Un grupo de pibes y pibas colocó los sténciles hechos con papel madera en el medio del asfalto, a poquitos metros de la esquina. A 50 metros exactamente, según dice el cartel que otro grupo colgó de uno de los palos de luz. Uno más abrió la lata de pintura asfáltica amarilla y con pequeños rodillos comenzaron a rellenar las letras de molde y la flecha que apunta hacia la casa de dos plantas ubicada al 1131 de Moreto, casi al borde del barrio porteño de Mataderos, donde vive Alfredo Omar Feito. “Acá vive un genocida.”

Con la frase fijada en la calle y una breve performance en la que pibes y pibas disfrazados de policías y jueces le entregaron a Feito como regalo de cumpleaños de 70 una torta en forma de casa terminó el populoso y ruidoso primer escrache de la era macrista. “En Moreto 1131 vive un genocida beneficiado por la corporación judicial con la excusa de su edad. En este barrio vive un torturador, por eso venimos a repudiar que no cumpla sus condenas en una cárcel común y permanezca en su casa, sin siquiera ir al juicio en el que sus víctimas siguen reviviendo el horror”, explicó el documento con el que Hijos y el resto de los colectivos integrantes de la reunificada Mesa de Escraches –que supo a fines de la década menemista y hasta que las leyes de la impunidad fueron derogadas organizar actividades como la de ayer– concluyeron la movilización. Feito permaneció prófugo hasta 2007. Fue condenado por delitos de lesa humanidad y está siendo juzgado en el juicio ABOIII, al que le permitieron no acudir.   

La multitud partió del ex centro clandestino de detención El Olimpo, donde Feito mantuvo secuestradas, torturó y desapareció a víctimas del terrorismo de Estado de la última dictadura cívico militar. Hijos, familiares de víctimas, compañeros solidarios y participantes históricos de los escraches se turnaron durante la hora y media que duró la movilización desde El Olimpo hasta la casa de Feito para sostener la pancarta central, que llevó la consigna más urgente: “El único lugar para un genocida es la cárcel común”. Detrás, familiares de víctimas de ese centro clandestino que funcionó en una terminal abandonada del ómnibus de Flores que luego perteneció a la División de Automotores de la Policía Federal, avanzaron con las fotos de sus seres queridos desaparecidos en alto. Más allá, las banderas de Hijos, de ATE, de Foetra y Patria Grande. Entre medio, marcando el paso, los murgueros de la Suerte Loca, que ensaya en el ex centro clandestino.  

“Volvimos al escrache para denunciar mecanismo que pretende instalar la impunidad nuevamente a través de las prisiones domiciliarias a genocidas condenados e investigados por crímenes de lesa humanidad, que están desarrollando en conjunto el Poder Judicial y el poder político. Por que entendemos esta avanzada en el marco de un contexto de detención del avance de investigaciones y juicios, de la falta y debilitamiento de políticas de memoria, verdad y justicia, de ataques a fiscales y a la Procuradora”, puntualizó Amy Rice, de Hijos, entre medio de la caminata.

Sus compañeros andaban desperdigados por la columna, organizando, sonrientes a pesar de los retrocesos. Este es “un retroceso con amor, el túnel del tiempo con alegría, porque nos encontramos con muchos compañeros, porque hay mucho de aquellos años que vuelve a las calles”, intentó Paula Maroni, que caminaba marcha atrás mirando a las banderas. Agustín Cetrángolo estaba a cargo del micrófono. “Vecino, vecina, súmese a escrachar”, invitaba con la voz ronca de arengar desde arriba del camión. Sí, el mismo camión que ATE prestó para los escraches noventosos que advertía por las calles que “si no hay Justicia, hay escrache”. Los carteles redondos con la gorra militar y la leyenda “Juicio y Castigo”, elaborados alguna vez por el Grupo de Arte Callejero (GAC) también fueron reutilizados.   

Con chalecos naranjas, algunos miembros de la Mesa de Escraches se encargaron de la seguridad. Otros no dejaron auto estacionado, reja o persiana ni mano de curiosos libre de panfletos. Todos atentos, hasta que nacía el “Como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”, y se encontraban en miradas y en revoleo de brazos. El recorrido sumó aplausos, voces y sonrisas de vecinos que en su mayoría conocían el Olimpo pero desconocían a Feíto. “¿Un genocida? No lo puedo creer”, se asombró Liliana luego de que algunos marchantes le explicaran qué eran esos bombos y esos carteles. Alejandra y Maxi, pizzeros, se sacaron fotos con el panfleto y lo dejaron en la puerta de su local. “Nos parece bárbaro que se lo acuse públicamente, porque ¿quién quiere tener de vecino a un torturador?”.