El año en Hollywood empezó y terminó con musicales: de La La Land a El gran showman, el género tuvo una presencia modesta pero significativa en dos películas que, como suele suceder, comentan a su modo el mundo del espectáculo. Pero si en La La Land el protagonista (Ryan Gosling) era un músico de jazz que se lamentaba por la vulgarización de los lugares dedicados a la música en una Los Angeles ganada por el sinsentido comercial, el de El gran showman es el sinsentido comercial en su encarnación más pura: P. T. Barnum (Hugh Jackman), el autoproclamado inventor del show bussiness y fundador del que fue el circo más grande del mundo. El gran showman sigue los pasos de un Barnum imaginado y filtrado por el pop de buenas intenciones del siglo XXI y sus letras de autoayuda, desde que es el sufrido hijo de un sastre con ninguna perspectiva económica -pero grandes sueños, eso sí- hasta que se convierte en una especie de celebridad, amada y odiada pero justificada en todo caso por los bolsillos llenos de dinero.
Canción a canción, la película parecería soñar con Moulin Rouge (2001) de Baz Luhrmann pero en un sueño pesado, indigesto, con dificultades para lograr un movimiento fluido de cámaras durante los musicales y poca noción de cómo filmar a los coloridos grupos humanos del mundo circense. En ese sentido, El gran showman cae en esa extraña categoría de las películas que no son tanto malas sino, ante todo, profundamente feas: hay algo de cartón en buena parte de los escenarios, pero no es el cartón artesanal y que denota el amor por el trabajo con materiales humildes sino más bien el cartón pretencioso que decora los musicales durante la entrega de los Oscar. Todo, el encanto posado e insoportable de las hijas y la esposa (Michelle Williams, esposa otra vez) del protagonista, el romance de los esposos entre sábanas colgadas en una terraza, la reiteración machacona, sin matices, de la idea de seguir los propios sueños, y la presentación de un pequeño mundo circense donde el público paga para dar rienda suelta a la crueldad, pero que la película presenta como el lugar de empoderamiento y visibilidad de los que son distintos, conforma un menjunje que resume lo peor de nuestro siglo, incluido el espectáculo que se autojustifica pero en lugar de solo deslumbrar o entretener no puede parar de gritar eslogans de superación personal a los cuatro vientos.
En este punto, El gran showman apela a un público candoroso que se pueda emocionar con el enano o la mujer barbuda que aman a Barnum porque les dio la oportunidad de salir del rincón vergonzoso donde agonizaban y tener un trabajo, una vida. El fundador del circo, el visionario, se presenta como un héroe; salir de pobre, formar una familia encantadora y llenarse de plata gracias a la fe en los propios sueños son el sustento de un tipo de figura indiscutible, que cumplió con el noble fin de hacer felices a las masas con un entretenimiento más sincero y democrático que los elitistas teatro y ópera burgueses. El gran showman, al mismo tiempo, es la historia de un varón, y del tipo de aventura que los varones tienen. Al costado, rubia, impecable y dulce, está la esposa, esa Michelle Williams sufrida que tanto recuerda a la esposa que interpretó Elizabeth Shue recientemente en La batalla de los sexos: por un lado está el hombre aventurero, osado, que se arriesga en el juego o en los negocios y tiene su principal interés en la actividad que lo atrae; por otro está la esposa, sabia, silenciosa, fiel, que lo acompaña a lo largo de sus tribulaciones y a la que nunca le pasará nada que no sea un efecto secundario de lo que vive el marido. Si ella se cansa quizás lo deje, como en La batalla de los sexos; si es paciente y espera, tendrá la recompensa del pecador arrepentido que vuelve a ella como a un Dios misericordioso que solo se convoca en los momentos de desesperación. Ella, igual que la mujer albina, el hombre tatuado, los siameses y demás integrantes del circo, encuentra su lugar y su sentido a la sombra del genio, el maestro de ceremonias.