Cuando era niño, la biblioteca familiar guardaba libros de fotografías de castillos y palacios europeos, la coronación con copyright de Isabel II de Inglaterra, las orillas finoli de la Rue Saint Germain. En fin, si hubiera sido por las imágenes del mundo que rescataban mis padres, mis proyectos de viajero no hubieran superado la excursión típica de la clase media en su afán de cultivarse. Pero salí puto de arrabal sensual. Y en plena juventud descubrí las primicias de Oriente, después de que me diese cuenta de que jamás sería capaz de felicidad en los barrios gays clonados de Occidente. Cuando una loca turista dice haberlos habitado en sus días de fuga arancelada dice sobretodo que pudo sumergirse en un depto chiche airbnb, saunas alcanforados donde reinan los cuerpos neoclásicos, las discotecas donde la embriaguez proviene menos de los roces que de los perfiles del Grindr, a tal punto que a la pista se entra con los ojos clavados en el celular. No podía, pobrecita mi alma y tan irregular mi cuerpo, encontrar en ese maremagno de promesas alguna que se me cumpliese. El resentimiento, si encuentra la pendiente creativa, baja entonces hasta un río donde el turismo se transforma en viaje, los músculos del cuerpo en argucias, y el placer de pasti en goce del Nilo (nadie goza dos veces en el mismo río, por eso lo atravesé dos veces) cuya rememoración -creo- me acompañará hasta que, viejita, se desconecte el respirador y emprenda, sí, la migración definitiva.
La primera vez, me subí en la ciudad sureña de Asuán a un velero que llaman faluca, junto a otros pasajeros jóvenes dispuestos por dos jornadas a padecer el frío de la noche con los cuerpos estirados sobre mantas sospechosas y a comer un arroz con verduras y unas frutas que uno pedía al Altísimo que estuvieran bien lavadas, como si fuéramos los esclavos de Liz Taylor en Cleopatra, sobre un transporte satélite. Cada tanto bajábamos a mear y cagar en el follaje. Solo dos tripulantes hacían avanzar la faluca y estimulaban su imaginación con los breteles de alguna chica... y de algún gordito maraca como yo, en oferta lípida y metido en musculosa. Dos días, dos noches en que el grumete insistió en convertir para mí su rincón de frazada en alcoba real, y la arena en un descanso donde enseñarme a escribir su nombre. Es que luego de la primera noche quedamos tan poquitos, y tan maricones, que levantamos ahí mismo el paraíso, a pesar del frío.
En mi última visita al Nilo, hace apenas unos años, el crucero medio pelo que contraté hubiera sido la experiencia de lo intrascendente... de no haber existido en el curso de la travesía Edfu, el templo a Horus, donde paramos para que los asombrados europeos imitaran por fin a un personaje de Agatha Christie, aunque el único que terminaría por cometer el delito fuese yo, un sudaca. Edfu, pues, convirtió lo banal en criminal.
Si en el primero de los viajes sobre el Nilo recibí tantas atenciones y sin que siquiera mediase una lógica recompensa dineraria, en el segundo la aventura acabó en policial queer. A la entrada del templo, un hombre con función indeterminada me hizo ojitos; dejé avanzar al pelotón de Agatha Christie y lo seguí hacia detrás de una escultura de Horus enorme. En ese momento me había fugado del mundo, pero no de Egipto. Pero cuando Oriente avanzaba sobre mi Occidente ya desnudo, apareció un policía. Ni siquiera me miró e intercambió una breve charla con mi amante frustrado, que me dejó detrás de la piedra susurrando miedo y frustración. Los vi alejarse. Pero yo no era un fantasma, lo juro. Fui apenas, por unos minutos, una loca fuera de la ley, Intrascendente para esos dos hombres, como si en lugar de Horus me custodiaran las paredes de Chueca.