“Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Por eso odio a los indiferentes”, escribió Antonio Gramsci. Es imposible pensar lo que sucedió el año pasado sin tomar partido y poner los pies sobre la tierra de un mercado editorial cada vez más complicado, tras dos años consecutivos de desplomes más que significativos del consumo de libros: descensos en las ventas de un 40 por ciento (2016) y un 25 por ciento en 2017. Si hubiera que adaptar el título de una película, el balance podría llamarse 2017: Odisea editorial. De no cambiar el rumbo de las políticas económicas, la impresión es que el hundimiento será cada vez más profundo. El libro no es un artículo de primera necesidad. Si no se lo puede comprar hoy, se lo comprará dentro de dos o tres meses, o cuando se pueda. Si se lo compra… Un informe reciente del Cuica (Centro Universitario de las Industrias Culturales Argentinas) señala que la producción de ejemplares impresos disminuyó un 25 por ciento: de 83,5 millones en 2015 a 62,6 millones en 2016, más de veinte millones menos, según datos del ISBN (International Standard Book Number). Hasta noviembre del año pasado, según cifras suministradas por la Cámara Argentina del Libro, se imprimieron 47.819.525 millones de ejemplares. Si se compara con el 2014 –año del récord histórico de producción de ejemplares, con más de 128,9 millones de ejemplares impresos– el descenso es superior al 50 por ciento.
Pero la magnitud del desastre no se detiene ahí. Las compras estatales, que fueron tan importantes para muchas pequeñas y medianas editoriales, se redujeron tanto que basta con ver el número para comprobar que no hay exageración posible: de 1150 millones de pesos en 2015 pasó a sólo 100 millones de pesos en 2016, un descenso del 91,3 por ciento. “La política de compras del Estado nacional había tomado impulso a partir de la sanción, en 2006, de la Ley de Educación Nacional, donde los libros tenían como destino ser material de promoción de lectura en escuelas públicas de los niveles inicial, primario y secundario. Esta política de adquisiciones fue suspendida en su totalidad y, pese al anuncio del lanzamiento de nuevas compras en 2017, estas quedaron restringidas, y en muy menor volumen, a un segmento de 10/12 sellos que se dedican a producir manuales escolares de grado, en la mayoría de los casos grandes empresas multinacionales con capacidad de lobby”, advierte Nicolás Sticotti, autor del informe del Cuica. El Ministerio de Educación compró en 2016 alrededor de 6,3 millones de ejemplares y en 2017 4,1 millones de ejemplares. Cuando la Cámara Argentina del Libro (CAL) presentó el informe editorial para el primer semestre de 2017, la gerenta de la CAL, Diana Segovia, subrayó que hay políticas de promoción de la lectura que son responsabilidad del Estado. “Cualquier país necesita una política continua de promoción de la lectura que acá no la vemos”, dijo Segovia.
A los pocos días de asumir el actual gobierno, se anunció que se levantarían algunas restricciones sobre la importación de servicios gráficos que había regido durante la gestión de la ex presidenta Cristina Fernández. El ministerio de Cultura de la Nación celebró esta decisión en las redes sociales a través del hashtag #libroslibres. Las importaciones de 2016 duplicaron las de 2015 pasando de 40,3 millones a 78, 5 millones de dólares. En el primer semestre de 2017 las importaciones alcanzaron los 51,4 millones de dólares. El déficit en la balanza comercial aumentó un 387 por ciento, de un rojo de 13,1 millones de dólares a 50,7 millones. Ni siquiera queda el “premio consuelo” de exportar el libro argentino, que resulta sumamente costoso para los países de la región. Luis Quevedo, vicepresidente segundo de la CAL, explicó por qué cuesta exportar. “Hay muchos factores como el tipo de cambio y los costos de producción interna. ¿Por qué se imprime en China un libro infantil de tapa dura? Porque es muchísimo más barato –planteaba Quevedo–. Otro tema es el IVA al papel. Nosotros pagamos IVA al papel como costo; pero los libros que vienen de afuera no pagan ningún tributo. Ahí hay una inequidad para la producción interna que hace todavía más caro producir. Nosotros estamos reclamando insistentemente la exención del IVA al papel.”
Llueve sobre mojado. Aunque no se trató “de apuro” en la cámara de Diputados el proyecto de Ley sobre Regulación de Proveedores de Servicios de Internet –presentado por los senadores Federico Pinedo (Pro) y Liliana Fellner (Frente para la Victoria)–, escritores, editores, músicos, artistas plásticos, cineastas y diversas instituciones de la industria cultural temen que insistan en convertirlo en ley cuando se abra el período de sesiones ordinarias, este año. La llamada Ley Pinedo-Fellner establece que los proveedores de Internet no son responsables por los contenidos generados por terceros, excepto cuando hayan sido notificados por una orden judicial que los intime a alguna acción en concreto para eliminar un enlace específico publicado. Este es el punto de confrontación entre las cámaras y entidades de gestión, que solicitan utilizar el sistema de notificación implementado en Estados Unidos bajo la Digital Millennium Copyright Act (DMCA) para sacar contenidos de la web, y aquellas instituciones como la Fundación Vía Libre, que defiende la libertad de expresión y circulación, o plataformas y empresas como Taringa, que están a favor de la intervención judicial. “Las grandes plataformas han encontrado un blindaje que las habilita para explotar los derechos de autor y la propiedad intelectual que no les pertenece”, alertó el librero Ecequiel Leder Kremer, vicepresidente de la Cámara Argentina de Papeleras, Librerías y Afines (Capla) durante una conferencia de prensa en la que participaron representantes de más de 25 sociedades de gestión que rechazan el proyecto. “Los mecanismos que se prevén para ejercer la defensa de la propiedad intelectual son absolutamente improcedentes. La velocidad a la cual se publican los contenidos es escalofriante. Los tiempos de la justicia son otros”, planteó Leder Kremer.
Se impone un respiro, un alivio a una realidad demasiado agobiante. En un año durísimo, marcado fuertemente por la muerte de dos grandísimos escritores, Ricardo Piglia y Abelardo Castillo, hubo un puñado de buenas noticias. La Feria de Editores tuvo su sexta edición con la participación de más de 140 editoriales de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay y Venezuela. En el ámbito de los festivales literarios, el Filba Internacional, que celebrará diez años en 2018, y el Filba Nacional –con seis ediciones– vienen consolidando una propuesta que pone la literatura del mundo y del país en circulación. Otro hecho auspicioso fue la primera edición del festival de no ficción “Basado en hechos reales”.
Los escritores argentinos tienen dos importantes razones para estar profundamente indignados: la suspensión de los premios nacionales –que desde que asumió Pablo Avelluto en la cartera cultural de la Nación no se han convocado–; y el retraso de tres bienios en los premios municipales. “No hay riesgo de que se suspendan (los premios nacionales), pero aún no podemos informar cómo serán –afirmó Enrique Avogadro, entonces secretario de Cultura y Creatividad, al diario La Nación, el 24 de marzo pasado–. Quisimos revisar el sentido de los premios hoy, en función de que hay una diferencia entre su origen y la actualidad. En el escenario actual hay otros premios, como los del Fondo Nacional de las Artes o los de la Fundación Konex, con lo cual los nacionales quedan un poco desdibujados”. ¿Desdibujados? Avogadro, actual ministro de Cultura de la Ciudad, confunde lo público con lo privado; confusión que está en el ideario político del macrismo. La Unión de Escritoras y Escritores –un nuevo colectivo de escritores integrado por Selva Almada, Clara Anich, Julián López, María Inés Krimer y Enzo Maqueira, entre otros– recordó en una nota que publicaron a fines de noviembre que Hebe Uhart recibió en Chile, nada menos que de manos de la presidenta Michelle Bachelet, el Premio Iberoamericano Manuel Rojas. “Que la Argentina discontinúe o directamente no tenga políticas decididas de apoyo y promoción de la cultura y que el Estado se retire o cuestione la validez histórica y social de un galardón porque existen iniciativas privadas –como los premios Konex a los que se refirió Avogadro– resulta incomprensible.”