Fue en años de preguerra que vio la luz La historia de Ferdinand (1936), un libro para niños y no tanto escrito por Munro Leaf y con ilustraciones de Robert Lawson que rápidamente se convirtió en un corto animado de Disney. La historia era atractiva y dialogaba particularmente bien con el momento: un toro criado para la violencia de las corridas de toros en España, para enfurecerse y atacar frente al matador, prefería sentarse a oler las flores del campo. Naturalizado como está el pacifismo en la actualidad –si bien desmentido en la práctica–, lo cierto es que el cuento, que se podía interpretar como antibelicista, fue prohibido en la España de Franco y la Alemania de Hitler. Por su parte el corto de ocho minutos de Disney, que ganó el Oscar a mejor corto animado en 1938, toma la historia ilustrada en blanco y negro y con dibujos de estilo más bien realista y la transforma en una comedia que explota de alegría queer: Ferdinand tiene párpados soñadores, pestañas delicadas y es una bestia marica de una tonelada que en el momento de enfrentarse al torero no solo se niega a atacar sino que le da una lamida apasionada al pecho del matador, donde luce el tatuaje de una flor colorada.
Lo cierto es que La historia de Ferdinand también encaja a la perfección en nuestra época: mientras los demás toros jóvenes se dedican a darse cornadas y pelear, Ferdinand, como Bartleby, dice repetidamente “Preferiría no hacerlo”. Es el distinto, ese personaje que el cine de animación y la comedia actuales convirtieron en su protagonista privilegiado, el nerd en el rincón del colegio, el sensible en el grupo de varones que cultivan la agresividad y el coraje físico como atributos propios de su sexo -es decir, como un destino. En Olé, el viaje de Ferdinand, la película de Blue Sky dirigida por Carlos Saldanha, que también fue responsable de ese otro bello inadaptado que era el guacamayo azul de Rio (2011), lo queer está descartado y en cambio el toro amante de las flores es un animal desmesuradamente grande y bonachón cuyo cuerpo se escapa de quedar atrapado en la ecuación grande=fuerte=macho. Claro que el verdadero desafío era hacer de un cuento, que daba a lo sumo para unos cuantos minutos de animación, una película, y la respuesta es simple: persecuciones y comedia, sobre todo física.
No todo funciona en este impulso por agrandar la historia: al igual que en Rio, donde el guacamayo que no sabía volar había crecido al lado de una chica que era su protectora y amiga, acá hay una niña, Nina, que tiene al toro viviendo en su casa como una especie de mascota hasta que el tamaño de Ferdinand hace la convivencia imposible. Después de escaparse y caer en las garras de Casa del Toro, un lugar donde se crían animales que van a ser masacrados en la plaza de toros y que, engañados, esperan ese momento como al más grande privilegio, Ferdinand tiene que encontrar la manera de volver a casa. Pero la presencia de Nina y su relación con el toro no es tan intensa como para generar añoranza; lo mejor empieza con la entrada de Lupe, una cabra que es un prodigio de fealdad y locura (y que tiene la voz de Kate McKinnon en la versión original). Ella se destaca en el repertorio de personajitos previsibles con que Olé, el viaje de Ferdinand rodea al protagonista. Los tres puercoespines y los tres caballos, en cambio, son algo grotescos y no llegan a tener esa energía caótica y tumultuosa de las pandillas como sucede con los pingüinos de Madagascar. Ferdinand mismo, en cambio, es un gran personaje. Con una firmeza conmovedora y con un drama de una intensidad que se fricciona con el tono de comedia ligera que recorre casi toda la película -sobre todo en la subtrama de los toros que van al matadero si no cumplen con las expectativas de los criadores, o con el volcán de violencia que él mismo lleva adentro y al que elige no darle cauce-, la pregunta que deja flotando, claro que como decisión personal más que de crianza, es si se puede no ser un macho.