“La gente dice que se pasó de drogas. Pero Whitney Houston murió porque tenía el corazón roto”, dice una voz en off mientras se ven imágenes de un helicóptero que se acerca al Hotel Beverly Hilton de Los Ángeles, donde la estrella fue encontrada en su bañera, el 11 de febrero de 2012. Las pericias no pudieron establecer con claridad las causas de su muerte, a los 48 años. Pero Whitney Houston: can I be me evita el sensacionalismo.
En las múltiples razones que llevan un corazón a la quiebra se cifra la esencia de este trabajo de los directores Nick Broomfield y Rudi Rodezal, que se puede ver en Netflix. Can I be me incluye testimonios de familiares, amigxs, integrantes de su banda y también, imágenes inéditas. Pero sobre todo, reconstruye una historia de vida que recupera, por primera vez, el amor entre ella y Robyn Crawford, su amiga desde la adolescencia. Ambas habían nacido en Nueva Jersey, hijas de revueltas raciales en Newark o East Orange, donde se criaron. Este amor no podía ser tolerado si de formar una princesa pop se trataba. En cualquier caso, Whitney nunca lo admitió públicamente. Sin embargo, Robyn permaneció como su mano derecha hasta fines de los noventa, cuando el marido de la estrella, el músico de R&B Bobby Brown, decidió que no había lugar para la única mujer en la que Houston parecía confiar. Él tenía sus relaciones por fuera del matrimonio. Pero, según sus allegados, no aceptaba abandonar el trono de varón imprescindible. En definitiva, era el padre de Bobbi Kristina, que a los 22 años se suicidó, después del fallecimiento de su madre.
Can I be me muestra cómo la hipocresía puede ser letal. Porque no se lleva bien con el deseo. El título del documental refiere, justamente, a ese “puedo ser yo”, una frase que Whitney repetía tanto que alguna vez se la samplearon.
Houston se crió en un hogar católico, jamás abandonó su fe religiosa y adoraba cantar góspel en el coro que dirigía su madre Cissy Houston, una cantante de renombre. Fue ella quien la moldeó y su puso al frente de todas las decisiones. Así, a los 19 años Whitney firmó su primer contrato con el productor Clive Davis de Arista Records. Él puso como condición borrar de esa voz magnífica toda evocación negra porque, según decía, Estados Unidos era demasiado racista para aceptarlo. Si bien Whitney ganó premios y facturó millones desde su primer disco, nunca olvidó cuán abucheada fue en el Soul Train Awards en 1989 ya que el resto de los músicos negros la consideraban una traidora. Ahí conoció a Bobby Brown y decidió que su carrera tendría un giro soul, funk, reggae. Y a él con ella.
La aparición de Brown no le cayó nada bien a Robyn. Y ése fue el comienzo del fin. El estrellato de Whitney parecía infinito, tenía una fortuna de 250 millones de dólares. ¿Qué salió mal? Que Whitney había aprendido desde pequeña que las drogas ayudan a bancar tours maratónicos. Estaba ahogada por los mandatos de la industria y Robyn era su refugio (además, no se drogaba) pero la relación de a tres parecía inviable. Robyn se fue. Nunca más volvieron a verse. Empezaron los shows cancelados, las clínicas de rehabilitación, la voz hecha añicos. Brown se divorció en 2007.
Patti Howard, una de sus coristas, asegura que Houston abrió el camino para que las mujeres afroamericanas accedan a ser estrellas pop, como Beyoncé. Y que un hombre gay podía ser tolerado en el ambiente pero una chica negra y lesbiana, no. Ni antes ni ahora.
Can I be me evita imágenes de la decadencia de Houston y recupera el testimonio de quienes la amaron. Allí, Robyn dice que extraña la risa de Whitney. La misma que la convertía en una adorable muchachita de Nueva Jersey, que todo lo que quería era bailar con alguien que la ame. ,
Whitney Houston: Can I be me
Netflix