Llevan siglos comerciando y se nota. Al caminar por Estambul es fácil imaginársela en los tiempos en que se llamaba Constantinopla: en sus calles céntricas y turísticas –en torno a la Mezquita Azul y la belleza inconmensurable de Santa Sofía– cuelgan tapices y telas en exhibición junto a los restaurantes, y junto a la confitería de dulces indescriptibles hay tiendas con adornos dorados en las vidrieras. Así que alcanza con cambiar mentalmente al soldado del ejército que monta guardia junto a un blindado por un sarraceno de entonces y la magia está hecha. Al menos hasta que el paseante abre la boca, algún comerciante identifica el idioma y se viene al humo ofreciendo sus bienes o servicios. Lo dicho: llevan siglos comerciando.
La principal calle comercial de Estambul está “del lado asiático”. Hay algo de flashero en eso de pasar de un continente al siguiente con sólo tomar un uber y cruzar un puente. Es una peatonal larga, animada y con actividad hasta tarde, quizás lo más occidental que se ve en la ciudad. Y paradójicamente, a dos cuadras de ahí cerró el Hard Rock Café porque no iba nadie.
El epítome de ese espíritu mercante, sin embargo, está en el Gran Bazar. “¿No me las dejás por 150?” El turco revolea los ojos y concede: 150 liras son entre 30 y 35 dólares. A cambio entrega tres camisas que a nadie le importa si realmente son de esa marca europea. En el Gran Bazar de Estambul se puede conseguir de todo: ropa, especias, joyas, vajilla, adornos bellísimos y chucherías, alfombras, jugos en polvo y cualquier cosa imaginable.
Todo tiene su puesto en ese laberinto de veinte entradas. Nada tiene precio. En el mejor de los casos, tiene una base que el vendedor pone por la cara, y que hay que regatear. Ese tira y afloja se da en árabe, castellano, inglés o cualquier otro, porque los tipos hablan o chapucean casi todos los idiomas comunes. Y a la hora de los números y billetes, todos se entienden. Suena agotador, sí, pero también puede ser muy divertido. Ya no es “encontré esto barato” sino “lo saqué barato”. Así cualquiera se entusiasma y termina tapado de bolsas. Y si los turistas se patinan todas las liras, hay casas de cambio en cada rincón para aligerarlo de dólares y que siga comprando.
Los comerciantes no pierden nunca, pero igual venden todo baratísimo. Además, en el fondo lo que ofrece el Gran Bazar al turista es la experiencia. Ese acting es terriblemente entretenido. Uno arranca mirando de reojo una pashmina para regalar, amaga irse porque 200 es un montón y se lleva varias por 100, mientras el vendedor requetejura que las deja al costo porque son de la temporada pasada. Negocian desde el comienzo de los tiempos y se nota.
Lo extraño es cómo al rato el pudor se va y el regateo se vuelve descarado. El primer trato es francamente malo. Al final del día uno siente que puede ir a discutir la deuda externa porque sacó unas especias por las que pedían 65 en 50 y con un pack de jugos de yapa. “Eh, pará que consulto”, simulan del otro lado con una interpretación impecable de “qué mal negocio que me ofrecen, pero oh, Dios benevolente, no tengo más remedio que aceptarlo” antes de cerrar el trato. Y uno compra.