Desde la isla de Lesbos, Grecia
En esta historia, como en tantas, un partidito de fútbol podría llegar al final y salvar del desastre. Aunque quién sabe. Tendrían que pasar muchas cosas para que esto pudiera llegar a buen término.
Para empezar, tendrían que confluir en la bella isla griega de Lesbos las vidas y propósitos de cuatro personas, diametralmente distintas entre sí y de muy diversa procedencia.
Ellos son Melinda, griega, dueña de The Captain’s Table, un restaurante con terraza al mar en la pequeñísima ciudad turística de Molyvos.
Adil, joven y próspero empresario holandés que en su tierra natal organiza conciertos masivos de rock.
Jürgen, alemán radicado en Medellín, inventor de una metodología de convivencia que ha llamado Fútbol para la Paz.
Y Givara, una invencible adolescente kurda nacida en Siria, que viene huyendo de los horrores de la guerra.
Lesbos, el escenario del drama, asoma en un trecho intensamente azul del Egeo, a tiro de piedra de las costas de Turquía. La isla es conocida por sus tres prodigios. Uno poético: hace dos milenios y medio, aquí nació la mítica Safo. Otro natural: el bosque petrificado por ceniza volcánica. Y un tercero, antinatural: la montaña naranja, inmenso cementerio de barcazas de caucho que han naufragado, o traído hasta la orilla miles de desplazados del Cercano Oriente.
En estas aguas se han ahogado tantos, que se han ganado el nombre de mar de la muerte. Hoy los viejos pescadores temen echar sus redes, que en vez de peces pueden arrastrar cuerpos.
Melinda
Melinda vive en Molyvos y es la dueña de The Captain’s Table, una bonita terraza con vista mar donde sirven, entre otros platos típicos, pulpo fresco a la brasa. Hace unos meses la despertó hacia las cuatro de la madrugada un vecino con golpes en la ventana, para avisarle que había mucha gente abajo, en la playa, empapada y temblando de miedo y de frío. Pese a que vienen desde la costa turca, apenas a nueve kilómetros de distancia, el recorrido se vuelve infernal e interminable si lo haces, como esta gente, en medio de la ciega oscuridad de la noche y en un bote de caucho apto para 15 o 20, y donde los smugglers (contrabandistas de vidas humanas) han apiñado a más de 80.
Varios han llegado ya muertos. Melinda corre a socorrer a los sobrevivientes. No es la primera vez; desde hace meses ha adecuado la parte trasera de su restaurante para prestarles un techo y darles algo de comer a los ateridos y aterrados viajeros, que al principio llegaban por docenas, luego por centenas. La situación se fue poniendo tan crítica, que entre el verano de 2014 y el de 2015 llegaron un millón de desplazados a esta isla de 100.000 habitantes. La desproporción es insostenible, y la ultraderechista y xenófoba Aurora Dorada aprovecha el malestar creciente entre los locales para envenenar aún más el ambiente.
Esta noche, como todas, Melinda está preparada para la eventualidad de un new arrival (nuevo desembarco) y ya sabe cómo proceder. Sin embargo, sucede algo hasta entonces inédito: desde el pueblo baja un grupo de gente local que se lanza sobre los recién llegados con palos y piedras: que se devuelvan por donde vinieron, les gritan. Los insultan, los golpean, quieren echarlos de allí, hartos de esa invasión indeseable que ha deteriorado la imagen de la isla, ahuyentando al turismo.
¿A quién echarle la culpa de la crisis? Al eterno chivo expiatorio, el más inerme y desposeído: el migrante.
La población local se ha dividido. De un lado están los intolerantes, y del otro las personas como Melinda, que se dedican a ayudar. Los pescadores que acuden en sus barquitos a tratar de rescatar a quienes están a punto de hundirse. O el grupo autollamado Electra’s Secret, que fabrica coquetos jabones orgánicos para entregarles a los recién llegados en una bandeja con toalla, peine, cepillo de dientes, dentífrico y otros objetos indispensables de higiene. Es una pequeña bienvenida –explica uno de sus integrantes–, se sienten un poco mejor cuando pueden bañarse y vestir ropa seca. Otro grupo, el de las Dirty Girls of Lesbos, recoge las prendas que quedan esparcidas por la orilla tras cada desembarco, las lavan, las planchan y las entregan en el campo local de refugiados, en un acto simbólico que busca decirles, no todo está perdido, aquí les devolvemos esto, es muy poco, pero viene con nuestro cuidado y cariño.
Adil
Adil, el joven empresario holandés, llega un verano a Lesbos de vacaciones, como otras veces a Ibiza o a las playas del Caribe. Pero aquí se encuentra cara a cara con la tragedia. Le hablan de Melinda, pasa por The Captain’s table para conocerla y le hace mil preguntas sobre las posibilidades de ayudar. Enseguida se da cuenta de la hecatombe que se avecina si no se logra un entronque entre la población nativa y la recién llegada: alguna forma de colaboración que beneficie a ambas partes, quiebre el recelo y lo convierta en mutua ayuda.
Edil va a visitar Moria, el campo oficial de refugiados de la isla, un lugar apto para mil personas pero que hacina a cinco mil entre alambradas, con mucho de cárcel y muy poco de refugio. Moria es lo que llaman un hot spot: allí quedan varados los recién desembarcados, pendientes de que algún país del globo acepte recibirlos, para poder legalizar su situación, salir de allí y continuar con sus vidas, por el momento a la expectativa y congeladas en una espera kafkiana e interminable. El campo de Moria es sostenido, con ayuda externa dolorosamente insuficiente, por un gobierno griego ya de por sí asfixiado por sus propias deudas.
Al presenciar ese panorama desolador, el primer pensamiento de Adil fue: todo esto podría hacerse de otra manera. Su segundo pensamiento: aquí me quedo, de Lesbos no me voy, a esto voy a dedicarle el resto de mi vida, yo puedo ayudar, tengo herramientas para hacerlo. Al fin y al cabo, es experto en organizar masivos eventos culturales y festivales de música. Es decir, sabe generar bienestar para provisionales conglomeraciones en un lugar escogido. Sabe cómo depararles condiciones humanas para que la pasen bien, se sientan a gusto y tengan a mano lo mínimo indispensable: comida, higiene, cobijo, seguridad y esparcimiento. Justamente lo que tanto urge acá, en Lesbos.
Adil se propuso recoger iniciativa privada, buscar apoyo de las ONGs y fundar un campo concebido en términos distintos, donde pudiera poner a prueba sus ideas y su experiencia. ¿Parecía una tarea inmensa e imposible? Dice que para no dejarse abrumar, se guió por una sola consigna: ¡just do it! (¡manos a la obra!).
Y así surge Kara Tepe, que hoy día alberga unos 800 refugiados provenientes en su mayoría de Siria, Afganistán e Irak, y que más que un campo, parece un barrio popular. Un barrio humilde pero amable, en un ambiente de tolerancia, donde se escuchan todos los idiomas y se respetan las creencias de cada quien. Grupos de mujeres toman té y conversan a la sombra; los niños juegan tranquilos; los adolescentes asisten a clases de idiomas, de matemáticas, de computación, de guitarra; algún anciano ha sembrado frente a su habitación una mata de tomate; una anciana ha adoptado un par de gatos como mascotas. O sea, se hace posible la vida cotidiana. Elemental, básica, pero vida al fin. Vida que es sólo presente –Kara Tepe es lugar de paso y el futuro sólo depara incertidumbre–, pero el presente transcurre cordial y llevadero.
Adil siempre será Adil, y no podía faltar en el campo una carpa grande con poderosa instalación de sonido donde se celebra los jueves una Lady’s night, para que todas ellas, las que llevan cubierta la cabeza y las que no, puedan despelucarse a su aire, bailar y reírse en libertad. Y cada viernes a la noche, en una fiesta mixta, atruenan el merengue y el reguetón.
Las puertas de Kara Tepe permanecen abiertas, los huéspedes (Adil no quiere que se les diga refugiados) pueden entrar y salir, pasear por los alrededores, hacer relaciones con la comunidad local.
Hoy por hoy la meta es hacer de esto un proyecto sostenible, tanto para quienes llegan, como para quienes los reciben. Romper prejuicios y temores. Aprovechar el hecho de que entre los refugiados hay muchos profesionales, gente preparada, experta en oficios, y crear a partir de ahí actividades productivas que no existan antes en la isla y le den cabida a población nueva y antigua.
¿Será posible? Posible, sí, en la medida en que son alcanzables los mejores sueños. Posible, sí, pero sólo si se da una condición, un gran sine qua non: una vía de entendimiento entre unos y otros. Un puente que pueda tenderse entre sedentarios y migrantes. El eterno drama no resuelto. La vieja tormenta en que la humanidad se está ahogando.
Jürgen
En 1994, en la ciudad de Medellín, Jürgen, un empresario alemán enamorado del futbol callejero, queda horrorizado ante el asesinato de Andrés Escobar, cuya pena de muerte ha sido impuesta por el supuesto delito de meter un autogol. El fútbol no es esto, no puede ser para esto, sino para todo lo contrario, puso el grito en el cielo Jürgen, y se empeñó en idear un método didáctico para niños y niñas, que se valiera del deporte como herramienta de paz. Lo llamó justamente así, Futbol por la Paz. Quiso que lo utilizara libremente todo el que se atuviera a ciertos principios básicos y lo echó a rodar en open source. Entre otras manos, llegó a las de la Fundación Fútbol Club Barcelona, que lo modificó a su manera convirtiéndolo en FutbolNet, y empezó a implementarlo en sus proyectos sociales en distintas partes del planeta.
Adil, fundador y director de Kara Tepe, novedoso campo de refugiados en la isla griega de Lesbos, ve aquí una oportunidad excepcional de crear el puente que anda buscando, entre los recién llegados –casi todos del Cercano Oriente– y los habitantes originarios. El fútbol, idioma universal, pasión que a todos envuelve y cohesiona, podría ser clave a la hora de construir ese indispensable nexo. La Fundación del Barça presta su apoyo, y a partir de ahí en Kara Tepe se echa a andar FutbolNet.
Su premisa básica: quien tiene valores, gana. Actitud cordial, nada de peleas. Respeto, esfuerzo, humildad, trabajo en equipo. Amistad pese a las diferencias. Juego limpio. Convivencia en paz.
Los equipos son siempre mixtos y están compuestos por niños y niñas entre los 8 y los 16, de distintas nacionalidades, idiomas y creencias. Se apoyan unos a otros para poder entenderse en kurdo, en árabe, en griego o en inglés, y de paso, van absorbiendo rápidamente estas lenguas. Los grupos entrenan dos veces por semana, en sesiones divididas en tres tiempos.
En el primer tiempo, los equipos fijan ciertas normas. Por ejemplo, el gol inicial tiene que meterlo una mujer. O: sólo vale el gol si la pelota ha pasado antes por todo el equipo. El segundo tiempo es el juego en sí. En el tercero, se sientan en círculo a conversar. ¿Se aplicaron bien las reglas pactadas? ¿Podrían aplicarse también fuera del juego? ¿Funciona la solidaridad dentro y fuera de la cancha?
Durante el partido me apoyo en mi equipo –dice una pequeña afgana–, y también en la vida hago parte de un equipo fuerte, mi propia familia.
Todos sin excepción, chicos y chicas, coinciden en que el entrenamiento es el mejor momento de sus rutinas diarias, y lo esperan con una ansiedad que conmueve. La verdad es que el fútbol se les ha convertido en una ilusión que les ilumina la cara, los ayuda a hacer amigos, les presta algún tipo de entronque a sus vidas, arrancadas de un tirón brutal de casi todo arraigo previo.
Givara
El fútbol es nuestro mejor momento –dice Givara, la chica kurda que hace quince años nació en Siria y hoy se aloja junto con su familia en Kara Tepe–. Jugando al fútbol podemos ser nosotros mismos, actuar como si fuéramos libres. Como si, sólo como si, pero eso ya es mucho. Nos empeñamos a fondo, nos damos ánimos. Cada gol es una victoria, una explosión de alegría. Después de tanto dolor y tanta muerte, este juego me hace pensar que aprecio la vida que tengo.
Givara ha demostrado ser tan buena deportista, que ahora forma parte de las entrenadoras de FutbolNet en el campamento. Tiene el carisma necesario para la tarea. Al verla tan segura de sí y llena de radiante energía, nadie imagina los terrores por los que ha pasado antes de llegar acá.
Hace apenas tres años, que parecen treinta, vivía con su padre, su madre y ocho hermanos en Kobane, su ciudad natal, y todos los días viajaba con sus hermanas, ida y vuelta, a Alepo, donde estudiaban. Hasta que vino el golpe que les cambiaría la vida, el día en que Doa, la mayor de ellas, fue secuestrada por un comando de Estado Islámico y retenida en un centro donde le prohibieron estudiar cualquier texto que no fuera el Corán y utilizar el tipo de ropa que le era habitual, demasiado occidental y sin cabeza ni rostro cubiertos. De ahora en adelante, permanecería allí bajo resguardo; no podría volver a su casa ni andar por la calle.
Doa logró escabullirse porque el mismo chofer que la había traído, se compadeció y la devolvió a Kobane.
Tras días de buscarla en la mayor angustia, los suyos se reencuentran con ella, la escuchan y comprenden que están en la mira y el peligro es inminente. Doa ha escapado, pero pronto vendrán por ella y también por sus hermanas. Les toma pocos días prepararse y huyen todos hacia Turquía. Se instalan en Estambul, donde resienten el maltrato y discriminación hacia los sirios. La situación se les va haciendo cada vez más difícil. Una mañana en que Givara y a su hermano Muhammed caminan por la calle, se les echa encima un coche, no saben ellos si a propósito o por accidente. El conductor escapa.
Las lesiones del muchacho no son graves, pero Givara, severamente golpeada, debe esperar durante horas a la puerta de urgencias de un hospital donde finalmente no la reciben, según dicen, porque no tiene pasaporte. Su familia comprende que en ningún hospital turco la van a atender, y buscan un centro médico para kurdos. Se le han quebrado la cadera y una pierna, y tienen que amputarle dos dedos de un pie. Queda inmovilizada durante un año, sobreviviendo gracias al apoyo constante de su gente, pero convencida de que no podrá volver a caminar.
Los dos hermanos mayores logran llegar a Alemania, pero el resto permanece atado a Estambul debido a la lenta recuperación de Givara. Su situación en Turquía es insostenible, y ella todavía cojea y sufre fuertes dolores de espalda cuando deciden dar el próximo salto.
Contactan a los smugglers que los llevarán en barco hasta la costa griega. Tienen que entregarles todo el dinero que llevan encima; el pasaje para una persona ya es de por sí elevado, y ellos deben multiplicarlo por nueve para viajar juntos.
No los embarcan enseguida: deben esperar varios días con sus noches, durmiendo al descubierto cerca del muelle, en medio del inmenso grupo de quienes esperan cupo en las barcazas. Allí escuchan todo tipo de historias, se enteran de las tragedias, los riesgos, los muertos y ahogados, los naufragios, maltratos y estafas. Y reciben un golpe definitivo: la noticia de la muerte del pequeño Aylan, ahogado junto con su madre y su hermano tras el hundimiento de una de esas mismas barcas, y cuya foto ha circulado en todos los periódicos del mundo, como la más dura denuncia contra la indiferencia de Europa. En Kobane, la familia de Aylan había sido vecina de la de Givara. Eran dueños de una tienda de caramelos, y Givara jugaba con el chiquito cada vez que pasaba por allí.
Hemos tenido suficiente, dice el padre, y les comunica la decisión de regresar de inmediato a la ciudad natal, apoyándose en el argumento de que es preferible enfrentar los peligros de tierra firme, a sucumbir en los del mar. La familia tiene posiciones encontradas. Givara recuerda haber pensado que en el mar la muerte era una posibilidad, mientras que en Siria sería una certeza. Mejor correr el riesgo y embarcarse. Pero nadie logra que el padre cambie de opinión. Nadie salvo los smugglers, que se niegan a devolverle el dinero, dejándolo sin blanca para el regreso.
Durante la travesía no les va tan mal como a otros, y al llegar a Lesbos son conducidos al hot spot, o punto de registro: el deprimente hacinamiento del campo de Moria, esa suerte de cárcel cercada de arriba abajo por alambradas, donde sabes qué día entras, pero no qué día saldrás. Pueden pasar años.
Tras siete meses de encierro forzado, libera a toda la familia lo que hubiera podido aniquilarla: un incendio voraz que una noche se desata en el campo. Y no por casualidad: suelen ser provocados por gente desesperada que intenta cualquier cosa, incluso destruir el lugar, con tal de largarse. Nos salvamos gracias a que alguien pudo abrir un boquete por donde escapamos de las llamas –dice Givara–, pero el susto fue horrendo.
Así vinieron a parar a Kara Tepe, tan curada Givara de sus fracturas, que llega a ser entrenadora de futbol y alma del equipo. Ya hablaba el kurdo, su lengua familiar, y el árabe. En Estambul aprendió el turco, y aquí se ha vuelto ducha en inglés y está trabajándole al griego. Aspira llegar a Alemania, donde los esperan los dos hermanos mayores, pero pueden transcurrir años antes de que tal cosa suceda. Si es que llega a suceder.
El puente
En Kara Tepe, FutbolNet va dando los resultados esperados, y Adil considera propicio el momento para dar un nuevo paso. Un partido entre equipos revueltos de niños y niñas del campamento, y niños y niñas de la vecina ciudad de Mitiline, con asistencia de padres y madres de lado y lado: griegos y sirios, griegos y afganos, griegos e iraquís y kurdos. Por primera vez en la isla, se celebra un evento en el que participan en pie de igualdad antiguos y nuevos habitantes: una primera piedra en la construcción del tan necesario puente que acerque compartimentos hasta ahora estancos y enquistados.
Con una particularidad adicional: esta vez, los advenedizos hacen de anfitriones. Ellos invitan; paga la casa.
Todo esto es una buena señal. Apenas eso, una señal, pero buena. Muy buena, en medio de la indiferencia y la desesperanza. Un atisbo, un pañuelo blanco en el vendaval, un indicio de que el camino podría corregirse y conducirnos a salvo.
Un discreto milagro de comprensión y encuentro. En la bella isla de Lesbos, esta historia culmina con un feliz partidito de fútbol, del que todos salimos ganando. Así sea, también en otros atardeceres y en muchos lados.