Desde Perú

En la década del ‘60, un profesor universitario de filosofía propuso en Ayacucho (el departamento donde Perú libró su decisiva batalla independentista en 1824) una revolución socialista inspirada, según él, en la línea marxista-leninista-maoísta. Este docente, Abimael Guzmán, organizó milicias jóvenes en la zona central andina donde inició su expansión Sendero Luminoso, grupo que comenzó político, continuó guerrillero y acabó empuñando un terrorismo brutal. Su avanzada, que a partir de los ‘80 redobló la agresividad, combinaba la toma violenta de pueblos campesinos con sangrientos atentados a dirigentes políticos, ciudadanos disidentes y anónimos indecisos.

Pocos procesos derramaron tanta sangre como ése, aunque la respuesta de lo que entonces era el Estado peruano no fue más iluminada: entre Sendero y los escuadrones del Ejército se cargaron casi 70 mil muertos hasta que, en 1992, Guzmán fue capturado en Lima y sus células, que habían copado gran parte del país y constituían un estado paralelo, quedaron desactivadas.

El “héroe” de aquella contraofensiva final fue Alberto Fujimori, presidente electo democráticamente en 1990 que luego se provocó un autogolpe y gobernó autoritariamente durante una década, antes de escaparse a Japón. En 2005 fue capturado y dos años después condenado a perpetua por distintos delitos, entre ellos las muertes que había generado con fuerzas parapoliciales en nombre de la lucha antiterrorista. No es Fujimori el único ex mandatario reñido con la Justicia: están presos Ollanta Humala y el dictador Francisco Morales Bermúdez, mientras que Alan García se encuentra investigado y Alejandro Toledo, con condena firme, permanece prófugo en Estados Unidos.

Muy cerca estuvo de sumarse a esa lista el actual presidente Pedro Pablo Kuczinsky, a quien el Congreso intentó apartar en diciembre por hechos de corrupción. Como Neo en Matrix, PPK esquivó el tiro letal en slowmotion y zafó de la picota gracias a las abstenciones del bloque liderado por Kenji, el menor de los cinco hijos de Fujimori. A los tres días, acaso en agradecimiento, Kuczinsky le concedió un “indulto humanitario” al más dañino de sus antecesores. El exceso de realpolitik fue tan obseso que lanzó multitudes en protestas callejeras sin precedentes, las cuales perduran a pesar de haber sido duramente reprimidas.

Como siempre, la juventud es la que más se visibiliza y moviliza, en este caso tal vez porque es la principal afectada por las sucesivas políticas neoliberales de quienes los gobernaron en nombre del Estado de Derecho: de los ocho millones sub-30 en edad laboral, un cuarto no estudia ni trabaja (la mayoría, mujeres), mientras que el 80 por ciento de los cuatro millones y medio de empleados lo debe hacer en negro. La excusa de las consultoras rentadas es “la falta de especialización en los rubros que demanda el mercado”. Claro.

Perú es habitado hoy por 32 millones, el doble que cuando Sendero Luminoso inició su escalada de sangre y delirio a principios de los ‘80. Desde entonces cambiaron las armas de sometimiento y las caras del engaño, no así el sujeto social sometido: el joven.

La punta del Cusco

Así como la juventud peruana padece el desamparo de un Estado retirado (algo sintomático en una región donde cunde el mismo pánico), el panorama cambia para el extranjero: la juventud universal signó en el Perú una de las mecas del turismo étnico, aventurero y sacafoto, los principales tags que empujan a las masas millennials con poder adquisitivo a viajar. Para algunos, Cusco es como Pekín o Estambul (sobre la vieja Constantinopla): vestigios de poderosos epicentros imperiales intrusados por un cosmopolismo manifestado de manera extrema. Como si la Piedra de los Doce Ángulos y el 4G se encontraran en Procuradores, ese callejón contingente a la Plaza de Armas donde los extranjeros van a comprarles drogas a vendedores ambulantes de réplicas incaicas.

Para otros, en cambio, Cusco es en verdad la más simbólica de las puertas al Tíbet de este lado de Greenwich, la escalera al cielo de los Andes al modo de la china Shangri-La en los Himalayas: accesos a los secretos en la montaña distintos a tantos otros, con un pasado que se resiste a ser pintado en cartón. Nunca será lo mismo penetrar la cordillera al cabo de días y kilómetros verticales en la suela rumbo al Machu Picchu que comprando un boleto para la aerosilla del Cerro Catedral en el stand de Movistar.

Desde ese valle al sureste del actual Perú, donde la sierra y la selva atoran a 3500 de un metros de altura sobre un mar lejano, los incas desplegaron la organización política y territorial prehispánica más grande de América: dominaron, desde Chile a Colombia, a 15 millones de personas. En base a sofisticadas artes en ingeniería, estrategia y sometimiento reinaron durante un siglo hasta que dos hermanos pelearon el poder entre sí y se los comieron los españoles, avanzados en la conquista virreinal del continente.

Pero una vez que Tupac Amaru, a los 27 años, fue descuartizado en la misma Plaza de Armas y el Imperio Inca pasó a ser historia, Cusco dejó de pertenecerle a nadie. No fue más ni de los españoles que lo ocuparon a partir de 1572 ni de los arqueólogos que buscaron donde los españoles no vieron en el siglo XX ni tampoco de los turistas que explotaron lo que los arqueólogos encontraron. En tal caso será de los peruanos que, en cierto modo, también resisten a hordas de visigodos en busca de una intensidad que antes la daba el oro y ahora alcanzar las cimas del Machu Picchu, las famosas ruinas que están cerca y a la vez lejos de Cusco.

Es que esos no más de cien kilómetros de distancia demandan días y arrojo físico, normalmente en condiciones fatigantes de calor y humedad para quien fue parido en el llano. Y, en lo posible, sorteando todos los espejitos de colores que se imponen en el camino hasta lo más alto posible, que puede ser el Huayna Picchu o el Machu, los dos cerros salubremente alzados sobre la ciudadela atiborrada de turistas con selfie-sticks y el logo de Perú en las remeras –de los más lindos del mundo–, guías multilingües y vigilantes con silbato.

La trepada final (dos mil metros encima de la explanada donde la mayoría se conforma anclar a cambio de una visita express y “la foto”) amerita tiempo, paciencia y sacrificio, valores que por lo general no abundan en vacaciones. Y la recompensa a semejante gasto será todo o nada según quien se anime a contar las monedas: algunos minutos entreverado en las nubes, observando las alturas desde la altura, viendo por encima de la multitud todo aquello que volverá a estar lejano… en un silencio inteligente.

Inca mata Coca

El Inca no fue el único imperio que cayó en Perú: también mordió el polvo Coca-Cola. Suena curioso que en el principal país cultivador mundial de la sagrada hoja andina no se imponga una bebida basada en ella, pero la Inca Kola es pasión de multitudes desde hace casi un siglo. La creó en 1935 el inglés Joseph Robinson Lindley, quien desde las playas del centro peruano, en la provincia de Ica, desplegó un nuevo imperio también basado en el encanto de la “fórmula secreta” y, al mismo tiempo, en rasgos imponentes y claramente advertibles como el extremo uso de azúcares o un sabor intenso, dulce pero de agria efervescencia. Con el agregado, además, de su efecto visual: la bebida tiene un color amarillo clarito, como el de los resaltadores, pero a través del vidrio de la botella o los vasos brilla como oro.

Su gusto es polémico para el paladar ajeno: sabe a caramelo Flynn Paff y en la primera ingesta parece que sobreviene un ataque de hiperglucemia. Ésa es la clave del éxito, su exagerada dulzura, la única capaz de contrapesar una gastronomía recurrente en ácido y picante. Sea para comer ceviche, chaufa o pollo roty, la Inca Kola se desparramó rápidamente por toda mesa del Perú, incluso mucho más que la chicha morada y el pisco, las bebidas nacionales.

A pesar de todo su brazo armado y sus denodados intentos, Coca-Cola nunca pudo seguirle el tranco en Perú a la Inca Kola. Entonces decidió una estrategia más agresiva: atorarlo con ofertas multimillonarias. La familia Lindley, sucedida en el mandato de la empresa y ya nativa, negoció largos años con un espíritu de cuerpo sanguíneo digno de gitanos. Y así logró, en 1999, un acuerdo que todavía sorprende a los cerebros de los negocios: le cedió el 49% de las acciones, aunque conservando la potestad de comercializar en Perú no sólo la Inca, sino también la Coca. ¿El costo? Otorgarle a la Coca la explotación de la Inca en el extranjero, donde la bebida perdió su contexto y, por ende, su gracia.

Una bandera que diga Gareca

Contrariamente a lo que se cree, Argentina no quedaba eliminada de Mundial de México si perdía ante Perú aquel histórico partido de junio del ‘85 en River: aún le quedaba la posibilidad de jugar un repechaje frente a Chile y Paraguay. Nadie sabe qué hubiese pasado, pero el agónico empate en el Monumental le ahorró muchos dolores de cabeza a una Selección que entonces jugaba feo y mal.

Todo nació de una arremetida heroica de Daniel Passarella, aunque el tipo que empujó la pelota al arco y materializó ese gol clave (el 2-2, faltando nueve minutos) fue Ricardo Gareca. El resultado significó mucho para el fútbol argentino, ya que lo clasificó a su último Mundial conquistado y le dio a Maradona la posibilidad de escribir en bronce su leyenda, aunque al mismo tiempo dejó fuera tanto a Perú como al propio Gareca, marginado de la convocatoria final a México ‘86.

Este año ambos se quitarán aquella espina, ya que el Tigre, contratado entrenador en 2015, clasificó a Perú al próximo Mundial, cita que el país no juega desde España ‘82. Su proceso comenzó con flojos resultados y muchas dudas, aunque fue sostenido y, con tiempo de trabajo, halló el blend justo entre esas gemas preciosas pero ásperas como Jefferson Farfán o Paolo Guerrero –quién dice, una de las figuras de Rusia 2018– y joyas en bruto del estilo Christian Cueva, el talentoso trujillano que juega en el San Pablo e interesa a la Juventus.

Perú es un país futbolero, y mucho más después de haber tenido a la maravillosa generación de Cubillas, Chumpitaz, Cueto, Oblitas, aquella que dejó a Argentina fuera de un Mundial, le ganó a Brasil una Copa América allá y humilló a la Francia de Platini en París. Pero aquel gol de Gareca en 1985 fue karmático para la cultura futbolera peruana: no sólo le impidió jugar un Mundial sino que también marcó el fin de una camada alucinante que no dejó herencia por décadas.

Por esto es tan importante para Perú esta clasificación al Mundial: lo repone en la plana mayor del fútbol, ahí donde supo tallar sus mejores relatos antes de que el cincel se desafilara. Y el semblante del Tigre (serio, sólido y sereno, armonizado por la soltura contenida de un cuerpo que siempre parece más joven) se volvió bandera en Perú. ¿Quién diría? Aquel viejo verdugo se terminaría convirtiendo en un fenómeno no sólo para los hinchas, sino también para los encuestadoras que sondean a una opinión pública decepcionada por su dirigencia política: Gareca es, hoy, el personaje con mejor imagen positiva en la sociedad peruana.

Nazca y borra

Los malos no siempre son los bien vestidos, ni los buenos los mal ataviados. Porque hasta el diablo, que siempre mete la cola, a veces luce a la moda. Las Líneas de Nazca, esos fabulosos dibujos preincaicos de cientos de metros en un área de 520 kilómetros cuadrados al sur de Lima, fueron lo mismo contaminadas por urbanistas que trazaron rutas, ingenieros que construyeron pistas de aterrizaje y automovilistas que aceleraron en la versión sudaca del rally Paris-Dakar, cuando fue expulsado del eje franco-senegalés.

Lo que nadie imaginó es que Greenpeace iba a anotarse en esta nómina. Sucedió en diciembre de 2014, cuando una comitiva de doce activistas entró de noche y sin permiso al predio protegido mientras Perú hosteaba una cumbre de la ONU contra el cambio climático. El objetivo fue colocar unas telas de 45 metros cuadrados en el sobaco de El Colibrí, una de las figuras más emblemáticas de las Líneas de Nazca, con la frase “Tiempo de cambio: el futuro es renovable”, en inglés.

El escándalo se desató después de que la agencia internacional AP divulgara sin querer unas fotos en las que se venía con claridad como los intrusos habían dejado huellas imborrable allí donde supuestamente nada debía ser alterado. El propio Director Ejecutivo de la ONG debió viajar de urgencia al Perú para ofrecer sus disculpas en persona, aunque el lamento testimonial no fue suficiente y se iniciaron legales.

Un tribunal peruano procesó el año pasado a los intervinientes, con el austríaco Wolfgang Sadik a la cabeza, aunque también habían participado miembros de Greenpeace brasileños, chilenos, españoles, alemanes y (cuándo no) argentinos. ¿La pena? Una multa económica rápidamente pagada por los ecoguerreros que, al igual que tantas otras corporaciones, también cuenta entre sus armas con el marketing y un buen buffet de abogados.