Creada originalmente por el cuentista infantil Munro Leaf en 1936, la historia de Ferdinando es conocida gracias al cortometraje animado de Disney realizado en 1938 y ganador de un Oscar al año siguiente. Ochenta años después, el toro amante de las flores vuelve a la pantalla grande de la mano del estudio Blue Sky, que desde la seminal La era del hielo no ha hecho otra cosa que incursionar en universos de animales parlantes dotados de sentimientos humanos, con las posteriores Río y Horton y el mundo de los quién acentuando la tendencia. Dirigida por uno de los grandes referentes del estudio, Carlos Saldanha, Olé, el viaje de Ferdinand es una de esas películas en las que cada elemento (personajes, escenarios, situaciones) está donde está para cumplir una función preasignada, más allá de la pertinencia narrativa. No le hubiera venido mal un poco más de aire, de libertad, de explosión, de voluntad para sortear las taras autoimpuestas. Pero así y todo la cosa funciona, al menos como ejercicio recreativo veraniego. ¿Por qué? Porque Olé, aunque calculada hasta el último pixel, sabe cómo hablarle a los más bajitos, máximos –y únicos– destinatarios del primer tanque de animación de 2018.
Como en la inminente Coco, de Pixar, Olé sitúa su acción en un universo de habla hispana. Más precisamente en un rancho donde un españolísimo hacendado cría toros para venderlos a reputados toreros o, en su defecto, al frigorífico de la zona. A uno de los becerritos que pastan en el corral no le importan las cornadas ni los duelos físicos, sino cuidar la pequeña flor que asoma en las grietas de la tierra seca. Tan bueno y noble es Ferdinand, que si fuera perro debería llamarse Lassie. En un giro marca Disney, la muerte de su padre en una corrida lo obliga a huir sin rumbo, hasta que encuentra una granja habitada por un padre y su pequeña hija donde puede pasar el día entero oliendo flores sin que nadie lo moleste. El problema es que se trata de un animal de una tonelada y, por lo tanto, el humano promedio lo mira de reojo cuando se pasea por la feria del pueblo. Más aún después de alborotarlo todo a raíz de una picadura de abeja, hecho que lo devuelve a la chacra con sus viejos compañeros devenidos en adultos.
Olé apuesta una buena porción de sus fichas a la belleza visual de sus escenarios y a la caracterización de sus personajes. Ni siquiera los “malos” (un torero engreído de piernas flaquísimas y gestos exagerados, un animal violento y solitario) son del todo malos en este universo plagado de colores pastel cautivantes para los ojos de los espectadores más chicos. Sin los guiños ni canchereadas habituales de los productos multitarget de animación, el film de Saldanha es transparente y honesto a hora de contar y mostrar esta fábula con todos los lugares comunes del cine eco-friendly motorizada por la idea de la amistad y el trabajo grupal, y gana algunos puntos gracias a la eficacia de sus gags visuales, con el premio mayor para los tres caballos alemanes que bailan como si no existiera un mañana. En ese sentido, Olé funciona mejor como sumatoria de secuencias antes que como un todo homogéneo. Algo que a los chicos seguramente les importará poco y nada.