Primero, los hechos de la historia: en el verano del 76 Liliana Vanella y Dardo Alzogaray enterraron parte de su biblioteca en un pozo de cal en el fondo de la casa que estaban construyéndose en Villa Belgrano, al noroeste de la ciudad de Córdoba. Ellos dos, jóvenes estudiantes comprometidos, tenían una biblioteca pequeña pero cargada. El mismo día que terminaron de ponerlos bajo tierra, un camión militar paró en la puerta de la casa para preguntar la dirección de un conocido suyo que vivía a pocas cuadras. Ellos fingieron no saber, no recordar. Conscientes del peligro, decidieron exiliarse. En agosto de ese año Dardo viajó a México y pocos meses después lo siguieron Liliana con Tomás, su hijo recién nacido. Pasaron los años y la casa fue ocupada por distintos parientes que nunca supieron que en el patio, bajo dos metros de tierra, nylon y arena, se ocultaban páginas de Antonio Gramsci, Mao Zedong, Marx y Trotsky. Con el retorno a la democracia, la familia volvió a Villa Belgrano. Nunca habían olvidado los libros, a los que inmediatamente se pusieron a buscar. Tras varias excavaciones fallidas, dieron con un bulto, pero al despejar la tierra que lo tapaba vieron que su contenido estaba completamente deshecho por la humedad. Sin ánimo de sufrir, de ver esos objetos amados convertidos en hongos y polvo, taparon el hueco nuevamente.
Treinta años más tarde, como si de algún modo esos libros ocultos no hubieran dejado de emitir su mensaje poderoso, Tomas Alzogaray Vanella, el hijo del matrimonio, decidió volver al asunto. Convertido en director teatral y artista plástico, emprendió junto con Gabriela Halac –editora, escritora, artista y responsable del espacio de producción DocumentA/ Escénicas de Córdoba– una investigación acerca de esa biblioteca enterrada. Es que ¿de qué habla una biblioteca oculta? ¿Qué dice un libro que no se puede leer? ¿Qué dice de sus dueños y lectores originales, y de sus enterradores virtuales, es decir, la sociedad en la que estuvo inmerso y que decidió sacarlo violentamente de su vista? Con la idea de empezar a responder estas preguntas, Tomas y Gabriela trazaron un plan, que incluyó diversos diálogos. Comenzaron con entrevistas a Dardo y Liliana. Tiempo después, gracias a ganar el subsidio Plataforma Futuro del Ministerio de Cultura para proyectos interdisciplinares, el dúo –que se había convertido en trío, con la incorporación del académico Agustín Berti– se decidió a delinear los pasos para hacer un gesto algo más radical: el desentierro real. Mover las toneladas de tierra que separaban esos libros –o lo que quedara de ellos– del tiempo presente.
Y de toda esa experiencia tan vital y política, literaria y manual, efímera y compleja, da cuenta La biblioteca roja, brevísima relación de la destrucción de los libros. Un libro extraño, inclasificable, coral, que intenta abordar por distintos ángulos el suceso de la biblioteca enterrada y su posterior desentierro. Fotos, entrevistas, ensayos, y hasta instrucciones reales para enterrar un libro, están incluidas. Porque, como alguien afirma en el texto: “La historia ha demostrado que cada tanto, hay que enterrar”.
Los libros de la buena memoria
La biblioteca roja narra la formación, enterramiento, desenterramiento fallido y exhumación final de una biblioteca. En el medio hay reflexiones, datos, teorías en las que las voces de los tres autores se mezclan con muchos otros a quienes fueron consultando sobre el procedimiento más conveniente para la tarea que se proponían hacer. Hablan varios integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense, químicos de suelos, conservadoras de papel, paleontólogos y archivólogos.
Halac cuenta sobre el inicio del proyecto: “En el caso de Tomás, creo que la historia de ese entierro fue muy importante en el relato familiar ya que marca el momento donde se toma conciencia del peligro que corrían, el mismo peligro que los llevó al exilio. En mi caso, el trabajo de cruce entre escritura, libros, memoria, está en toda mi obra. Incluso una exposición en el 2013 en el Museo Ex-Teresa de México por primera vez trabajé sobre la memoria de la biblioteca quemada de mi padre. A partir de conocer la existencia de la biblioteca en el patio de los papás de Tomás, inmediatamente supe que había que trabajar sobre esa historia en un proyecto del cual al comienzo no tenía mucha claridad. Pero la existencia del patio, el acceso que teníamos a él, el hecho de que los libros nunca se hubieran rescatado, todo eso, era una condición que me generaba grandes expectativas y que nos permitía acercarnos a la idea de excavar.”
Esa investigación tomó forma de relato coral. En un principio están las voces de sus protagonistas, Liliana y Dardo, que en dos entrevistas extensas cuentan –con leves diferencias que demuestran la vitalidad de la memoria– qué es exactamente lo que había allí. También aparece el modo en que esos libros llegaban a sus manos, como parte del cotidiano de una juventud que venía movilizada desde el Cordobazo y que estaba ávida por leer no solo teoría política sino también poesía, novela, ensayo, de Nicolás Guillén a Oliverio Girondo, pasando por García Márquez, Cortázar, el recientemente traducido estructuralismo y casi todo lo que publicaba el Centro Editor de América Latina. Dardo explica en la entrevista: “El libro era muy apreciado, porque en ese momento no había fotocopia, así que tenías que comprarlo. Estaba la posición de que si no se compraba se expropiaba, porque la cultura tenía que ser para todos, que el mostrador de la librería tenía que ser justo. Había una circulación de mucha literatura”.
Liliana suma que la decisión de enterrar los libros no fue individual sino colectiva. Tanto al nivel de los grupos más o menos organizados, como de las familias y de los amigos, era necesario resguardarse y resguardar las cosas que para ellos eran importantes. “Los enterramos porque los queríamos salvar”, dice. Luego, con el retorno a la democracia y su repatriación –cargados de libros que esta vez traían de México, adonde habían seguido formándose– ocurrió la gran decepción al ver el estado de deterioro de sus libros. “Es muy feo meter la pala y encontrarte con un montón de papel picado”, decía Dardo. Liliana agregaba que no conoció a nadie que haya enterrado libros que los haya podido recuperar tal cual, pero que al mismo tiempo, verlos, saber que estaban ahí, fue una forma de resarcimiento: “Los encontramos en el sentido de decir ‘aquí estaban’, los libros no desaparecieron. Haberlos encontrado fue importante, más importante que haberlos encontrado deteriorados.”
Euforia y luto
Es así como el 7 de enero de 2017 –exactamente un año atrás– comenzaron las excavaciones en la casa Villa Belgrano. El patio verde se convirtió en un campo revuelto y negro, la tierra se abrió. Los voluntarios del EAAF diseñaron la cuadrícula a excavar y la dibujaron con hilos y estacas sobre el suelo. Ocho personas excavaron sin pausa, haciendo caso omiso al furibundo sol de enero. En el texto Halac describe esos momentos como el paso del “mapa al territorio” y de la idea de “encontrar un tesoro” a otro mucho más trágico, que se hizo presente al aparecer la tierra removida, el lugar atávico de los muertos. “Nos encontramos entre el tesoro y el desaparecido, entre la euforia y el luto, entre la biblioteca y la fosa común”, escribe. Tomás Alzogaray Vanella también lo dice en su texto: “Se removieron las entrañas, desenterramos los años, se abrió un portal, brotaron las ausencias de la tierra como un géiser”.
Durante las entrevistas que habían realizado en la investigación, Darío Olmo, uno de los fundadores del Equipo Argentino de Antropología forense y también subsecretario de Derechos Humanos de la Provincia de Córdoba, les había dicho a los autores del proyecto: “Toda excavación arqueológica es un fenómeno único, destructivo e irrepetible.” Y esto recuerdan y comprueban, parados al borde del pozo. Dos días después, la pala chocó con una superficie dura. Esperanzados, demarcaron, anotaron, midieron. Cavaron un pasillo lateral más profundo hasta comprobar que estaban frente al hallazgo: un pequeño pozo de dos metros de diámetro, donde están guardados los libros. Eran dieciséis bultos, envueltos en bolsas de nylon y atados con un hilo azul en forma de cruz. Fueron desenterrándolos de a uno y extrayendo a la superficie. En el libro están sus fotografías, cada uno de ellos, junto a la ficha en la que se describe su materialidad y estado de conservación. Son coloridos: celeste, rosa, beige, naranja, alguno de ellos están atravesados por raíces, aplastados y amalgamados con el suelo hasta el punto de casi convertirse en algo más del orden de la naturaleza, que del mundo cultural. Solo dos permiten leer algo de sus tapas, uno de ellos dice: “Frases del presidente Mao Zedong”.
Con estas fotos y estas fichas, el libro se completa. Una memoria de dos grandes performances: un entierro y un desentierro. Curiosamente y a pesar de todas las connotaciones mortuorias del caso, en ambas, el gesto es de pulsión de vida, de conservación. Como si la tierra hubiera tenido que cubrir, salvar, esos objetos tan importantes, materiales, metafísicos y fundamentalmente metonímicos, que son los libros. Son tantas las connotaciones que se abren a partir de esto –políticas, sociales, literarias, privadas– que parecen hasta difíciles de enumerar. Agustín Berti, investigador de las dimensiones materiales de la escritura y del futuro del libro como objeto, dice en su texto: “Así como la memoria y el pensamiento se constituyen a partir de olvidos y recuerdos, la cultura se edifica sobre la destrucción y la preservación de distintos artefactos.” Desde la Biblioteca de Alejandría hasta nuestros días, los libros no han perdido ese efecto, ese poder. Hablan, piensan, recuerdan por nosotros.
Los libros de esta biblioteca roja son ilegibles, han perdido su función original, nadie podrá leerlos como alguna vez lo hicieron Dardo y Liliana. Sin embargo, el mensaje que llevan hoy es quizás más potente, más singular, está en el límite mismo, en una suerte de limbo entre cultura y naturaleza, presente y pasado, memoria y olvido, uno se pregunta ¿un libro puede morir? Es imposible no mirar una de las fotografías de los libros sobrevivientes y no pensar en la disolución de la carne, la desmaterialización de los objetos, a la vez que en el poder de las ideas, la fuerza de la vida resistiendo, no pensarlas como extraños símbolos de la violencia y también de utopía.
Y todo eso es hoy un libro. Porque también del amor a los libros es que trata esta aventura. Como cierra Liliana: “Esa es la historia, parte de la historia, pero está ligada a que la biblioteca se construye en el tiempo, uno está permanentemente adquiriendo libros, buscando libros, te regalan libros, prestamos libros, perdemos los libros, los libros en la biblioteca circulan. Entonces es la vida que tiene la biblioteca, el tema de las bibliotecas y los libros es un problema, nunca tenemos suficiente lugar donde guardar lo libros, pero no es malo. Es un buen problema.”