“Quise contar una historia de pioneros, casi como un western, en la que la gente encuentra el confort en pequeñas cosas”. Así define, en pocas palabras, a su película Mudbound la joven directora Dee Rees. Con solo cuarenta años y ya conocida y premiada en numerosos festivales por su ópera prima Pariah (2011) –marcada por su propia experiencia como adolescente negra y lesbiana–, Dee Rees es una figura interesante en el cine estadounidense del presente, capaz de remover a las historias de negros del ghetto culposo al que el mainstream las confinó en los últimos años, cargadas de un revisionismo políticamente correcto y pensadas más desde los mandatos de la agenda global que atentas a la perspectiva histórica del momento retratado. Rees logra con Mudbound una mirada propia que excede el texto de Hillary Jordan que le da origen, una actualidad que no anula la reflexión ni la asfixia en la coyuntura, una película de gran entereza y humanidad. Producida por Netflix y celebrada por la crítica estadounidense –y con sólidas posibilidades de ser una de las firmes candidatas en varias categorías de los premios Oscar– se aleja de los condicionantes que puede ofrecer el streaming para lograr una puesta eminentemente cinematográfica, anclada en los espacios abiertos del delta del Mississippi, inmersa en una luz crepuscular que tiñe a la tragedia de los ocres colores de luchas y derrotas. 

Lazos de barro

En una reciente entrevista con el diario británico The Independent, Rees destaca su atención a esos pequeños detalles como una especie de homenaje a los recuerdos de su abuela, que siempre le hablaba de los lujos del agua fresca y el baño matinal en la dura vida en el campo. Allí también reflexiona sobre una escena que resulta clave para entender el espíritu de la película. El joven Ronsel (Jason Mitchell) ha vuelto de la Segunda Guerra luego de combatir en el batallón de los Panteras Negras al mando del General Patton. De repente, ha dejado de sentirse parte de un país que al regreso lo desprecia, de tener un amor y una vida de heroísmo y liberación. En ese regreso se encuentra con su familia en la granja que arrendan desde hace varias generaciones. Mientras su padre asiste a la celebración religiosa con todos sus hermanos, Ronsel se sienta en la entrada de la casa junto a su madre y le regala un chocolate. “Cometelo todo, es para vos”. Ese pequeño lujo, culposo a los ojos de una madre acostumbrada a postergar sus deseos, a ceder al bienestar de su prole, se convierte en un notable triunfo para la película, un momento íntimo logrado a partir de una conversación secreta entre madre e hijo, emblema de un cambio en Ronsel que lo despega lentamente de ese aparente estado de inamovible sumisión. Rees cuenta al medio inglés que esa escena no estaba en el libro, que decidió filmarla de esa manera como parte de su intento de evocar la vida de sus abuelos, de hacer presente su propia historia. 

Así como Charles Dickens contó su Historia de dos ciudades, la novelista Hillary Jordan -nacida en Dallas el año de la muerte de Kennedy- contó la historia de dos familias, una blanca y una negra, habitantes del delta del Mississippi durante los años de la Segunda Guerra. Sin embargo, Mudbound no es solo una historia sobre el racismo, no por lo menos en la mirada que ofrece Rees en su adaptación –realizada sobre un primer guión de Virgil Williams, al que realizó numerosas modificaciones– , sino una historia sobre la supervivencia en tiempos difíciles, sobre amistades impensadas y amores desdichados, sobre heridas silenciosas y duraderas, sobre regresos sin gloria. Así como comerse toda la tableta de chocolate es casi un desafío, también lo es ser un soldado negro cargado de medallas para los patriarcas blancos que regían los tiempos de la posguerra, o torcer el destino de campesino para el hijo de una familia de granjeros arrendatarios que soñaban con acceder algún día a la propiedad. Rees agrega que en el diario íntimo de su abuela que ella conserva, “aparecía escrito que de grande no quería tocar más el algodón, que ella quería ser taquígrafa. Por eso decidí poner ese deseo en la voz de la hija de los Johnson. Me hizo darme cuenta de todo lo que no había preguntado, de todo aquello a lo que no le había prestado atención”. 

Dos familias, muchas voces

La cabeza de la familia McAllan es Henry (Jason Clarke), un ingeniero que ha decidido abandonar la ciudad de Memphis e invertir todo su dinero en una granja a orillas del Mississippi, llevando consigo a su esposa Laura, sus hijas y su padre que ha quedado viudo. Laura, casada tardíamente para escapar a su destino de solterona, se ve inmersa repentinamente en una vida que no entiende del todo, marcada por un suegro déspota y racista, por un marido ceñido a los dictámenes de la época, a una hombría forjada en la autoridad y la fuerza. La voz de Laura, su desoladora tristeza, su irremediable soledad, se convierten en una de las entradas fundamentales al relato, construida gracias a la notable interpretación de Carey Mulligan y a la melancolía que acompaña su devenir en los húmedos espacios. La aparición de su cuñado Jamie (Garrett Hedlund), joven bon vivant y estudiante de Oxford que luego termina de piloto de avión en la guerra y regresa preso de angustias y fantasmas, representa ese manojo de fantasías inconclusas, de amores de novela romántica y canciones al piano. 

Los Jackson alquilan una parcela de la granja de los McAllan, adheridos a esa tierra por años de trabajo, por la historia de sus antepasados, por el derecho que les da su sacrificio y que les niega un Estado regido por la tiranía de la selecta propiedad. Hap (Rob Morgan) y su esposa Florence (Mary J. Blige) cultivan la tierra para pagar la renta y lograr que sus hijos tengan algún día una vida diferente. Rees cruza de manera inteligente las diferencias de raza con las de clase, construyendo un entramado de poder complejo y nunca lineal. Los Jackson no tienen acceso a la puerta principal de los comercios, deben bajar la cabeza ante los maltratos de sus jefes blancos, aceptar tratos injustos y resistir con los suyos, siempre en silencio. Sin embargo, ese estado de opresión está lleno de grietas, de pequeñas batallas dadas en reacciones inesperadas, en oposiciones no por desiguales menos válidas. Rees equilibra los narradores con soltura, escapa a una voz en off homogénea y consigue que las mismas experiencias disparen reflexiones encontradas o complementarias. Solo Florence es capaz de comprender el desamparo de Laura, la desesperación ante la enfermedad de sus hijas, la angustia ante la soledad y el desamor. Pero su condición de negra tiñe la relación de cierta ambigüedad: como blanca, Laura no deja de ser representante de la dominación, pero en tanto mujer y madre nacen afinidades, complicidades que dinamitan todo atisbo de rigidez en las relaciones. 

Amigos y enemigos

El final de la guerra cambia la situación de ambas familias. La llegada de los combatientes genera un estado de espera, de reacomodamiento, de celebraciones y expectativas. Jamie es el héroe que todos aguardan: para el padre es el soldado con condecoraciones, el triunfante ejecutor de tantas muertes; para el hermano, un par de brazos fuertes para trabajar en la granja, el espejo ideal en el que no quiere mirarse; para Laura, el hombre de sueños perdidos, ese amor silenciado por deberes y lealtades. Pero Jamie es, en realidad, un hombre quebrado por sus dolorosos recuerdos del combate, por los amigos perdidos, por esas muertes anónimas. Es alguien que solo encuentra refugio en el alcohol y en una amistad inesperada forjada en la cofradía con Ronsel, en la memoria del campo de batalla, de ese heroísmo lejano y amargo. 

La amistad con Jamie, hijo de quien lo desprecia como un animal, de quien lo repudia como un inferior, no es la única paradoja de la vida de Ronsel: es en territorio enemigo, entre los bombardeos alemanes y el fragor de la ofensiva, donde experimenta el verdadero aire de la libertad, desconocido hasta entonces en su vida civil. Aquí la película recuerda la ambigua sensación que invadía el regreso de los combatientes de Los mejores años de nuestras vidas de William Wyler, filmada al calor del inminente cese del fuego. Película también amarga, llena de contradicciones, que mostraba cómo la guerra arrancaba a los hombres de sus vidas para llevarlos a la cima de una lucha ajena y luego sumergirlos nuevamente en la desorientación y el sinsentido. La clandestina amistad de Jamie y Ronsel, resistida como impropia, como atentado a los mandatos de dominio y pertenencia, se convierte en un oasis para ambos, el sentirse humano con un blanco para Ronsel, el sentirse hermano y compañero con un igual para Jamie.

Del pasado al presente

“Con la película me propuse cuestionar mi propia herencia y cuestionar la misma idea de familia. No se puede ofrecer una mirada a la historia colectiva sin exponer la propia historia. Si alguien va hacia el pasado y encuentra a un esclavo, otro podrá ir también y encontrar al dueño de ese esclavo. Las líneas no están desconectadas. Hay líneas que nos conectan con nuestros antepasados y no se pueden ignorar, porque ese pasado es el que también aparece cuando hoy educás a tus hijos”. Así como Rees hilvana pasado y presente en las historias de sus personajes, confronta también dos zonas de guerra, la de los Aliados contra Hitler en Europa y la de blancos y negros en unos Estados Unidos embriagados de triunfalismo. Esa otra cara de la América de posguerra, la del progreso y el confort, adquiere el tinte más oscuro en la húmeda cuenca del Mississippi, preñada de odios y disputas sangrientas, de complicidades y falsos heroísmos.

 “Para mí, mirando la Gran Migración (el traslado de millones de afroamericanos desde las zonas rurales del sur al norte y el medio oeste urbano), siempre pensé que los que se quedaron en el sur eran los débiles y los que se habían ido eran los fuertes. Pero no siempre es así. A veces es más fácil dejar todo atrás”. Salir del lodo, abandonar esa lluvia constante, ese sol implacable y abrasivo, el duro trabajo en la tierra, los azotes y las humillaciones, es el camino liberador por excelencia. Pero otras veces, como queda claro en la mirada de Florence, esa tierra demanda la lucha persistente, la atención a los cambios de humores y estaciones, el estar siempre en movimiento. Ajena a la sumisión patriarcal y religiosa de su marido, Florence teje estrategias de consciente supervivencia, estudia su derredor, ausculta cualquier indicio lejano. 

Consciente de las lecturas que su película abre hacia un presente marcado por el reverdecer de un racismo rancio y más enquistado de lo aceptado en los Estados Unidos, alimentado asimismo por la bulla y el histrionismo de los años Trump, Rees no cae en el facilismo de atar su película a un esperado alegato. Todo su mundo trasunta vida y complejidad, todos sus personajes tiene articulación moral y peso dramático, no deja que las ideas que la guían asfixien la libertad del relato. Incluso el personaje más cerrado como el padre racista de los McAllan, delinea su villanía como funcional a un conflicto que se da de manera oblicua y latente entre los demás personajes. Ese mundo teñido de pinceladas ocres, de soleados y húmedos atardeceres, de infinitas lluvias y toneladas de barro, es en el que Rees afirma a sus criaturas, nunca ajenas a instantes de alegría y de crueldad, nunca perdidas en el martirio. Siempre alertas, siempre, como su cámara, en movimiento.