Sucedió en 1983, en la previa de las elecciones con las que la Argentina puso fin a siete años de la más abyecta oscuridad. Ante un estadio de Vélez lleno, hablaba Deolindo Felipe Bittel, compañero de fórmula de Italo Argentino Luder. En un tramo del encendido discurso, soltó: “La alternativa de la hora es liberación o dependencia, y el justicialismo va a optar por la dependencia”. Quizá en el fragor del momento hubo varios que no notaron el furcio del candidato; de todos modos poco después Herminio Iglesias y su cajón con los colores de la UCR se iban a robar el primer lugar en el podio de piantavotos. Pero el psicólogo Miguel Rodríguez Arias sí tomó nota. Siete años después, Las patas de la mentira inició un camino de programas televisivos, videohomes, documentales y hoy un sitio web (www.rodriguezarias.com) que se dedicó a poner blanco sobre negro las metidas de gamba de los políticos.

Al principio, la intención de Rodríguez Arias fue registrar los actos fallidos, eso que –Sigmund Freud dixit– “expresa algo que, por regla general, la persona no se propone comunicar sino guardar para sí”. Pero con el correr del tiempo, Las patas de la mentira, Protección al mayor o Planeta caníbal se abrieron a un trabajo más investigativo, a explorar las profundas contradicciones que aparecían contrastando las declaraciones de un político, a veces separadas por un tiempo llamativamente breve. Fue la piedra angular de los programas “de archivo”, un subgénero tan atractivo para el televidente que habilitó, por dar solo un ejemplo, varias temporadas de TVR aun cambiando de dupla conductora. Los políticos, y las figuras del espectáculo, de la farándula, del sindicalismo, de la sociedad toda, se encargaron de proveer abundante material.

TVR fue levantado por la nueva conducción de C5N, la TV argentina no tiene hoy programas “de archivo” al aire o cable –al menos no con las intenciones de medirle las patas a la mentira–, pero el formato es hoy cubierto de manera admirable e instantánea por la red social del pajarito. Si solía decirse que no hay quien resista un archivo, hoy basta seguir a un par de cuentas especialistas (o ni siquiera) para concluir que muy pocos resisten un rastreo del timeline. Desde hace un tiempo Twitter da rotundas muestras de la brutal contradicción corporizada en los funcionarios de Cambiemos. Lo que antes era un “editado” de fragmentos audiovisuales en pantalla es hoy un compilado de retuits de Mauricio Macri, Gabriela Michetti, María Eugenia Vidal, Patricia Bullrich, Federico Sturzenegger, Elisa Carrió, Laura Alonso y un larguísimo etcétera. Dar detalles aquí sería largo y ocioso: baste decir que todo aquello que los integrantes de este Gobierno afirmaron antes de diciembre 2015 que estaba mal y todo aquello que afirmaron que iban a resolver está debidamente registrado en la red social por sus community managers, y en un abrumador cúmulo de ejemplos es exactamente lo contrario de lo que dicen –y peor aún, hacen– ahora. La banda ancha permite además acceder a esos mismos fragmentos audiovisuales que antes solo podían chequearse por vía televisiva. Cada quien puede lanzarse a la comprobación, la explosión digital habilita a una suerte de Las patas de la mentira: Elige tu propia aventura.

Poco puede extrañar, claro, si el mismo Presidente dice un martes que no quiere endeudarse más y el jueves habilita 15 mil millones de dólares más de deuda, o habla del horror de evadir impuestos o de que los gobernantes no deben favorecer a amigos y familares mientras le brotan empresas offshore, sus familiares aprovechan un generoso blanqueo o sus funcionarios nombran hasta a la sobrinita de 12 años en alguna repartición con pingües salarios. El desparpajo con el que los políticos chocan con sus propias “convicciones”, de frente y a 280 caracteres por posteo, puede constatarse de manera brutal. Fácilmente. Inmediatamente después de que lanzan al espacio virtual su nueva contradicción. Llama la atención, también, el modo en que ellos mismos evitan hacerse cargo de sus propias falsedades: no parecen registrar su propio pasado. De todos modos, cuando lo hacen quedan aún más en evidencia, porque es sabido que borrar un tuit no significa en realidad borrarlo. Siempre hay una captura de pantalla o un buen rastreador que delata no solo la hipocresía, sino también la ingenuidad de pretender taparla.

El contraataque de ese efecto pasa por el equipo de trolls a sueldo del gobierno que se encarga de inundar la red con falsedades y operetas, que pone en práctica los viejos principios de Goebbels, que tapa con barullo malintencionado e incomprobable los latrocinios reales. Ha quedado dolorosamente claro que funciona, que hay gente que compra las mentiras sin chequear diseminadas por la web, y por lo tanto ni siquiera registra demasiado la evidente hipocresía de aquellos a quienes votaron. O encuentra torcidas maneras de justificarlo. Es el estado de las cosas que permite que ciertos medios presenten la reforma previsional como un avance para los jubilados, o el tarifazo del transporte como un novedoso sistema que hará que la gente “viaje más barato”, o los aumentos de luz, gas, agua, como una efectiva forma de mejorar un servicio que nunca mejora. 

Visto con frialdad objetiva, todo llega al borde del surrealismo. Cualquiera podría decir que, con esta actualización siglo XXI de la idea de Rodríguez Arias, con el brutal contraste y la evidencia que recoge el testimonio de las redes sociales, las patas de la mentira deberían hoy tener el tranco de un pollo. Y sin embargo, aunque cueste creerlo, siguen dando zancadas.