Hay conceptos aberrantes, tanto por la relación sintáctica que establecen con otros conceptos, como por lo que presuponen a propósito del mundo: por lo general, cualquier entidad sustantiva seguida del calificativo “gay” debería someterse a interrogación, en el peor de los casos, o a huida hacia otra parte, en el mejor de ellos.
Zona gay
Las zonas urbanas definidas como gay o “barrio gay” (se trate del barrio de Chueca de Madrid, el Castro en San Francisco, Boystown en Chicago, el Marais de París) presuponen una densidad mayor de integrantes de la comunidad LGTBQ+, lo que a la larga desarrolla una infraestructura pensada en relación con los consumos específicos que quienes la integran tienden a sostener: peluquerías, tiendas de mascotas, ropa de exquisita factura (y precios reducidos), suplementos dietéticos, restaurantes veganos, proveedores de drogas de diseño.
Entendido como un mercadillo de vanidades o de complementos identitarios, el barrio gay constituye, para el turista apurado, un faro que lo orientará durante los dos o tres días de los que disponga. Más allá de ese lapso, el barrio revelará su monotonía y sus manías pero al menos tiene esa función específica que no se le puede negar. Hay aberraciones mayores.
Playa gay
El concepto “playa gay” es el más aberrante de todos porque ningún espacio público debería aceptar menos que todas las combinaciones posibles. Además, si una playa se puede identificar como “gay”, habrá otra que podría identificarse como “straight” y, llegado el caso, sancionar comportamientos que no respondan a las características de la amenazada y amenazante comunidad heterosexual.
La playa, ese espacio liminar abierto a la nada de las mareas cambiantes gobernadas por la luz neutral de la luna, no puede ser otra cosa que el abandono de toda pretensión. En las playas nudistas (así definidas sencillamente por una regla vestimentaria) o naturistas (que supone una comunión vinculante con el paisaje) suelen confundirse los límites entre lo gay y lo straight porque la loca estará siempre deseosa de desviar su vista del horizonte hacia un pedazo de carne oscilante, pero eso no determina absolutamente nada, ni sobre las identidades ni sobre los deseos, de modo que es mejor abandonar todo veredicto antes de ser víctima de ellos. O, incluso mejor: acechar entre los arbustos que, hasta donde se sabe, todavía no han recibido el ofensivo calificativo de “bosquecito gay”.
Resort gay
La montaña mágica de Thomas Mann es el modelo de la sociabilidad en espacios cerrados. En el caso de los hoteles, los resorts o los cruceros gays, esos espacios se convierten directamente en concentracionarios. La loca quiere encender su Grindr y evaluar la mercadería cárnica a su alcance. Como por lo general el hotel o resort gay es el que llegó último a la repartija de tierras hoteleras, suele estar en espacios alejados de los centros vacacionales (se trate de Ibiza o la costa del Algarve portugués). Lo que la loca comprobará es que su Grindr le muestra las mismas caras que tiene a su alrededor, sobre las que ya ha decidido que no merecen ni el saludo. Lo que queda es, pues, la desesperación o el contra-turno: hacer todo en los horarios diferentes al resto de los atrapados en ese falso espacio de relajamiento y relajo: comer en otra parte, ir a la pileta a otro horario, irse del bar cuando los demás llegan. Mi marido y yo hemos caído en esa trampa un par de veces (en Puerto Vallarta, en Ibiza) y nos hemos prometido que nunca más repetiremos. Demasiado cansador para quienes, como quería Oscar Wilde, sólo quieren pertenecer a un club que no los admitiría como miembros.
Se nos disculpará si alguna vez faltamos a esa íntima promesa: es que la loca, en el fondo, vive de ilusiones y le parece que en alguna parte, alguna vez, encontrará su sanatorio o su república de Saló, y que lo estarán esperando con una sonrisa y no con el posnet para cobrarle cada gesto amigable que le brinden.
Ni la playa gay, ni el resort gay ni el barrio gay pueden entenderse como verdaderos espacios de circulación del deseo. Lo único que allí circula es una sociabilidad provinciana (Chihuaha) y un poco culpable, que sólo se anima a la plena exposición en ambientes protocolarizados.
Imaginen ahora una ciudad, en cuyo(s) barrio(s) gay las discotecas y bares gay dedican un fin de semana completo a despedir a quienes, el domingo por la noche, se embarcarán en un crucero (gay) que marca el fin del verano. ¿Puede haber ecología más horrorosa?
El mundo es otra cosa, y hay que ganárselo con cada gesto y cada capricho. Al terror de las sociedades capitalistas se le debe oponer el amor que no osa decir su nombre. Lo innombrable y los espacios sin predicado: a eso y sólo a eso deberíamos aspirar.
Cultura gay
Por supuesto, la cultura gay, como megaespacio que incluye esos espacios, también participa del error conceptual y se construye con retazos no siempre interesantes de otras culturas: el culto de la juventud, la feminización o masculinización de los comportamientos (según las épocas: hoy se impone el “cero plumas” pero, al mismo tiempo, las drag queens causan furor), la tendencia a la descalificación del desemejante, la insostenible erotomanía (no hay persona que no se evalúe, en un primer término, como un garche potencial y que no sea condenada, consecuentemente al galpón del “lo odio porque me desea”). Justo es decir que la cultura gay se asienta en una alta cuota de desesperación y que, históricamente, ha conseguido incluso sostener momentos de heroísmo y combatividad sin los cuales nuestro presente sería mucho peor. Sea.
Pero muchas veces lo que hoy consideramos “cultura gay” es una mezcla indigesta e industrialmente producida de malosentendidos, algunos predicados arrojados como injurias sobre las cabezas de los disidentes de la heteronormatividad y otros asumidos con algarabía como nombres propios mal organizados en un espacio precario, saturado de apelaciones al reconocimiento y atravesado por algunas líneas de fuga.
El gay saber
El saber gay bien entendido es otra cosa que la sumisión a patrones de conducta impuestos por una industria cultural más (pero, incluso, más perversa que ninguna). Por ejemplo, la loca visita el santuario de Fátima, y allí descubre que se venden almohadillas para atarse a las rodillas. Compra cuatro (porque tiene dos piernas, y sabe que gastará las almohadillas mucho más que cualquier piadosa señora portuguesa). Esa refuncionalización de un objeto (o de un espacio, o de un vínculo: por ejemplo, el matrimonial) es lo más característico del gay saber, que sabe encontrar en cualquier cosa un instrumento para el goce o, sin llegar a tanto, el placer atemperado.
Los espacios refuncionalizados son, propiamente, espacios otros: lugares que no son utópicos, porque están allí al alcance de la mano y que se prestan para usos aberrantes en relación con lo que la cultura ha previsto. Verse en un espacio otro es desconocer un poco lo que de uno se supone y se pretende.
Allí puede haber desvío, pero no error en el sentido antes enunciado, porque no hay verdad en el uso de las cosas sino eficacia. Lo gay, si conviniera sostener tal entidad predicativa, es del orden y el registro de lo intermitente: sucedió en el momento en que se obtuvo una cierta felicidad y adquirió los predicados de ese momento singular, un poco irrepetible. No es seguro que alguien pudiera replicar una experiencia tan evanescente. Es el planteo central de ese otro texto de Thomas Mann, La muerte en Venecia, que Visconti entendió perfectamente: nada más gay que una ciudad sitiada por la peste.
Contra la comodidad y la falsa sensación de seguridad de una zona gay (barrio, resort, crucero, playa) los espacios otros ofrecen el riesgo y la excitación de lo desconocido o de lo que puede cambiar para siempre nuestra propia percepción del mundo.