En la historia del rock argentino, durante muchos años la palabra “independencia” apareció asociada a dos ejemplos si no únicos, al menos bien resonantes. Uno fue la experiencia impulsada por el clan de Donvi Vitale, MIA (Músicos Independientes Argentinos), una cocina creativa donde la guía era, desde el mismo título, la necesidad de los músicos antes que las reglas del mercado. El otro fue Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, que llevaron su porfía de principio a fin, aun cuando una industria por demás interesada en invertir y difundir el género rock intentó varias veces atraerlos bajo su paraguas. Durante mucho tiempo, la independencia fue una rareza, una excentricidad: cuando la Guerra de Malvinas incluyó la directiva militar de eliminar todo “cantable” en inglés de las difusoras de radio y TV, los programadores se encontraron con una exigua cantidad de grabaciones de ese género que se movía por los márgenes. Los sellos –especialmente CBS, pero también EMI– contrataron, grabaron y difundieron en masa al rock. En un momento en que el mainstream invertía a manos llenas, ser independiente era la elección de unos pocos.
Es ocioso decirlo pero ahí va: en 35 años, las cosas han cambiado un poco.
Sería demasiado largo resumir aquí los devenires de la industria discográfica (aunque es un lindo pincelazo apuntar que CBS es ahora Sony Music y EMI ya no existe y fue absorbida por Universal), el modo en que luchó con la piratería y el advenimiento del negocio digital, que modificó radicalmente la gestión musical. Lo destacable es que en el pozo profundo de la crisis a los sellos no les quedó más remedio que cerrar la canilla, apostar solo a lo seguro, aquello que garantizara la recuperación de lo invertido. Sin el soporte de una industria cazatalentos, las nuevas generaciones de músicos pasaron de la elección a la obligación: la independencia se convirtió casi en el único camino. Las herramientas de grabación y difusión del nuevo siglo permitieron el acceso a formas propias de desarrollo. La devastación que significó República Cromañón aguzó aún más la inventiva necesaria para garantizar la continuidad del movimiento. Abundaron las zozobras, pero el movimiento continuó.
La parrafada es necesaria para entender el contexto de todo lo que sigue. Hay una Argentina nostálgica y algo reaccionaria que da por cierta la teoría de que nada será igual a las épocas doradas del rock argentino. Sostenida incluso por algunos exponentes de la vieja guardia –pocos pero insistentes–, esa visión se niega a aceptar que la escena actual es tan potente y diversa como la de otros tiempos, pero que eso no resulta tan visible por esas cuestiones del contexto. El rock no es el género más popular de este país: quien quiera llenar salas rápidamente deberá buscar por el lado de la cumbia, el pop edulcorado para las masas o el pulso latino autotuneado. Tampoco es el más difundido, más allá de los artistas que se mueven en el mainstream. Su venta de entradas compite con megafestivales y artistas extranjeros carísimos, amén de una situación económica en picada. Pero concluir por ello que “no pasa nada” en el género nacido con Los Gatos es de una pereza, una ceguera y una sordera llamativas.
Lo saben quienes se habilitaron a ejercitar la curiosidad durante el año que termina hoy: el rock argentino independiente vive un momento de oro. Empiezan a aparecer emergentes que llaman la atención, que salen del ghetto, que cosechan el producto de años de esperanzada apuesta, de paciente porfía, de prepotencia de trabajo, de aprendizaje sobre cómo gestionar el proyecto, trabajarlo a la escala posible. Los músicos debieron aprender un poco de todo más allá de la actividad netamente musical, pero en ello descubrieron formas efectivas. Sigue siendo difícil vivir de la música, pero se puede sostener una carrera sin el obligatorio auxilio (y sin perder la generosa tajada) de los popes de la industria.
Aquellos que se estacionan en el nostálgico discurso de los grandes valores perdidos, que gustan de atesorar solo recuerdos de las páginas de historia, deberían –al decir del Indio– mover un poco el culito, saltar el limitado recorte que ofrecen los medios de difusión mainstream y salir a vivir el rock argento de la segunda década, rebosante de propuestas estilísticas diversas y artistas con los pies bien plantados, grandes canciones y mejores conciertos. Como se verá a continuación, 2017 fue especialmente generoso.
Parlantes al rojo vivo
Una de las cosas que caracteriza a este rock es la presencia de exponentes con eso tan difícil de conseguir cuando se pertenece a un movimiento con más de 40 años de historia: una identidad propia e inconfundible. Lejos del adocenamiento y monotemática de tiempos no tan lejanos, la sensación de que ellos y solo ellos pueden sonar así y tocar esas canciones. Pero hay que comenzar por algunos nombres que encarnaron lo más potente de la escena. Este año fue especialmente fructífero para Acorazado Potemkin, una de las propuestas esenciales de esta era, que tuvo su primer Niceto lleno y lo premió con un show inolvidable. Con sus discos Mugre y Remolino, con un incansable trajín en vivo que les forjó una performance arrasadora y un público fiel, el trío de Juan Pablo Fernández, Federico Ghazarossian y Lulo Esaín editó un tercer álbum formidable. Labios del Río, plasmado otra vez junto a un aliado tan experto en cuestiones de sonido como Mariano “Manza” Esain, reconfirmó todo lo bueno que ya se conocía de la banda y a la vez tanteó nuevos horizontes, un recorrido donde la fiereza de “El rosarino” o “Roto y descosido” se dan la mano con la sutileza y el lirismo de “Las cajas” o “Sopa de alambre”. Temas que además no eluden la referencia social: si en el disco anterior “El pan del facho” cobró estatura de himno para estos tiempos de Estado militarizado, en este el grito de “Tiros al aire, tiros a la pared” de “Santo Tomé” enciende el ánimo.
Por allí también transita el espíritu de Pelea al horror, el otro disco imprescindible de la temporada. Pez lleva veinte años eludiendo toda excusa y sacando un disco tras otro, trepándose a escenarios sin descanso y mutando de formación sin dejar de exhibir sus marcas de identidad. La tapa de Rock nacional también había sido un preanuncio de estos tiempos, su nuevo disco es un manifiesto que de todos modos no abandona lo principal, la música. Ariel Sanzo, Fósforo García, Franco Salvador y Juan Ravioli mostraron músculo y delicadeza, y sus ceremonias en vivo –con un gran cierre de año en Vorterix– fueron un conmovedor ida y vuelta con un público que les profesa amor, respeto y agradecimiento. Y como si eso fuera poco, el grupo cruzó armas con Litto Nebbia en Rodar, un fértil cruce que demuestra que no todos los rockeros de la vieja guardia se blindan ante lo nuevo.
Como las apreciaciones también se manejan con números y no solo con méritos artísticos, este año hubo dos bandas que obligaron hasta al más remilgado a reconocer que algo fuerte se coció en esa escena independiente para algunos invisible. A casi quince años de sus inicios en la siempre atractiva ciudad de La Plata, El Mató a un Policía Motorizado llenó el escenario techado del BUE y arrasó en las encuestas con La síntesis O’Konor, un disco en el que también contó con un cráneo del sonido como Eduardo Bergallo para plasmar canciones que pueden tener la intensidad de “Ahora imagino cosas” y “Las luces” o la relajación de “Alguien que lo merece” y “Excalibur”. Por su lado, Los Espíritus volvieron a dejar claro que siempre fueron más que la gracia de “Lo echaron del bar”, con un disco notable –Agua ardiente– y el salto a la popularidad que significó su show en el Malvinas Argentinas.
Pero lo dificultoso y satisfactorio de este recuento es que el asunto está lejos de agotarse en ese puñadito de ejemplos. Algunos nombres que son contraseña conocida para los habitués de la escena quizá no editaron material, pero estuvieron lejos de quedarse quietos y están en etapa de incubación. El Perrodiablo ya da los últimos toques al sucesor de Cacería, aunque su impronta quedó bien plasmada en la salvaje versión de “Todo un palo” incluida en el tributo redondista El futuro llegó hace rato; los cordobeses Sur Oculto, una de las propuestas más rupturistas de la tierra del cuarteto (batería, bajo y órgano Hammond en furiosa combustión) también redondean la grabación de un nuevo disco, al igual que ese otro proyecto felizmente inclasificable motorizado por Zelmar Garín bajo el nombre de Gualicho Turbio; Las Bodas Químicas solo editó un single con versiones deformadas de “Camaleón”, de su notable disco Juguete de Troya, pero se dedicó a calentar escenarios con una performance avasallante e imperdible si se quiere dar testimonio de qué significa dejar la piel tocando rock.
Y hay más, claro que hay más. Manza no es solo ese productor que sabe sacar lo mejor de cada artista con el que trabaja: Valle de Muñecas, otra banda veterana de la escena, despidió el año con el single en vinilo que rescata “Dejadez” (grabado originariamente en Flopa Manza Minimal) y una nueva versión de “Tormentas” (de Folk, 2007), mientras prepara un EP de corte punk y sigue conmoviendo todo escenario que ocupa con esas canciones tan guitarreras y potentes como sensibles y emotivas. Además de preparar el regreso de Me Darás Mil Hijos (tocarán el 18 de febrero en Niceto), Mariano Fernández Bussy impulsó otro buen vehículo para sus canciones con Ó. El rock valvular tuvo su altar en Las Diferencias (que lanzaron Al borde del filo), los instrumentalmente demoledores Poseidótica y Fútbol, otra de esas bandas de apuesta audaz coronada por todo lo alto tanto en vivo como con Favio, con el mismísimo Leonardo en tapa y adentro el guitarrista Juan Pablo Gambarini (que por estos días graba algunas canciones en plan solista), el violinista Federico Terranova y el baterista y cantante Santiago Douton demoliendo paredes. Científicos del Palo se animó al desafío de explicar el peronismo a través de las canciones de Justicialista Vol. 1. Bestia Bebé redujo sus alusiones futboleras pero no sus ambiciones en Las pruebas destructivas y Los Reyes del Falsete invitaron a mover los pies con Lo que nos junta, mientras que los energéticos Placard dieron una tremenda muestra de fortaleza anímica: cuando desvalijaron su sala de ensayo y se llevaron la computadora donde descansaba su nuevo disco, una legión de amigos unió esfuerzos para que lo regrabaran. Así nació El disco robado, otro álbum cosecha 2017 a tener muy en cuenta.
Solos bien se lamen
Aunque los esfuerzos grupales permiten repartir responsabilidades, tareas y roles para sostener el proyecto, la escena independiente abunda también en solistas. Que, como es natural, cuentan con aliados y colaboradores en la aventura; pero se arriesgan a salir al ruedo con su nombre al frente, a asumir con sus espaldas todo lo bueno y todo lo malo que el destino les depare. Nahuel Briones supo hacer un laboratorio de sí mismo, experimentando con diferentes formatos para envasar sus canciones, al punto que su disco de este año hizo patente la dualidad con el título Guerrera / Soldado. Acompañado de un llamativo libro ilustrado, el disco flota entre instrumentos analógicos y pulsos tecnológicos, y entrega un puñado de canciones tan memorables como la frase emblema de “Sailor Moon”, tan apropiada para estos tiempos: “Quiero que seas feliz / sé libre / sé lo que quieras / menos policía, menos policía, por favor”. Briones integró también un proyecto de una de las valkirias incansables de la escena, Paula Maffía, que junto a Lucy Patané le dio forma a Maffía & Sons. Con una voz que tanto puede estremecer como acariciar, la cantante y guitarrista hizo gala de un multitasking admirable, sosteniendo también a Paula Maffía Orgía (y las bellas canciones de Ojos que ladran), Boca de Buzón, presentaciones como las que hizo en El Mandril junto a Rosario Bléfari y Flopa Lestani –esa enorme artesana de canciones–, su participación en la orquesta de señoritas Las Taradas y sigue la cuenta.
Si de mujeres empoderadas se habla, 2017 también incluyó un cambio de rumbos para Carolina Pacheco, que no solo dejó el “Señorita Carolina” de discos anteriores sino que además se puso a experimentar con lo electrónico –y bien– en Hacia la hoguera. Cam Beszkin, capaz de desatar un vendaval con su dúo de guitarra y batería, se puso a deformar canciones con el delicioso EP Alien Vol. 1. Andrea Alvarez no editó material –aunque se hayan abaratado las herramientas, no es fácil para el independiente sostener un ritmo constante de grabación–, pero su Lo dejamos venir de 2016 tuvo una nominación al Grammy este año, ella siguió agitando en el escenario y, dato nada menor, ejerciendo una tarea docente que asegura futuras bateristas y percusionistas de armas tomar. Mariana Päraway, representante de una fértil escena mendocina, no solo lanzó un disco delicioso –La flecha– y lo presentó con un gran show en La Tangente, además hizo contrastar el terciopelo de su voz con las rugosidades de Potemkin en “Flying saucers”. Otra de las invitadas del disco del Acorazado (también nativa de Mendoza), Elbi Olalla, impactó con los rumbos instrumentales de Altertango en Radiotango: un 2x4 poderoso y desatado de los dogmas que demuestra que el género ya no tiene ni rastros de olor a naftalina. Y Natalia “Poli” Politano siguió brillando al frente de Sr. Tomate, banda de la cual se espera pronto un sucesor de Augurio...
En el camarín de caballeros, en tanto, esta temporada rebotaron fuerte los nombres de dos pibes de 22 años que desde los márgenes encontraron rápidamente la atención del público. Uno fue el mendocino Luca Bocci (¿qué está bajando con el aire de montaña últimamente en Cuyo, que también da propuestas como Usted señálemelo y Perras on the Beach?), que primero subió un par de canciones y luego el disco Ahora a Bandcamp, y terminó enfrentado a una sala Caras y Caretas San Telmo llena. El otro fue Jaime James, quien bajo el seudónimo de Louta y con temas tan entradores como “Félix” –y su genial video– tuvo noches recordables en Niceto, donde tanto podía cantar sentado en una silla como salir a rebotar entre el público dentro de una gran pelota transparente. Igual de destacable fue la noche palermitana en la que Ramiro Abrevaya presentó Luma, disco editado solo en formato digital pero imprescindible para estar al tanto de la estantería de los solistas del siglo XXI, que incluyen al camaleónico Leandro Viernes, a Lucio Mantel y a Martín Elizalde. O el show a oscuras en el Teatro Ciego de Abasto con el que Sergio Dawi y Los Estrellados presentaron el disco Jaqueados, donde demuestra que es mucho más que el ex saxofonista de los Redondos. O la emotiva despedida en el Xirgu Espacio Untref de Shaman Herrera, que partió al sur pero encontrará la forma de seguir diseminando sus lisérgicas y hechizantes canciones.
Y hay más, y no queda más que pedir disculpas a los no mencionados: en el tironeo de múltiples opciones, no se puede escuchar todo. Lo bueno es que haya tanto para escuchar.
Mucho por hacer
Entonces, ¿todo es alegría en la escena independiente? ¿El notable momento artístico alcanza para darse por satisfechos y palmearse la espalda en cada encuentro en noches afiebradas en la ciudad? No. Claro que no. Al rock independiente le está faltando lo que a muchos en este país, dinero para alimentar los proyectos, para no sentir que el de esta noche puede ser el último show, para que la cosa no quede en el ghetto, para que lo de El Mató o Los Espíritus no sean casos aislados. Le falta que los medios con llegada a nuevos públicos dejen de asignarle carácter de rareza o de tirarle unas migajas de tiempo de aire, que entiendan que este es un momento de enorme potencia y hay que ayudarlo, sostenerlo y difundirlo... pero sobre todo disfrutarlo. Le falta que sellos como Oui Oui, Laptra, Scatter, Fuego Amigo, Azione Artigianale o Concepto Cero no tengan que estar luchando permanentemente con la amenaza de extinción, que encuentren el modo de acomodarse en esta era digital que, vaya paradoja de los tiempos, ve una lenta retirada del formato físico que no sea vinilo. Le falta que los lugares de música en vivo no vivan bajo la espada de Damocles de un inspector caprichoso que corre el arco todos los días, de un sistema tan poco confiable como el que existía antes de Cromañón, y aún más histérico en su vigilancia sobre el rock. Le falta la tranquilidad de que el Instituto Nacional de la Música y su valioso laburo de apoyo y docencia no sean la próxima presa de los ajustes del Gobierno.
Afortunadamente, hay una mayor camaradería entre los músicos (sin caer en la mirada naif de que no hay cuestiones de ego, pero el espíritu es otro, más colaborativo), una forma colectiva de buscar la persistencia que ha permitido grandes ideas como el FestiPez –que volverá en febrero en el Konex– o el festival Viaje del Agua impulsado por Poseidótica. Desde el mismo periodismo se realizan cosas como el ya legendario Festipulenta –que abrió el año con cuatro fechas inolvidables en el Matienzo y lo cerró honrando su propio espíritu con el especial Nuevas Olas en el espacio Mi Casa, con representantes novísimos de la escena–, los Martes IndieGentes / IndieFuertes en Niceto o (con perdón del autobombo, pero hubo allí grandes shows) el Rebeldes Soñadores y Fugitivos en Vivo en Caras y Caretas.
Sí, al rock independiente le falta de esto y aquello, le abundan los problemas, los debates, los conflictos y desafíos, pero le sobran ganas y recursos a veces rayanos en el milagro. Le sobran canciones y actitud. Le sobran músicos talentosos que resisten a la visión cristalizada y al prejuicio. Le sobran razones para, esta noche, alzar la copa con lo que sea y brindar por este glorioso presente pero también con la frase de un tipo eterno: mañana es mejor.