La práctica del psicoanálisis se encuentra inmersa en el marco de una situación política y social inédita desde el retorno a la democracia en el año 83: a la criminal represión, los presos políticos, el avasallamiento a la independencia de poderes, la persecución a opositores y la flagrante corrupción del gobierno, vale sumar que la coartación de la libertad de prensa ha dejado de ser una amenaza para constituirse en el dato relevante de estas últimas semanas. Ya no existen voces críticas en la televisión y/o su presencia en la pantalla y otros medios apenas alcanza una mínima condición. Si, tal como refiere Lacan, el inconsciente es el discurso del Otro, no hace faltan muchas luces para convenir en que una comunidad dominada por un relato único y hegemónico traduce un empobrecimiento en los seres cuya diferencia respecto al resto de las criaturas del planeta reside en el uso del habla. Para ser claros, no sólo se trata del creciente temor para hacer explícita determinada pertenencia partidaria sino del efecto que sobre los sujetos –cualquiera sea su credo político– ejerce la creencia naturalizada según la cual quien tiene poder también posee derecho y saber. Así, el actual gobierno reproduce en la escena social compartida las instancias psíquicas con que el síntoma somete al sujeto: censura, represión y olvido.
Toda la cuestión es quién interroga al síntoma en un contexto donde el cinismo de la desmentida domina el discurso oficial. Vaya como ejemplo la canallesca afirmación de la ministra de Seguridad según la cual la brutal represión a la comunidad mapuche de Villa Mascardi –que terminó con un ciudadano asesinado por la espalda– fue un enfrentamiento en que la Prefectura respondió al ser agredida.
Entonces, si horadar al Amo constituye la intervención prínceps del analista, vale preguntarse cuál es la condición a la que se enfrenta un analista en una comunidad hablante en que la libertad de palabra está herida de muerte y, aun así, no está bien visto decir: esto es una dictadura. Hoy esta dificultad para describir la situación de un país en que el dedo del presidente indica quién va preso y quién no, constituye un síntoma. Lo que no dicen las palabras lo dicen los cuerpos: se le llama angustia, ese cono de sombra en el pecho por el que a veces un sujeto se deja caer en una pendiente mortífera de avatares. De hecho en nuestra clínica enfrentamos lo que Eric Laurent denomina “la patología de las acciones” 1, para caracterizar una deriva insensata de actuaciones en desmedro de la puesta en palabras del dolor. Este rasgo globalizado cobra sin embargo un renovado y nefasto vigor en la actualidad de nuestro país. En efecto: si al cumplirse doscientos años de nuestra historia el actual presidente de la Nación hacía referencia a la supuesta angustia de los patriotas por separarse de España, quienes trabajamos con el padecimiento humano bien sabemos que la angustia irrumpe por lo contrario, a saber: no poder cortar. En este caso: la censura de prensa conspira en el ejercicio de encontrar la palabra para describir un estado de cosas que, según dicen: no es una dictadura, pero que sin embargo nos empuja a un frenético, indigno y quasi colonial retroceso.
Un horror que no tiene nombre
La cuestión nos interpela porque interroga las condiciones de posibilidad para la práctica del psicoanálisis en Argentina. Por lo pronto, la transferencia de angustia que el cuerpo del analista recibe en un contexto en que las garantías individuales comienzan a resquebrajarse, hace pensar que la práctica del psicoanálisis en países donde la Justicia está al servicio del Poder Ejecutivo exige un estado de alerta en la comunidad analítica.
La literatura viene en nuestra ayuda: con El corazón en las tinieblas, a fines del siglo XIX Joseph Conrad situaba a Marlow en la vieja Europa para –convertido en una suerte de pasador o mensajero de Kurtz–, hacerle creer a la viuda que la última palabra pronunciada por su esposo antes de morir en el Congo había sido su nombre, cuando en realidad se trataba de otras dos bien distintas: el horror, el horror 2.
Metáfora mediante, la posibilidad de poner un nombre allí en el lugar del trauma daba cuenta de la diferencia entre una comunidad amparada por las leyes y otra en que el simulacro democrático neoliberal amenaza tragarse al estado de derecho primero, y al cuerpo social después. La cuestión hace objeto de un muy particular interés a la relación entre psicoanálisis y política en nuestra América Latina, cuyo ultimísimo y vertiginoso devenir explica por qué la represión que asesina personas no es posible sin la sistemática pauperización del lenguaje que la censura de prensa y un creciente y generalizado amedrentamiento provocan.
* Psicoanalista.
1. Eric Laurent, “Hemos transformado al cuerpo en un nuevo Dios”
http://www.lanacion.com.ar/1028654-hemos-transformado-el-cuerpo-humano-en-un-nuevo-dios
2. Joseph Conrad; El corazón en las tinieblas, Buenos Aires, Colihue, p. 96.