Cuando entran a Casa Valentina se transforman en mujeres. Si llegan pertrechados con el porte y el grado que sus oficios les exigen, en esa posada se deleitan con los vestidos ampulosos y las pelucas como si se metieran en un festín de dulces.
Para todos ellos, devenidos en sus nombres femeninos, allí no ocurre nada que perturbe el orden. Hacen su juego inocente como si fueran niños que se travisten en damas extasiadas de brillos. Pero nunca en este mundo que un hombre se vista de mujer puede dejar de despertar peligros ¿A qué mentiras obedecen estos padres de familia, estos señores casados que insisten en definirse como varones heterosexuales?
Gloria es la única que sostiene su condición de mujer en el mundo real. Como activista y escritora parece el personaje guía. La problematización del género que realiza la dramaturgia de Casa Valentina es el dato más complejo de la obra y Gloria es el sustento de esa contradicción. Ella que logró darle una entidad legal a Casa Valentina les pide a sus compañeras que repudien cualquier comportamiento homosexual. Su práctica está desligada del sexo y se concentra en un fetichismo sobrecargado. En el placer de llenarse la cara de maquillaje está su orgasmo y hace de su comportamiento una maquinaria de normalización al incentivar el repudio hacia otras minorías.
Por supuesto que el desacuerdo estalla en sus compañeras de aventuras. Especialmente cuando se descubre que una de ellas ha manoteado alguna pija en esas estadías de recreo. Pero los personajes creados por Harvey Fierstein integran su condición de hombres al montaje que realizan sobre su cuerpo al convertirse en mujeres. La idea que esos dos sexos (porque aquí la estructura binaria permanece) se hagan visibles sin pretender negarse, como si cada uno de ellos hubiera construido su propia mujer, aparece mencionada en algunos textos de Judith Butler aunque con una finalidad contraria. Lo que en la filósofa norteamericana es una voluntad de romper el binarismo y discutir el género, en Casa Valentina se presenta como una herramienta de negación para un deseo que se totaliza en el fetiche, como si todos ellos entendieran que su homosexualidad es una fantasía imposible.
Severo Sarduy pensaba el travestismo en términos barrocos, como una especie de bricolaje donde la convivencia entre sexos inaugura la tensión en el propio cuerpo. La caracterización de Diego Ramos hace del cuerpo masculino una materia sensual para componer a su diva. El corte que realiza con sus tonos de macho y sus cambios repentinos de posturas señalan esta imposibilidad de hacer prevalecer un género sobre otro, como una defensa corporal de su indeterminación.
La potencia de Casa Valentina está en pensar al género como un tema político, aunque en la marejada del conflicto sea el hombre el que termine definiendo el lugar de esa mujer, suerte de drag queen sólo existente en su representación. De hecho Gloria, que en la interpretación de Fabián Vena es el personaje más logrado desde lo actoral, hace callar a Rita, la esposa de Valentina que acompaña a su marido en estas andanzas, porque esa es una conversación de hombres.
José María Muscari se pierde como director en un texto inteligente al que limita en una puesta plana, como si abandonara a los intérpretes sin sumar desde lo narrativo. El material de Fierstein, en su propósito de entender esa práctica enredada en los vestidos de fiesta, no deja de apelar a cierta normalidad. Porque lo que esas mujeres quieren es seguir siendo hombres para mantener sus privilegios y dejar a la mujer relegada a sus fines de semana de bailes y tacos, como si fuera una amante a la que hay que mantener bien escondida.
Casa Valentina se presenta de miércoles a sábados a las 21 y los domingos a las 20 en el Teatro Picadilly. Av. Corrientes 1524. CABA.