Hace 50 años, el 5 de enero de 1968, Alexander Dubcek, un sui generis dirigente del Partido Comunista de Checoslovaquia, impulsó en su país el sueño de un socialismo más abierto conocido como la Primavera de Praga, una efímera etapa aplastada sin piedad por los tanques soviéticos apenas ocho meses después.
Desde finalizada la Segunda Guerra Mundial (1945), Checoslovaquia (hoy República Checa y Eslovaquia) se había consolidado como uno de los países más avanzados de la Europa de postguerra, donde el intento de construcción del socialismo se fundamentaba en un fuerte consenso y apoyo popular. Ese apoyo, aparte de la contención social que implicaba el sistema, tenía su origen más inmediato en el decisivo papel desempeñado por los luchadores comunistas en la activa resistencia de checos y eslovacos contra el nazismo.
La muerte de Stalin (1953) y la llegada al poder en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) de Nikita Kruschev –con ideas reformistas– facilitaron que en Checoslovaquia se diera un periodo de “desestalinización” que empujó la presión pública por reformas más sustanciales. En 1968, Dubcek, tras ser nombrado nuevo líder del PC checoslovaco, inició una serie de reformas radicales y declaró que el partido seguiría una política de “socialismo con rostro humano”, que entre otros elementos incluía una reducción del control burocrático y mayor tolerancia hacia los deseos libertarios de los ciudadanos. El breve período reformista tuvo tres momentos clave: el congreso de los escritores checoslovacos, que exigieron la puesta en práctica de las libertades ciudadanas reconocidas en la Constitución socialista; las manifestaciones estudiantiles; y el enfrentamiento de los comunistas reformadores con los sectores más inmovilistas del partido.
En la medida en que fue quedando claro, el intento de Dubcek –no meramente nominal, sino concreto– de construcción de una sociedad socialista por fuera de los lineamientos de la URSS, se desató el enfado del Kremlin.
En plena Guerra Fría, este incipiente proceso de reformas constituía un desafío para la hegemonía de la URSS en Europa Oriental, donde se habían implantado gobiernos comunistas después de la Segunda Guerra Mundial. El temor soviético por los cambios introducidos en Checoslovaquia fue que estos podían llevar a ese país a abandonar el bloque de sus aliados y así sentar un peligroso precedente.
En agosto de ese año, Dubcek y sus compañeros renovadores dieron otro paso adelante publicando en la prensa los nuevos estatutos del partido. Incluían conceptos nuevos, como socialismo humanitario y democrático. Para los sectores más tradicionalistas del comunismo checoslovaco, estas nuevas categorías así como su nuevo lenguaje representaban una claudicación y eran indicio de traición, de abandono, de inadmisible restauración de la cultura burguesa.
“Danubio” fue el nombre en clave del plan de ataque militar, que se inició el 20 de agosto a las 11 de la noche. Con el beneplácito de los gobiernos de la Unión Soviética, la República Democrática Alemana, Polonia, Bulgaria y Hungría, 200 mil soldados y unos 5.000 tanques del Pacto de Varsovia atravezaron la frontera checoslovaca. Precedidos por las tropas aerotransportadas, los tanques invasores entraron en Praga seis horas más tarde, a las 5 de la mañana del 21 de agosto. La ocupación de Checoslovaquia causó un centenar de muertos y fue seguida por una ola de emigración nunca vista antes, que se detuvo poco tiempo después. Se estima que 70 mil personas huyeron de inmediato, y en total se llegó a 300 mil emigrantes.
“Me hicieron esto a mí, a mí que he dedicado toda mi vida a la cooperación con la Unión Soviética. Es la mayor tragedia de mi vida”, lamentó Dubcek antes de ser arrestado, deportado a Moscú y obligado a firmar un protocolo humillante sobre “la normalización de la situación”.