, la de los verdaderos chicos, se desenvuelve en un mundo tan distinto al nuestro como es distinto un cuento de Perrault a la metafísica de Kant. La psicología infantil no es una ciencia, ni un arte. Es una simple majadería, y el chico que vislumbramos a través de sus páginas es un ser fantástico como la sota de oros o el rey de bastos, y mucho menos interesante. Si nos es imposible penetrar muy hondo en la selva oscura de nuestras almas, ¿cómo hacerlo en el corazón y la mente de seres cuyo corazón y cuya mente es tan movido y cambiante como la danza de las horas en el teatro del día? Más nos vale acariciarlos, hacerles merced de una sonrisa o de un juguete y quererlos mucho, mucho. Mejor para ellos si son como pretenden algunos observadores perfectamente amorales, si son tan inconscientes del bien como del mal. La conciencia que nosotros tenemos del valor de nuestros actos no nos libra de ejecutarlos. El árbol del saber da un fruto amargo. No nos preocupemos tampoco demasiado por su educación. En esta materia como en muchas otras un poco de prudente negligencia es salvadora; no olvidemos que la mano que corrige y guía puede también deformar, y dejemos que nuestros hijos nos eduquen: en el cambio recíproco de influencias la del hijo sobre el padre es la mayor. La labor nuestra ha de ser en el mundo que habitarán mañana. Pongamos nuestra casa en orden, será la suya, limpiémosla, hagámosla más cómoda y hermosa y habremos cumplido con nuestro deber”.

(Extracto de La senda. Se ha mantenido la puntuación del original.)


 La ficha

Jorge Guillermo Borges nació en Paraná (Entre Ríos) el 24 de febrero de 1874. Era hijo de una británica llamada Fanny Haslam y de un coronel del ejército argentino, Francisco Borges. Cuenta la mitología familiar que Francisco se suicidó corriendo de frente hacia las balas enemigas en la batalla de La Verde, dejando a Fanny sola y a cargo de dos niños. En la casa de la viuda Haslam de Borges se hablaba inglés y se respiraba una amalgama entre lo criollo y lo anglosajón. Ya adolescente, Jorge Guillermo estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego se dedicó al Derecho. En la universidad se vinculó con un grupo de estudiantes que incluía a Macedonio Fernández, Juan B. Justo, José Ingenieros y Leopoldo Lugones. De yapa, sus andanzas por Palermo le granjearían la amistad de Evaristo Carriego.

El 1 de octubre de 1898 Jorge Guillermo se casó con Leonor Acevedo. Al año siguiente nació el hijo mayor, Jorge Luis; luego vendría Norah. El papá se ganaba la vida como abogado y daba clases de psicología. Pero la vista no lo acompañaba. Buscando algún tratamiento médico que aliviara el problema, la familia se trasladó a Ginebra en 1914 y recién se reestablecería en Buenos Aires en 1924. Para el joven Jorge Luis, este regreso fue una revelación. En cambio, la carrera literaria de Jorge Guillermo marchaba hacia el ocaso. A fines de 1937 sufrió un derrame cerebral y murió al año siguiente, dejando, no obstante, una obra que gravitaría sobre el hijo. “Mi padre me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no solo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música”, diría Jorge Luis más tarde.