Desde Mar del Plata
Miguel Osvaldo Etchecolatz llegó al Bosque Peralta Ramos de madrugada, el 29 de diciembre pasado. Desde entonces, un grupo de prefectos y federales custodian la casa donde se instaló a disfrutar de su flamante prisión domiciliaria. La mayoría de los habitantes del Bosque aseguran que nadie está contento en el barrio con el recién llegado, aunque los que viven en la misma cuadra no quieren hablar. “Tienen miedo”, dicen los que sí quisieron, aunque se lamentan de la “pasividad”. “¿Como no vas a repudiar que este tipo esté tranquilo durmiendo la siesta en su casa o pensando qué pedir para comer?”, se preguntan. “Nadie debería naturalizar esto”, proponen.
El futuro
Verónica alquiló su casa, a 8 cuadras de la entrada al Bosque Peralta Ramos, durante enero pero volvió el viernes al barrio para repudiar la presencia de Etchecolatz. Hace 20 años que vive ahí con su esposo, sus hijos y su mamá. “Un asesino de los más siniestros y macabros no puede estar disfrutando de su familia, de la tranquilidad de su casa. Debe estar preso”, remarca. La presencia del recién llegado le pesa, sobre todo, cuando piensa en su hija de 10 años. “Cuando le expliqué a mi hija que había llegado otro asesino a vivir cerca nuestro –a dos cuadras del bosque vive José Miguel Wolk, procesado por ser el jefe del centro clandestino Pozo de Banfield– deseaba que no naturalizara esta situación. Nadie debería hacerlo. ¿Qué clase de futuro puedo imaginar para mi hija si le tengo que explicar que la justicia está dejando a estas personas volver a sus casas?”, se pregunta.
Coty, como la conocen, fue muy activa durante los reclamos de aparición con vida de Santiago Maldonado, tanto en el barrio como en el centro de Mar del Plata. Pegaron carteles con la cara de Santiago por el Bosque y el activismo consistió en repegarlos una y otra vez cuando algunos vecinos los sacaban. “Todos los que preguntaron por Jorge Julio López cuando pedíamos por Santiago ayer (por el escrache vecinal) no estaban”, reconoce, aunque apuesta a la reacción ciudadana. Es que el repudio al genocida le sirvió para “empezar a desarmar el prejuicio de gente indiferente” que tiene con el bosque en general. Cuando se enteró de la domiciliaria no filtró contactos en su intención de compartir su rechazo ya agitó por redes “sin importar si en el grupo estaba la vecina con la que no hablo de política o la chica que me trae el pescado. Tuve mucha más aceptación de lo que pensaba. Recibí respuestas que no pensaba que iba a tener”, destaca.
Nivel de globos
Carlos tiene “la edad de los desaparecidos” y asegura que “zafó de pedo” de la dictadura. Su “grupo de pertenencia” en Mar del Plata, amigos, novia, sufrieron un allanamiento poco tiempo después de la dictadura: se llevaron a varios y fueron “blanqueados” en diferentes cárceles; luego acabaron en el exilio. La domiciliaria de Etchecolatz le da la misma bronca así sea en su barrio, a menos de diez cuadras de su casa, o a 200 kilómetros. “Lo que es espantoso es lo que pasa en general porque no es el único que está en su casa”. Carlos participó de la organización de la movilización del viernes y a pesar de que a la noche celebró lo “buena que salió”, percibió que no hubo “tantos” vecinos del Bosque. “A estos les funcionó instalar el miedo con la represión de las marchas anteriores”, supone. Por eso considera que las que acciones que planifican en el barrio “tienen que ser lo más plásticas posible, lo más de ciudadano común”, para lograr “sumar vecinos de a uno”. Al hombre no le preocupa desactivar “gorilas” sino “bajar el nivel de globos” en ese entorno en el que vive desde hace casi dos décadas de arboleda, pájaros en su hábitat natural, casitas y casonas semiescondidas entre verde y aire de mar.
“Si les preguntás, todos odian a Etchecolatz, dicen que le tienen miedo, pero a lo que más le temen es a la movilización de la gente. No querrían que se haga nada”, conjetura. Quizá son aquellos que vieron pasar la caravana de repudio de ayer desde alguna ventana de su casa. O los que esperaron a que pasara para salir a quitar afiches de los árboles de su vereda. O los que viven casa de por medio al genocida y, “por las dudas”, le calientan el agua del mate a la custodia que tiene el represor en la puerta de su casa. Se ve que el custodiado no les da ni eso.
Indignación
Rosario y el Mono usan la misma palabra para describir la sensación que tuvieron cuando supieron que Etchecolatz se había instalado a un kilómetro de la casa que alquilan desde hace dos años en el Bosque. Viven ahí con la hija de él. “Indignación por la impunidad que genera que la nueva justicia –así define ella a la Justicia que no cambió, pero sí, claro, parece “nueva”– le dé este beneficio a una persona que cometió esa clase de delitos. No corresponde”. El Mono pone la domiciliaria del bonaerense “en el marco de otras medidas que nos permiten preguntarnos por la independencia del poder judicial respecto del Ejecutivo. Porque esta medida está relacionada con otras que no pudieron llevar a cabo, como el 2x1” que asomó con el fallo de la Corte Suprema al represor del Hospital Posadas, Luis Muiña y del que todavía no expresó retroceso. “Indignación y preocupación porque no sabemos hasta dónde van a llegar”, completa.
La familia caminó ayer hasta la casa de Etchecolatz. Fue ahí que el Mono se puso a pensar en la faceta solidaria del reclamo para que el represor vuelva a la cárcel. Recuerda que en un momento, cuando la gente estaba frente a la custodia policial que protege al ex policía, “se hizo un silencio y se escuchó a una chica gritar ‘Dónde está mi hermana’. Hay que ponerse un poco en el lugar del que sufrió en carne propia los delitos de este monstruo, ¿como no vas a repudiar que este tipo esté tranquilo durmiendo la siesta en su casa o pensando qué pedir para comer?”.