La Atenas del Norte. Eso quisieron construir cuando, en el siglo XVIII, inflamados de espíritu iluminista, los miembros del gobierno escocés pusieron en marcha un plan titánico para ampliar la ciudad capital y erigir una réplica del Partenón en su punto más alto. El plan de la “ciudad nueva” se llevó a cabo: un joven arquitecto ganó el concurso público y diseñó los barrios que lograron drenar el hacinamiento del casco amurallado original. El plan del Partenón, en cambio, quedó trunco: el presupuesto se acabó cuando solo habían alcanzado a construirse doce columnas y eso es todo lo que puede apreciarse hoy sobre la cumbre del parque Calton Hill. A mitad de camino entre Atenas y una caótica ciudad medieval de piedra negra, Edimburgo es una belleza exótica, el resultado de una mezcla misteriosa. Una ciudad sobre la que es imposible escuchar contraopiniones: todos dicen que es hermosa. 

El centro histórico de una ciudad construida “capa sobre capa”.

NACIMIENTO CON CASTILLO El castillo de Edimburgo es el centro de la ciudad y no solo en el sentido geográfico: es la atracción turística más visitada de Escocia, el lugar hacia el que fluyen cientos de personas cada día. Fue construido en los altos de una colina volcánica en el siglo XII a modo de fortaleza y no hace mucho tiempo empezó a ser usado con fines civiles. En ese castillo sucedieron todos los avatares de la vida medieval –nacieron y murieron reyes y reinas, fue destrozado por ataques, reconstruido, vuelto a asediar– y hoy todo eso está contado en los tres museos y las múltiples salas y exhibiciones distribuidas en su gigantesca estructura de piedra, a la que se accede pagando una entrada de 17 libras esterlinas. Todos los días excepto los domingos, a la una en punto, se dispara un cañón, lo que originalmente servía para poner en hora los relojes y hoy es fiesta para los turistas, la explosión que cada día hace vibrar la ciudad.

El castillo está emplazado en uno de los extremos de la Royal Mile, una avenida que termina en el Palacio de Holyroodhouse –la residencia oficial de la reina Isabel II en Escocia– y traza la columna vertebral de la ciudad vieja. Esta calle de adoquines es la pasarela central de los turistas y por eso hay hombres vestidos con kilt tocando la gaita a cambio de unas monedas y múltiples locales donde comprar shortbreads (las clásicas galletitas de manteca escocesas) y prendas de lana con el cuadrillé típico. También hay, a cada paso y empezando por la Catedral de St Giles, puntos turísticos donde detenerse. En este sector, el más antiguo de la ya antigua ciudad de Edimburgo, cada piedra tiene una historia que contar. 

DESDE LAS ALTURAS Calton Hill, al que se accede luego de una breve trepada, fue el primer parque público de la ciudad y tiene la particularidad de reunir con gran poder de síntesis lo que Edimburgo quiso ser y lo que es. Allí, además de otras estructuras erigidas en honor a filósofos y comandantes de la marina, está emplazado el monumento dedicado a los soldados escoceses muertos en las guerras napoleónicas: el Partenón de doce columnas. Lo inconcluso del monumento se compensa con la abundancia de las vistas a su alrededor. Desde allí puede obtenerse una panorámica 360°, dentro de la que se cuela el estuario del río Forth, su desembocadura en el Mar del Norte, el puerto, el castillo en las alturas, la paleta sepia de la ciudad vieja.

Después de la escalada al parque y especialmente si la visita se realiza un día de frío es una buena idea bajar a reponer energías y calentar el cuerpo con un trago. Hay múltiples lugares donde degustar whiskey escocés y un museo que le está íntegramente dedicado, The Scotch Whisky Experience. El plato típico es el haggis, que se prepara con menudos de oveja, cebolla picada, harina de avena, hierbas y especias, todo embutido dentro de una bolsa hecha con el estómago del animal y cocido durante varias horas. Esta comida tiene su origen en las barriadas populares pero, barnizada por el glamour del tiempo, se encuentra disponible en bares tradicionales o en los restaurantes de los hoteles más exclusivos, como el Balmoral, donde puede pedirse acompañada de crema de whiskey y costar más de 10 libras.

Calles adoquinadas y antiguas casas donde cada piedra tiene una historia que contar.

VESTIGIOS Por los límites de la muralla, la parte antigua de Edimburgo creció caóticamente y sin la infraestructura adecuada. Antes de que se construyera la “ciudad nueva”, al otro lado de los Jardines de la Princesa, la gente de distinto pasar económico vivía entremezclada, una sobre otra en edificios que crecían a lo alto y conectados por pequeños pasajes y escaleras. Las cloacas no existían y el método de evacuación de las aguas residuales era un tanto más casero: cada noche al grito de gardy loo (una deformación del francés “agua va”) se arrojaba el contenido recolectado en baldes por las ventanas. Por esos tiempos los habitantes de Edimburgo solían llamar a la ciudad auld reekie, que sintetizaba en dialecto escocés la idea de una ciudad vieja y llena de vapores inmundos. 

Si bien hoy Edimburgo está lejos de ser inmunda los vestigios de la ciudad hacinada y sobreconstruida que fue pueden encontrarse si uno camina atento. En un estacionamiento ubicado en un lateral de la catedral de St Giles, exactamente en cubículo marcado con el número 23, hay una placa: la tumba de reformador protestante John Knox, que murió en 1572. Es la única placa que puede verse pero no el único muerto que yace bajo el chasis de los autos. Este terreno fue alguna vez el patio de la iglesia, un lugar de entierro. 

“Esta ciudad está construida capa sobre capa –dice el guía de uno de los tantos walking tours que salen cada día desde la Royal Mile–. La gente se olvida de lo que hubo antes y pone algo nuevo encima. Por eso es un problema construir en esta ciudad: cada vez que alguien hace un pozo, aparecen restos humanos”.

Edimburgo es una “capital fantasmal”, con toda clase de relatos misteriosos.

MITOS, MUERTOS Y FANTASMAS En Edimburgo sobran los cementerios y las tumbas célebres y si bien tiene sentido atribuirlo a la cantidad de gente que ha muerto a lo largo de la historia de esta ciudad, uno se permite fantasear con explicaciones menos racionales: Escocia es, simplemente, la escenografía perfecta de un cementerio, un paraíso lúgubre. Las tumbas repartidas en colinas verdes, la luz filtrada por una capa fina de nubes, la niebla flotando al ras de una tierra partida por el invierno. 

Muy cerca del parque Calton Hill está el cementerio Old Calton Burial Ground y, adentro, el lugar de entierro del filósofo David Hume. No lejos de ahí, sobre la Royal Mile, se encuentra el Canongate Kirkyard donde está la tumba de Adam Smith y, a pocos pasos, la del poeta Robert Fergusson. El cementerio Greyfriars, también en el centro de la ciudad, es uno de los más visitados por los turistas gracias a Harry Potter y su autora, J.K Rowling, que escribió parte de su saga sentada en un bar con vista a ese lugar y tomó de sus placas fúnebres los nombres de algunos de sus personajes. 

Pero en esta ciudad no solo hay lugar para los muertos tradicionales y los finales grises de reposo eterno. En Edimburgo las historias fluyen como un río y se aferran a estatuas, bares, rincones. Las hay tiernas y de final feliz –como aquella de Bobby, el perro que una vez muerto su dueño vivió catorce años sobre su tumba y hoy tiene su propia estatua frente al cementerio– pero el fuerte de la ciudad son las historias de ultratumba. Los muertos que rasguñan a las personas que se les acercan demasiado, las almas en pena de los delincuentes ejecutados en la calle, las mujeres quemadas por brujas, los niños fulminados por la peste. 

Hay múltiples tours dedicados sólo a conocer fantasmas locales y lugares tenebrosos. Algunos incluso se adentran en la ciudad subterránea: los callejones medievales que han quedado sepultados por las nuevas construcciones. Es que Edimburgo, como bien dijo el guía, es una ciudad construida capa sobre capa y su Partenón, más que las doce columnas sobre Calton Hill, la torre de historia sobre sus calles.