“Confieso, no me vencieron los militares argentinos, pero ya no puedo más” escribió Eduardo Dellagiovanna, argentino, de 65 años, en el mensaje que envió a  las 6 y 14 de la mañana del 7 de enero de 2017 al sitio de Radio Onda d’Urto. Después, con un arma cuyo permiso de portación estaba vencido, se pegó un tiro en la cabeza. Ex militante del PRT –ERP, exilado en la ciudad de Brescia, Italia, donde se desempeñó como activista político– llegó a ser presidente de APASCI (Asociación para la Paz , la solidaridad y la cooperación internacional), recordado por sus  compañeros como muy combativo en las campañas de boicot a la realización del mundial en Argentina a fines de los setenta y la lucha contra la  instalación en Italia de los misiles Pershing y Cruise a principios de los ochenta, escribió su mensaje final  como acusación al sistema democrático europeo, a través de dos de sus instituciones: el sistema previsional y el de subsidios  por desocupación de Italia. Un año después su mensaje podría ser traducido al presente. A tono con la invitación a  la guerra del cerdo que planteó Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional al detonar la alarma neoliberal con su anuncio de la longevidad como amenaza para la sustentabilidad de las finanzas públicas, las aseguradoras y las entidades privadas (nada de retórica humanitaria ni siquiera la del tradicional paternalismo burgués) y la reforma previsional  aprobada el lunes 19 de diciembre en la Argentina, esta pieza oratoria magistral podría convertirse en un Yo acuso en tiempos neoliberales, sucursal Macriland. Clásica en la cita de la literatura de izquierda –Galeano y Benedetti–, lo es también en respeto al modelo de la Carta a la Junta Militar escrita por Rodolfo  Walsh  pero si en esta última  el efecto número se utilizaba como un cálculo realizado por la lectura entre líneas de la prensa oficial y la clandestina y el registro de testimonios (“Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados (…) 7000 hábeas corpus negados...”) Dellagiovanna, le tira al estado italiano, junto con su cadáver la descripción exhaustiva en primera persona de su vida precaria: 3 bypass, la operación de un carcinoma, el suicidio de una ex esposa, la muerte  de otra dos días después de cumplir 44 años, 7 meses de alquiler adeudado junto con 360 euros al banco por un préstamo cuyas últimas cuotas no pudo pagar, facturas aún no vencidas de gas y luz  por un total de 108 euros, 1,85 centavos en su cuenta bancaria y nada en el bolsillo. Es decir no es un Sócrates que debe un gallo a Esculapio sino el equivalente a mil gallos. Cada cifra es demoledora y el tono personal, lejos de constituir un ademán narcisista, es el de quien sabe que su palabra representa la de muchos (“me gustaría publicar mis reflexiones - condiciones de vida, por lo menos éstas que desgraciadamente comparto con millones de personas en este país y en el mundo”). Dellagiovanna clausura con su mensaje el suicidio romántico: nada de hacerse marcar la tetilla por un médico para no fallarle al corazón como el poeta José Asunción Silva, nada de morir en arte como el artista Alberto Greco que antes de ser abatido por el efecto de los barbitúricos se escribió en la mano izquierda la palabra “fin”. Junto con la caducidad de los grandes relatos parece haberse decretado la de las grandes razones para el suicidio como la Patria  sojuzgada  o el honor: basta una boleta de ABL. Pero hay tal vez en el este texto espléndido y trágico una cita del suicidio de Lisandro de la Torre en la demanda de unas pompas fúnebres laicas seguidas de la cremación lejos de las honras públicas y la elección de la fecha sorteando el día de reyes (De la Torre se suicidó un 5 de enero, Dellagiovanna el 7). Como detalla en el comienzo de su mensaje lo que un tipo de su generación e ideología definiría en términos de “condiciones objetivas” como suicidado estatal fueron: desocupado por razones de recorte de presupuesto desde junio de 2015, luego de 34 años de aporte, estirada por una reforma previsional su edad para jubilarse, tendría que pasar 18 meses antes de que pudiera reingresar en el sistema para sobrevivir. ¿La doctora Carrió le hubiera aconsejado una hibernación a lo Walt Disney que citó tan inoportunamente durante la investigación por la muerte de Santiago Maldonado?

Yo, Daniel Blake

“Soy en formato lápiz” declara el pensionado Daniel Blake de la película de Ken Loach ante la encerrona digital a la que lo condena, luego de ser acogido por el organismo estatal Pensión de empleo y Ayuda de Newcastle debido a un infarto masivo y ser considerado por una evaluación errónea como apto para volver a trabajar –las preguntas se centraban sobre su capacidad para levantar los brazos y ponerse un sombrero, apretar el botón de un teléfono o de no mearse antes de llegar al baño–. Su apelación deberá ser considerada, según averigua a través de la cadena de voces grabadas que conocen todos los jubilados y pensionados del mundo y otras víctimas entre las que el hit es “todos nuestros operadores están ocupados en este momento”, pero como su mala evaluación no tiene en cuenta literalmente el corazón, deberá  solicitar la Pensión para la búsqueda de empleo. Como también saben los jubilados y pensionados del mundo, el Gran Hermano de la voz grabada lleva al Gran Hermano de los formularios por internet que lo enfrentará a su vejez cultural –tragicómica es la escena en el locutorio en que Daniel Blake enarbola el mouse (“vaya nombrecito” exclama) como si fuera una brocha de pintor. 

Daniel Blake lucha por toda la película de Ken Loach, ese marxista, obrerista que opone a las series sobre la realeza y sus trapitos al sol sacados en palacio, películas cuyo escenarios son las viviendas populares, los pub y las veredas donde hacen cola los refundidos del capital. Oscuramente el carpintero Daniel Blake, el del “formato lápiz”, sabe que el formato digital, amén de su funcionalidad, facilita que el cuerpo presente y alzado de los rebeldes sea reprimido mediante la separación técnica de los cuerpos responsables de sus via crucis de gestión a través de sus intermediarios. Los saberes de Blake son saberes para pobres, como el uso de los paneles de envolver con globitos colocados en la ventana que permiten caldear mediante la luz del sol una habitación helada lo mismo que  cuatro velitas y dos macetas de barro, construir móviles de pescaditos  hechos con maderas sobrantes y... una casa completa desde su base hasta su sistema eléctrico y de agua corriente. Así como Eduardo Dellagiovanna  fue condenado por el sistema a sobrevivir entre la baja de un subsidio por desempleo y la jubilación, Blake deber hacerlo en el espacio entre el mal resultado de su evaluación y su diferida  apelación, buscando un empleo que no podría aceptar sin riesgo de muerte. Pero Blake no se rinde y hasta llega a concurrir a un curso de Curriculum actualizado donde un experto instruye a desocupados a sobresalir en sus solicitudes de empleo y promete un futuro donde los CV se envíen mediante videos accionados por teléfonos inteligentes. La película se llama previsiblemente Yo, Daniel Blake; el mensaje de Dellagiovanna comienza con “Yo, Eduardo Dellagiovanna” pero esos yo no son  individualistas, sino  la salida del anonimato anterior a un “nosotros”, el de la política activa a través de dos formas de escrache al estado.  Guarda gato con las vanguardias seniles, que no son globalizadas sino internacionalistas. 

Suicidados por el estado 

Daniel Blake termina escribiendo con aerosol insurrecto en las paredes de la oficina frente a la que viene querellando día tras día contra un sistema que le prometió, luego de trabajar toda la vida, tutela y dignidad: “Yo, Daniel Blake, exijo mi apelación antes de morirme de hambre”. Entonces tiene el cuarto de hora de fama, no el promocionado por Andy Warhol sino el del líder popular espontáneo que lanza la voz de aura de la desobediencia civil y la cosecha entre testigos de clase baja, siempre potenciales insurgentes: promotoras de empleo transitorio con orejas de conejito, un borrachín desempleado, oficinistas con apuro por la media hora libre de un almuerzo en taper, un par de jóvenes punk que tal vez aprovechen esa lección de dignidad al paso. 

Yo, Daniel Blake no es la historia de un viejo perteneciente a una clase derrotada, sino la de una insurgencia que puede prender y organizarse. Eduardo Dellagiovanna murió como el revolucionario que era. Por algo llama a su suicidio “acción” y las instrucciones que imparte para cumplirse luego de su muerte, parecen las de un responsable de célula en la preparación de un operativo. Es decir: sacrifica su cuerpo a una denuncia final que envía a un sitio que garantice su reproducción, rompiendo su aislamiento final en esa prestancia que Rodolfo Walsh define como “la satisfacción moral de un acto de libertad”.