Reconocido especialmente por sus novelas –Siddhartha, Narciso y Goldmundo, El lobo estepario y la tardía El juego de los abalorios, que en gran medida definiría su premiación con el Nobel de literatura en 1946–, Hermann Hesse produjo más de un centenar de cuentos, en particular entre 1900 y 1915. Integrando el canon literario del “alto modernismo” junto a otros autores de lengua alemana de comienzos del siglo XX como los hermanos Heinrich y Thomas Mann, Rainer Maria Rilke y Robert Musil, Hesse fue muy leído en su momento, y también algunas décadas más tarde, especialmente entre 1950 y 1960. Los últimos años, autores locales como Abelardo Castillo y Alberto Laiseca solían mencionarlo y recordarlo como parte de sus lecturas formativas, y como un autor a recuperar. Ahora, la editorial Edhasa publicó, con selección, traducción y prólogo de Ariel Magnus, unos Cuentos selectos de Hesse, una veintena de relatos con los que se busca mostrar varios aspectos biográficos de su autor.
La novela de formación (Bildungsroman) está profundamente enraizada en la tradición literaria alemana. En tal sentido, varios cuentos de Hesse recorren sus propias experiencias de juventud: los libros y el estudio, la familia y la obligación social del trabajo “productivo”, el amor, la amistad y el discipulazgo. Como en “El Novalis”, donde manifiesta su bibliofilia e imagina, viendo marcas y huellas, la “vida privada” de dos tomos con la obra del autor romántico: “en algunos libros adquiridos de manos extrañas hallamos los nombres de sonoridad extraña de los antiguos dueños, dedicatorias de hace dos siglos, y cada vez que nos topamos con un trazo de pluma, un doblez, una anotación al margen o un viejo señalador, pensamos además en estos dueños fallecidos hace décadas”; “gente que fue contemporánea de la aparición del Werther, del Götz von Berlichngen y del Wilhelm Meister de Goethe, así como del estreno de obras de Beethoven”; y en “Karl Eugen Eiselein”, donde se le plantea al protagonista el dilema de tener que acomodarse a la vida familiar y de comerciante o perseguir ambiciones tan literarias como bohemias: “En la ciudad universitaria, Karl Eugen solía pasar las tardes que la poesía le dejaba libres en la misma pequeña taberna próxima a la escuela de equitación en la que, entre vinos y dados, algunos estudiantes en bancarrota hacían duelo por su juventud”. “Sacrificio de amor” comenta el entorno de una librería en la que trabajó como asistente: “Con frecuencia me parecía como si la librería fuera un asilo para descarriados de toda clase. Había curas que habían perdido la fe, estudiantes eternos que se habían echado a perder, doctores en filosofía sin un puesto, editores que se habían tornado inservibles y oficiales dados de baja”. Y “De la correspondencia de un autor” ilustra muy literalmente –cambiando algunos nombres– las comunicaciones, en sus idas y vueltas, entre un principiante autor de poemas y relatos, y distintas redacciones y editoriales.
Hesse se hizo eco del momento histórico. Ahí está el kafkiano “Si la guerra dura dos años más” (1917), donde una autoridad le explica a Emil Sinclair, seudónimo y alter ego de Hesse, que prefiere la muerte a los –imposibles– trámites burocráticos que le exigen: “el asunto de morirse no es tan sencillo. Usted pertenece a un Estado, mi estimado señor, y se halla comprometido con ese Estado, con alma y vida. Es algo que debería saber”. Y otra visión, también “kafkiana”, emparentada con el “Informe para una academia”, entre lo científico y lo fantástico, es “Un hombre llamado Ziegler”, donde el protagonista ingiere una “vieja píldora mágica” sin saber que sirve para entender el lenguaje de los animales: en el zoológico, atolondrado, sorprendido, pasa por las jaulas de llamas, cerdos salvajes, osos: “Ninguno de ellos lo insultó, pero todos lo despreciaron. Escuchándolos supo por sus conversaciones qué era lo que pensaban de los seres humanos. Era espantoso. Ante todo se sorprendían de que justo esos bípedos asquerosos, malolientes e indignos pudieran caminar libremente en sus vestimentas presumidas”. Esta temática resuena también en “El final del doctor Knölge”, donde un hombre decide, en un gran proyecto de colonia de “sionismo vegetariano”, abandonar el idioma y sólo comunicarse con sonrisas, guiños y gestos, para desprecio y rechazo del protagonista, un “recatado erudito”.
Como recuerda George Steiner en Lecciones de los maestros, autores como Hesse (asistente al Parlamento mundial de religiones en 1893) y Aldous Huxley fueron difusores de cierto “orientalismo” en Europa y Estados Unidos, en busca de lo “trascendente”: una inspiración para la música y las artes, la literatura y la psicoterapia (con su primera plaza fuerte en la California de los años cincuenta; los “nirvanas narcóticos, el yoga, el ascetismo colectivo o el ensueño” formaron parte tanto de “lo genuino como lo kitsch de la ‘New Age’”). Hesse entroniza por sobre todo al ser humano, en una mixtura de religiones, filosofía y política; promueve una suerte de humanismo individualista en busca de autonomía y/o “destino”, al igual que encuentra “música” en el trabajo y los trajines diarios, como lo hace en “La despedida”, el relato de un campesino que, tras intentar comprender la existencia mediante el estudio y las teorías, se suicida.
Lejos de haber sido un autor meramente “libresco”, exploró la existencia material y espiritual; promovió la solidaridad, fue crítico de las guerras mundiales (destructoras de toda cultura); exaltó la voluntad y cierta rebeldía: fue admirado por millones, por generaciones enteras de jóvenes, en todo el mundo.
Hesse, que supo ver el talento de Walter Benjamin en 1928, saludando Calle de mano única (“un libro de tan rigurosa conformación, de tan clara y penetrante mirada”), narró con sensibilidad vastas regiones del espíritu: los reinos perdidos de la juventud, la amistad y los primeros amores, y los choques del individuo con la sociedad. Como bien apunta Magnus en su prólogo, en esta selección de Hesse se encuentran muy bien representados, con fuerza, tanto su literatura como su biografía.