Mi psicoanalista me dio una Dama de Noche y casi la dejé morir. Yo regalo plantas, me dijo. Para mí fue uno de los momentos más esperados, ella por fin había pensado en mí, o tal vez fue la primera vez que pude advertirlo. Me lo demostraba de esa manera, con regalos, como me enseñó mi papá. Desde que comencé hacer terapia hasta que me entregó la planta pasaron aproximadamente ocho años. Cuando sucedió me sentí incómoda porque me cuesta recibir, sea lo que sea. A pesar de eso lo viví con gran alegría. Ella compartía algo suyo conmigo, había cortado un gajo de su planta e hizo un paquete con papel de diario que me entregó al finalizar la sesión. No recuerdo qué le dije, pero sí sus brazos cuando se extendieron. Siempre me costó mirarla de frente, puedo en cambio describir los zapatos que usaba (muy delicados, blancos y negros como de charol), aunque no viene al caso.
Coloqué la planta en un vaso con agua y a medida que el líquido se evaporaba, le añadía un poco más. Cuando me la dio tenía un color verde oscuro, sus hojas rugosas y brillantes, pero al no trasplantarla con el pasar de los meses se fueron secando hasta que comenzaron a quebrarse. No es que disfrutara viéndola sufrir, simplemente sentía que no podía hacer nada para evitarlo, como si tuviera miedo de verla crecer, como si no pudiera soportar que floreciera.
La puse sobre el alféizar en la ventana de la cocina que da a la calle, es de hierro forjado con vidrio repartido, mide unos dos metros de largo y tiene dos aberturas en cada uno de los extremos. Decidí colocarla del lado al que no llega el sol, en un rincón oscuro, sin luz, ni tierra y con poca agua. Cada vez que pasaba por ese lugar o lavaba los platos, la miraba y era como verme a mí. La planta dependía enteramente de mis cuidados, y yo solamente podía verla morir. No fue uno, ni tres, en realidad agonizó durante más de nueve meses. En varias ocasiones me olvidé por completo de que existía, hasta que de repente giraba la cabeza y la veía sola, derrumbada, con la tristeza a la cual la obligué y que compartíamos. Ahí me daba cuenta de que no tenía agua, las raíces estaban completamente descubiertas y yo dudaba si agregarle líquido o dejarla. Mi novia me decía: ¿Querés que me la lleve? Entonces, le respondía indignada que no, que era un regalo. Ella cada tanto volvía a preguntarme, pero yo le aseguraba que iba a cuidarla, que la trasplantaría, sólo que en ese momento no podía hacerlo.
Una noche volví de madrugada a mi casa y encontré el vaso roto con la planta en el suelo y pensé que si no estaba muerta le faltaba poco. No la levanté, no volví a ponerla en agua, me fui como si no hubiera ocurrido nada, como si no me importara. Mientras daba vueltas en la cama pensaba en la planta, mis perros o los gatos seguramente estarían terminando de pisarla, de romperla. Especulé con intentar algo, salvarla, al menos probar. No hice nada.
Al otro día desperté, abrí la puerta de mi habitación y en la entrada estaba inerte, chamuscada, de un color casi marrón, partida al medio como una ofrenda añeja colocada sobre una tumba. ¿Por qué se resistía? ¿Qué estaba esperando?
Fui a desayunar, durante ese día pasé cerca varias veces, ignorándola, pero sin dejar de pensar en ella, simplemente la había desamparado como una madre que abandona a su hija.
Por la tarde me acordé de mi psicoanalista, del tiempo que yo había esperado que ella tuviera un gesto como ese, entendí por qué se había demorado tanto y me dio demasiada tristeza ser yo. Entonces dejé lo que estaba haciendo, fui a buscar la planta, la levanté con el cuidado que nunca tuve, la coloqué sobre la mesa y me fui a comprar el mejor sustrato. La trasplanté a una maceta de barro con mucha tierra y esperé atenta, como si mi propio florecimiento dependiera del suyo. Ahora, cada tanto la riego con té de banana y algún producto orgánico que fortalezca sus raíces. Muchas veces le hablo, leí que puede hacerle bien, trato de explicarle qué fue lo que pasó. Hoy se cumplen siete meses desde que volví a darnos una oportunidad y en uno de los costados le apareció una pequeña yema. Entiendo que es cuestión de tiempo y cuidados para que le salgan las primeras hojas. No sé si seré capaz de seguir acompañándola y aunque me da mucho miedo, sólo quiero verla crecer.