Hacía mucho tiempo que no pensaba en conejos, por lo general, cuando de animales se trata, pienso en perros, me gustan mucho los perros, tengo varios y los protejo y los quiero. Ese día, sin ir más lejos, tuve mucho cuidado en evitar atropellar a alguno porque fueron varios los que se cruzaron de manera muy imprudente frente a mi auto. Siempre se cruzan, es verdad, pero ese día se cruzaron en mayor número, hasta parecía que hubieran querido suicidarse. Menos mal que siempre ando muy atento, en particular a los motociclistas y a los perros que, en esto de la imprudencia, se parecen bastante, aunque, la verdad, quiero más a los perros, tengo que confesarlo.
Lo que no podía imaginarme era lo que iba a pasar después, a la tarde, cuando volvía a mi casa. Manejaba tranquilo tratando de relajarme y disfrutar del viaje hasta Funes. Crucé Avellaneda viniendo por 3 de febrero y aminoré un poco la marcha para mirar el edificio de la morgue judicial. Siempre me llama la atención ese edificio aunque, en realidad, más que el edificio lo que me llama la atención es la gente que suele estar en la vereda, amigos o parientes de los muertos, casi con seguridad, algunos fuman solitarios caminando de acá para allá mientras otros, en círculo, formando corrillos conversan en voz baja, tal vez buscando explicación o consuelo mientras esperan a que los llamen para reconocer el cadáver. Esa gente siempre se parece, se parecen más allá de ser ricos o pobres aunque, para ser sinceros, creo que ricos nunca vi. Casi siempre son pobres o de clase media baja. Se parecen no sólo por el modo de vestir sino por su aspecto apesadumbrado, lo que, por supuesto no sería raro teniendo en cuenta la circunstancia en que se encuentran, sino sobre todo por esa apariencia de desorientación y de asombro, ese negar con la cabeza, ese mirar el piso o el cielo o el horizonte como buscando una explicación, una clave, un sentido que pudiera estar escrito en alguna parte del cosmos que, sin embargo, permanece insondable, como es su costumbre. Se debe este parecido, creo, a que la mayoría de los muertos son víctimas de accidentes o de asesinatos o, quizás, de suicidios que han sido catalogados como muerte dudosa y precisan de un estudio científico a fondo para aclarar algunas circunstancias. No son muertes tranquilas, burguesas, de cama de sanatorio o lecho hogareño, no, son muertes especiales, o dudosas, como dije, en algunos casos. Claro que a mí siempre me incomodó esta manera de calificar a esas muertes. ¿Cómo dudosas? ¿Es que hay alguna muerte dudosa? la muerte, por lo general, no deja dudas, es contundente, salvo el caso, claro, de aquel personaje de Poe, el pobre señor Valdemar que, mesmerizado, no acababa de morir y se pudría en vida rogando por alguien que le pusiera fin a esa entrevida o esa entremuerte, esa cosa a la que yo no sabría cómo llamarle, esa cosa espantosa que sufría.
Me sacó de esa reflexión mortuoria el bocinazo del Corsa que venía detrás, el tipo quería pasar, pero yo no tenía espacio para correrme lo suficiente. Aceleré un poquito, a desgano porque quería viajar tranquilo y seguir pensando. De todos modos ese día no había nadie en la vereda de la morgue, así que podía abandonar esos pensamientos filosóficos y ocuparme de cosas más vulgares.
Dos cuadras más allá el tipo de Corsa seguía tocando bocina y acercándoseme cada vez más, ya había decidido cederle el lugar en la próxima esquina, donde tenía espacio suficiente para hacerme a un lado cuando veo, a mi derecha, una mancha blanca que comienza a cruzar la calle. Otro perro, pensé, la puta que los parió, al instante clavé el freno. En ese momento el conejo, porque era un conejo, pasa frente a mi auto saltando como saltan los conejos, con ese andar tan propio de los conejos que en nada se parece al de los perros a pesar de ser tan mamíferos y tan cuadrúpedos como ellos. Veía al bicho levantar el culo cada vez que apoyaba las patas delanteras, bueno, en realidad, no lo vi mucho, apenas un par de saltitos y salió de mi ángulo de visión, pero antes alcancé a distinguir su pelaje blanco y el rosado del interior de sus orejas. Después desapareció oculto por el capot. Miré hacia mi izquierda esperando verlo pasar y alcanzar la vereda opuesta, pero no lo vi. Lo pisé, pensé, aunque si así hubiera sido debería haber sentido el golpe. Me quedé como paralizado. El tipo del Corsa, parado detrás de mí, tocaba bocina como loco pero yo no podía moverme porque me acordaba de Rabito, sí, Rabito, mi conejo de la infancia, el conejo que me había regalado la tía Herminia, la tía rica que tenía campo y criaba conejos. Rabito vivía en el patio de mi casa de la infancia. Siempre recuerdo el día en que murió el tío Federico. Él era nuestro vecino y los patios se comunicaban por el fondo. Ese día muchos de los asistentes al funeral, que en esa época se hacía en la casa del difunto, se dedicaban a correr a Rabito alrededor del aljibe, un entretenimiento de velorio tan inocente como cualquier otro, podríamos decir,pero a mí la escena me angustiaba mucho porque pensaba que de alcanzarlo lo iban a matar. Sin embargo, ese día, Rabito escapó a su destino gracias a la intervención de mi padre.
En esos pensamientos estaba cuando escucho que me golpean la ventanilla, bajo el vidrio y un tipo de mameluco engrasado que, presumo, había salido de un taller que está enfrente, me pregunta con cara de no entender nada: ¿Por qué frenaste? ¿Qué se te cruzó? Un conejo, le digo, ¿un conejo? Sí, fíjate, por favor, ¿lo agarré?, el tipo me clavó la mirada, podía leer la desconfianza en sus párpados entrecerrados, después se corrió un poco hasta el frente del auto, se agachó, espió debajo del motor, levantó la cabeza, desde ahí me volvió a mirar con una mirada oblicua, se acercó otra vez hasta la ventanilla, no, me dijo, no hay nada. Ah, dije yo, sonriendo con cara de disculpa, qué suerte. El del Corsa volvió a arreciar con sus bocinazos. Miré al tipo del taller, bueno, sigo, dije, el tipo me miró otra vez, como desconcertado, gracias, dijo ¿gracias? gracias de qué, pensé ¿será el dueño del conejo? ¿tendrá un criadero? ¿una hijita que lo tiene como mascota como yo lo tenía a Rabito? Puse primera, avancé hasta la esquina y estacioné en la ochava para dejarle lugar al del Corsa. El tipo aceleró a fondo, cuando pasó a mi lado sacó la mano izquierda, la levantó por encima del techo de su auto y extendiendo el dedo medio y recogiendo los otros, gritó ¡Viejo hijo de puta! ¿Viejo, yo? ¡Pendejo de mierda! pensé, mirá cómo tenés el auto, hecho bosta, ¡Seguí manejando así, dale! grité, envalentonado, cuando noté que tenía el baúl y el guardabarros derecho abollado y los plásticos de las luces traseras rotas ¿Y si de verdad estoy viejo? ¿Y si el conejo fue una alucinación? ¿Alguna demencia senil incipiente? La puta, tenía razón Simone de Beauvoir cuando decía que la edad es una noticia que te viene de afuera. Pero no, no podía ser una alucinación, si lo vi clarito, el pelo blanco esponjoso de conejo de angora, como Rabito, el interior rosado de las orejas, orejas largas, de conejo, tiradas hacia atrás por cuestiones de aerodinámica, mientras corría a los saltitos levantando el culo, como corren los conejos, sólo le faltaba la zanahoria o el cacho de hinojo entre los dientes, los ojos no se los vi, pero seguro que eran rojos, de conejo. No, era un conejo, seguro. No tenía que olvidarme de contárselo a mi nieta cuando llegara a casa, Mati, no sabés, hoy le salvé la vida a un conejo, qué contenta se va a poner, ¡El abu es un héroe!
Reinicié el camino y volví a pensar en Rabito. Después del velorio del tío Federico no lo volví a ver. Mi madre me explicó que ya no podíamos tenerlo porque se comía todas las plantas que tenía en el patio y, sobre todo, las lechugas, la acelga, los tomates y todas las verduras comestibles que ella y mi padre cultivaban en su afán de achicar los gastos familiares y equilibrar el presupuesto. Por eso se lo devolví a la tía Herminia, me dijo. No me quedó más remedio que aceptar sus razones, aunque no sin derramar una lágrima. ¡Qué curioso! Ahora recuerdo aquel guiso que comimos la noche del día en que ella me explicó el porqué de la ausencia de Rabito.