De un modo para nada subrepticio, el fútbol argentino está infestado de bugs; errores sistémicos que van de la desaparición de las texturas de los públicos visitantes a las piernas lagueadas de figuras de antaño y de los errores en los algoritmos de los chutes al arco a ese edificio de Viamonte 1366 que, aún después de la desaparición de Darth Humberto, permanece como Estrella de la Muerte, ahora acéfala, en la que ya ninguna misión podrá completarse sencillamente nunca jamás. Inmerso en ese lenguaje, este fulbo no podía menos –y tampoco le daba para más– que aspirar a ser registrado en su pura nata, el juego del balompié, por un videojuego. Y la mejor modelización es la de PES 2017.
Es el contexto, amiguito: los relatos de Mariano Closs le ponen un chiste, los kits de indumentaria están muy bien logrados, algunos rostros y físicos son imponentemente parecidos, la posibilidad de personalizar banderas habilita el bardo y el que sea de las pocas ligas completamente licenciadas le consolida algo de realismo ante, por caso, la experiencia de manejar al MD White o el MAN Red.
Y, aún a sabiendas de lo nefasto que sobre él y ellas pesa, los comentarios familiares de Fernando Niembro y el show de bengalas comprime una experiencia que resuena doméstica, argen-friendly, (sólo hasta que se empiezan a disputar competiciones regionales o se ve la camiseta de la Selección) y que también engorda con toda su circunvalación de ránkings, premios, entrenamientos y negocios.
Pero aquella dinámica de lo impensado, que en Argentina siempre es la dinámica de lo improvisado, logra su mejor acabado sobre el pasto mismo: cuando empieza a rodar –y acá lo hace con rapidez y furia–, PES 2017 tiene un ritmo más acorde al de la liga local: tan vertiginoso como despelotado, con tanto de idea y caricia como de hachazo y cojoneo, no es un fútbol basado en esa sofisticación geométrica de la saga archirrival sino en un modo más argento, más Winning Eleven, de videojugar.