El cuento por su autor

Una vez, hace cinco o seis años, leí la noticia de una bandita que había entrado a robar en un súper chino del Gran Buenos Aires y que había sido rechazada por los empleados en un contragolpe mortífero. Me gustó la idea. Los chinos combinan dos fantasías contradictorias: la del temperamento volcado hacia la mansedumbre y la del arte letal para la pelea. Pienso en el personaje de David Carradine en la serie Kung Fu o en cualquiera de Bruce Lee: sólo peleaban cuando no había otro remedio y solían sorprender con furia coreografiada a los compadritos occidentales que terminaban con la cara rota y el orgullo por el piso. Uno puede pensar a los chinos, entonces, como bombas atómicas contenidas. Los que vemos en el barrio son callados, sonrientes, trabajan mucho y, ante la arrogante mirada criolla, parecen zonzos. Manejan plata en efectivo, además, y mucha, y están imbricados en logias secretas que diluyen lo individual. El choque de planetas parece inevitable. Una banda enfierrada del Conurbano contra tipos criados a mamaderas de kung fu. Yo tengo particular predilección por las historias violentas. Me gusta explorar hasta qué punto el ser humano puede ser cruel y salvaje. Y fue así que con el envión de la noticia me puse a escribir este relato, que empieza como un cuento clásico del género negro y que se va alejando de a poco hacia territorios menos definidos. La argentinidad al palo derrotada por un misterio inabordable.