Cuando yo era chico los padres aún tenían a mano la frase “¿Y? Es una letra” como respuesta preformateada ante la pregunta de un niño que no cejaba en sus insistencias por el sentido de tal o cual cosa que no llegaba a comprender. Sencillamente, algo no tenía respuesta, y, para no dejar el casillero vacío por completo, el “adulto responsable” colocaba a la “Y” como el apotegma chistoso sobre el sinsentido, una suerte de respuesta tautológica que remarcaba lo imposible de explicar. Hoy ya esa frase prácticamente no se la escucha más, o es una frase “de viejo”. Sin embargo, la vida contemporánea de nuestro país, sobre todo en el ámbito político, se encarga de renovarla inesperadamente.

La sed de sentido

Una de las cuestiones que se han instalado como una verdad dogmática es que al señor Lacan es imposible de entenderlo. El “famoso” psicoanalista francés es famoso por incomprensible, tanto en el ámbito de la psicología –muchos colegas así lo consideran, y así también lo rechazan de plano– como en círculos más amplios. Lacan no es tan popular como Freud, pero lleva encima un tufillo a esnob que para algunos –unos cuantos– apesta, y hasta consideran que es difícil nada más que para conservar ese aire de “complicado”, intelectualoso, que hizo de esa inaccesibilidad un mercado, casi como la de un artista plástico al que se le busca un fondo, una verdad “detrás” una esencia que no tiene, y que en su simpleza revela su fraude. O sea que Lacan es complicado porque eso es lo que es y no más. No hay ni verdad “oculta” o contenido a “descubrir” que nos revelará una verdad definitiva.

Lo cierto es que Lacan es menos complicado de lo que parece. Eso que parece “difícil” tiene que ver con un estilo que reniega de algo que para el psicoanálisis es fundamental: no caer en las trampas del sentido. Freud descubrió que el síntoma tiene una “sed de sentido”, el sujeto - claramente– no entiende lo que le pasa, sufre, y se desespera por entenderlo, pero a la vez busca “asimilarlo” a su sistema, hacerlo desaparecer como problema, “reutilizarlo”. El problema es que funciona del mismo modo que el capitalismo. El síntoma que lo pone en cuestión, luego lo convierte en remera o en poster y después... ¡sale a venderlo! El síntoma se puede asimilar al sentido propuesto por el sistema: ganar algo con eso mismo que lo pone en jaque. Es su beneficio secundario. Luego ese beneficio, secundario, se convierte en el principal beneficio, olvidando por completo el deseo que el cuestionamiento cifraba. El síntoma es una pregunta que, asimilado, se convierte en respuesta superadaptada. Ya no importa el malestar. Este se “naturaliza”.

Vemos que el sentido es necesario para comprender, pero a la vez es un seguro para el sufrimiento. ¿La pregunta es cómo ofrecer un sentido Real, es decir, un sentido que no esté “antes” de que el sujeto siquiera pueda llegar a trabajar para esbozar una respuesta que “antes” no estaba? Para ser más directos: ¿cómo hacer para que el sentido beneficie al sujeto y no al sistema que lo toma por objeto de consumo?

Este es el punto de Lacan y la supuesta dificultad para leerlo. La mayoría de nosotros nos acercamos a leer buscando esa respuesta que está “antes”, como una especie de papilla precocida que solo necesita de un golpe de microondas para hacerse y comer. Contra esto se pelea Lacan, y su estilo tiene que ver con eso: una pura escritura que, en su desarrollo, abjura del sentido “a priori”, del sentido “predigerido”, consumible. El mismo, con su estilo, se destituye del lugar del amo del sentido, que solo viene a “esclarecer” a sus alumnos y lectores, para que hagan según su experiencia, la de Lacan. Busca que cada uno lo imite, pero no lo copie, y se arriesgue en la búsqueda de su propio estilo, al que solo obtendrá alienándose en los significantes del psicoanálisis, de Freud, del propio Lacan, pero solo para después separarse de ellos, y jugar su propia partida, arriesgar, hacer su acto.

Es sencillo: la letra, por sí misma, no tiene sentido

Por lo tanto, Lacan es sencillo en algunos fundamentos que atraviesan su obra: la letra tiene valor, como tal, porque por sí misma no tiene sentido. Este es el modo por el que los psicoanalistas encontrarán el fundamento para no interpretar a los pacientes con su propio fantasma, es decir, con el sentido inicial y ficcional de sus propias vidas. Del mismo modo que la ciencia (sus fórmulas están hechas de letras y números), Lacan se aferra a la letra como un modo de evitar que el psicoanálisis se convierta en una paparruchada a la medida de lo que a cada uno se le cante. Uno de los sueños fundamentales que Freud analiza y que se transforma en una de las piedras basales de sus conceptualizaciones es el conocido sueño de “la inyección de Irma”. En este sueño, Freud encuentra “la solución”. Y no solo al secreto de la interpretación de los sueños, sino que también encuentra la solución para la fundación misma del psicoanálisis como una ciencia con alguna chance de ser considerada como tal. En ese sueño solo lee letras, lee claramente una escritura: Trilatilamina. Esa es la solución del sueño, de ese sueño en particular, pero también es el modo en que Freud descubre la puerta entreabierta para avanzar con su descubrimiento: los sueños, antes que “interpretarse”, se leen. Y lo que se lee son letras, agrupadas en palabras, oraciones, frases o párrafos, pero compuestas por letras. La palabra Trilatilamina destaca que se trata de letras, una denominación científica de una solución química que no tiene sentido sino es en relación con la secuencia de la que proviene.

Lacan, entonces, es, antes que nada, una escritura a leer. Este es su “propósito” no consciente, o sí, según la ocasión. Forma parte de su estilo, pero ese estilo es fundamental para sostener ese “hueso” que hace al esqueleto del psicoanálisis como “ciencia”. Ese hueso es la letra, y sin él, todo el andamiaje teórico se cae y se transforma en un pastiche gelatinoso, adaptable a cualquier forma o situación. Leer a Lacan es “recordar”, en acto, este principio fundamental que sostiene al psicoanálisis como una disciplina de influencia determinante y fundamental en toda la cultura de occidente.

El amo desespera con la letra

El amo puede decir “¿Y? Es una letra” si acepta ser un amo castrado, es decir, si reconoce su impotencia para saberlo todo, y para darle entrada al otro, en este caso, a ese hijo, para que sobre la base de su propia “impotencia” o, mejor dicho, destitución del saber, ese “hijo” construya su propia respuesta, y haga su propia lectura de la situación, y comience a escribir las páginas de su historia. Pero si el amo no está dispuesto a destituirse de ese lugar, le va a querer inyectar sentido hasta a su propia impotencia. Para el amo, la “Y” tiene sentido, el sentido que le imponga él. Y entonces dirá, frente a la insistencia del hijo: “ya te dije y no te lo repito más”. Es decir, jamás podrá quedarse con el reconocimiento de que esas “y” con la que el niño insiste, es eso: una letra, y que, con esa letra, devuelta, tendrá que arreglárselas. El amo dice que la Y significa esto y aquello, y basta, el asunto se cierra acá.

La letra desespera al amo, y si pudiera, la borraría del mapa. De hecho, lo primero que hace el amo, cuando es tiránico y absoluto, es quemar libros. Los “quema” de variadas formas, cada vez más perfeccionadas. Ya no es la imagen bochornosa de la pila de libros que arden. La última y más perfeccionada parece ser la de reconocer la existencia de la letra, pero transformada en signo. El amo “carga” contra la letra, asimilándola como signo a su sistema de identificaciones binarias, del mundo dividido entre buenos y malos, de “adentros” y “afueras” cuya línea de demarcación se encarga de custodiar con fiereza, pero veladamente, apoyándose en las técnicas perfeccionadas del marketing y la propaganda.

Psicoanalista K

Así pasó con una diatriba de un columnista editor del diario Clarín (Ricardo Roa) contra un artículo del psicoanalista y amigo Cristian Rodríguez –cofundador conmigo de EPC (Espacio Psicoanalítico Contemporáneo)– publicado en PáginaI12 el jueves previo a la navidad, sobre los sucesos de la plaza mientras sesionaban en el congreso para aprobar la reforma jubilatoria. Haciendo gala de una típica operación de sentido, extrajo un párrafo, lo colocó en el contexto del sentido de su nota –una condena a la supuesta violencia opositora– y, por último, le adosó al colega psicoanalista la famosa y bienamada letra “k”, tan famosa y bienamada como cualquier otra del abecedario, ya que todas sirven para construir la lengua. Hizo de la letra K –esa es la operación– el signo de la violencia delincuencial con la que se estigmatiza toda diferencia de criterio, toda alternativa de reflexión de la cosa pública que no sea la “oficial”. El psicoanalista “k” –mi colega y amigo– es estigmatizado de violento y justificador de los ladrillazos, y con esa queda invalidada la lectura de un excelente artículo que ubica la violencia –justamente– en un lugar muy distinto en el que la coloca el editor de Clarín. Es lo que hace el amo. Apropiarse de la letra e inyectarle un sentido que la convierte en signo: es la operación publicitaria por excelencia, casi como lograr llamar a los apósitos por “Curitas”. Todo un éxito.

Lo cierto es que quienes queremos seguir reflexionando y pensando la realidad en la que habitan los sujetos –nuestros pacientes– estamos cansados de esta reducción. Si hay algo que no tiene dueño es la lengua, aunque a veces pareciera que sí. Y las letras son solo eso ¿Y? La “cura por la palabra” se apoya en este fundamento. Será la cura por la palabra, no por la hipnosis, que el propio Freud dejó de lado desde el comienzo, ya que no eran más que las palabras del amo aprovechándose del amor y de la creencia de sus esclavos.

El psicoanalista es “a secas”, sin esa letra K adosada, convertida en signo de la operación publicitaria que divide al mundo entre los que están “adentro” y los que están “afuera”. Precisamente, el objeto del psicoanálisis –otro descubrimiento de ese tal señor “Lacan”–, es éxtimo, es decir, un objeto que no está ni adentro ni afuera y está hecho de letra: Lacan lo denominó “objeto a”. Es un objeto anticapitalista –porque no define “territorios”– y es un objeto con el que el amo se desvanece, porque no lo puede dominar, salvo por este truco de reducción al signo. Buenas noticias: el hechizo no dura para siempre.

Q Miembro cofundador de EPC (Escuela de Psicoanálisis Contemporáneo).