El cuento por su autor

Pasé el invierno del 2013 en un departamento de 21 metros cuadrados de un 33avo piso, frente al Zhongshan Park de Shanghai. Los primeros diez días llovió sin descanso, y para moverme por el barrio sin mojarme aprendí a circular de manera subterránea, conectando los edificios, los centros comerciales y las plazas de comida con los túneles de los subtes, como hacía todo el mundo. Bastaba con seguir la espalda de alguien en particular unos cinco minutos a paso rápido para terminar en un hormiguero nuevo y desconocido. Cada paseo era una aventura fascinante, y fue en uno de esos recorridos que conocí a la señora Linn, en un centro de masajes. Había centros como ese por todas partes, y el servicio era tan barato que era difícil no abusar de él. La especialidad de la señora Linn era cuello y espalda, y en cuanto estuve lista sobre su silla, sus manos se pusieron en marcha. Pronto encontró mi gran nudo, estaba ahí desde hacía días, quizá por tanta humedad y encierro, quizá porque en mis 21 metros cuadrados no tenía nada parecido a un escritorio, así que hacía días que escribía en la cama, casi acostada. La señora Linn me dio algunas explicaciones y yo le dije en inglés que no le entendía. Entonces otra masajista que trabajaba un poco más allá me tradujo:

–Dice que le va sacar el nudo. Que cierre los ojos y piense en qué cosa quiere que se vaya con él.

Pedí mi deseo. Pedí algo sonso y vergonzoso, y siempre me arrepentí de no haberlo pensado un poco mejor. Porque funcionó.

Mi señora Linn se parece mucho a la de esta historia. A veces pienso en ella y no sé que me asusta más, el recuerdo de la inmediata concreción de mi deseo, o el descubrimiento que hice unos meses más tarde cuando, desarmando la valija sobre mi amplio escritorio, me di cuenta de que había perdido su tarjeta.