El reloj marca poco menos de las 9 del sábado 9 de diciembre de 2017. La plaza Nicolás Levalle, en Carhué, no es la misma de todos los días. La paz reina más allá. Más acá, cerca del monumento a uno de los principales generales de la Conquista del Desierto contra los pueblos originarios, el clima es otro. “¿Hay fiesta en el pueblo y no me enteré”, pregunta una señora de unos 70 años que viene de hacer las compras. Bolsa en mano, se detiene y dice: “Ah, es una carrera. ¡Qué lindo! Me quedo un rato así veo al ganador”. Se zambulle en su cartera y saca su celular, al tiempo que se acomoda a un costado de las vallas. Las lonas publicitarias flamean y anuncian que el intenso calor del día chocará con algunas ráfagas que aliviarán la temperatura aunque, más tarde, los mismos corredores advertirán que uno de los grandes obstáculos a traspasar fue el viento.
Ahora sí. El reloj indica las 9 en punto y un llamado advierte lo que pocos, o en realidad lo que nadie esperaba. “El corredor 18 está a menos de 600 metros de la llegada”, se escucha de un handy. “Es Marcelo Millán y viene solo, preparen todo para recibirlo”, agrega la voz. Aquel llamado pone a todos en alerta y dos chicas del cuerpo de guardavidas que están colaborando preparan la faja de llegada. Menos de un minuto atrás pasaron los tres primeros de los 14km (también hubo 23km). Apenas 22 segundos separaron a Franco Aguilar, el primero, de Osvaldo Leiva, el segundo, y de Daniel Manzi, el tercero.
“¡Ahí viene Millán! ¡Ahí viene Marcelo Millán para quedarse con la primera edición de la Vuelta al Lago Epecuén!”, arenga con voz enérgica Daniel Campomenosi, el conductor del evento que gran parte de los fines de semana corre y graba, cámara en mano, para su programa Buenos Aires en Carrera. El porte de Millán es tan elegante como contundente. En la recta final, cuando se unen las calles Rivadavia y Pellegrini, se permite levantar los brazos apuntando hacia el cielo para agradecer. Una mueca de dolor y cansancio en su rostro es la clara evidencia del esfuerzo realizado después de recorrer 63km en 5h02m33s. Le colocan la medalla de finisher y vuelve a sonreír. Mientras lo felicitan, interrumpe y es él quien agradece. “Gracias a ustedes. Me encantó, la disfruté mucho. Esta carrera fue tan dura como entretenida”, advierte. Y añade: “Es un circuito tan variable que tenés que correr con mucha concentración”. Toma un largo sorbo de bebida isotónica (el gatorei que Bilardo hizo famoso), se agacha un poco y respira profundamente. “Se siente. Me tiemblan un poco las piernas, pero estoy bien. Para correr en plena noche, en el amanecer y de día con este sol gigante tenés que prepararte no sólo físicamente, sino también mentalmente. Correr un ultra requiere una buena dosis de locura y arrojo. Pero para hacerlo, si no te preparás no llegás”.
Ahí está Millán observando el monumental edificio municipal que ideó el arquitecto Francisco Salamone en 1938. La sonrisa del pampeano de 47 años, de rostro curtido y barba de un par de días, contrasta con la seriedad de la madrugada, antes de largar. La calma que mostraba, es verdad, sigue intacta, casi inalterable. Ya no porta en su cabeza una linterna frontal. Claro, a las 4 de la madrugada (hora señalada para quienes corrían los 63km), la noche era tan espesa que los tenues focos de luz se perdían cuando tan sólo 32 corredores empezaban a ingresar en caminos y senderos al costado del lago que una vez creció tanto que inundó la villa turística de 1500 pobladores y 5000 camas repartidas en hoteles de lujo. El lugar ya no es el mismo. El lugar cambió tanto que la gran inundación (todo empezó el 10 de noviembre de 1985) tapó por completo las edificaciones de Epecuén y todos sus habitantes fueron evacuados definitivamente. Entre gallos y medianoche, Epecuén dejó de existir y durante muchos años, cada vez que las aguas bajaban, los esqueletos salitrosos de las casas daban cuenta de un pueblo fantasma que hoy, las nuevas generaciones, buscan poner en valor.
Ahí está Millán. Cansado, es cierto. Pero feliz también. De principio a fin corrió para ganar, dice, sin olvidarse de una premisa que lo acompaña desde siempre: disfrutar del camino. Millán ríe, saluda y agradece en dosis iguales. “¡Qué lindo es cuando te reciben así!”, apunta y toma un largo sorbo de agua. Tiene la piel tan reseca que sus labios podrían quebrase con apenas rozarlos. “La sal del lugar es como que se te pega”, cuenta; y vuelve a ingerir más agua. A la vez, abre una naranja y empieza a comerla con fruición. De lo flaco que es y por el esfuerzo que realizó, cualquier desprevenido podría pensar que le faltan unos kilos más. Cruza un saludo con un empleado municipal de Adolfo Alsina, la cabecera del partido, y le dice en voz baja: “Es increíble el lugar. Emociona tanto ver el amanecer en la laguna que te moviliza y te transporta a pensar en lo que fue la zona y lo que es ahora”.
La vida de Millán es como la de cualquier mortal. Trabaja once horas por día, las reparte entre sus tareas como profesor de educación física y en un centro de rehabilitación. Recién después sale a correr por la capital de La Pampa. Se define como atleta. Amateur, por supuesto. “Cuando era más pibe corría 800 y 1500 metros. Con los años, como todo, me fui poniendo viejo y me tuve que dedicar a las distancias largas porque en las cortas ya no podía competir con los más chicos”, explica el corredor que viajó a último momento a Carhué con la misión de conocer el lugar. “Los ultras somos así, muy tranquilos. Hablamos poco. Eso no quiere decir que seamos relajados. Como todos, la tensión la tenemos pero debemos ser mucho más tranquilos porque correr distancias largas implica mucha paciencia”, describe.
La paciencia es importante en estos desafío, según asegura Carlos Wyszengrad, licenciado en Psicología (MN 25.863) y profesor titular de la cátedra Psicología del Deporte en la Universidad de Flores. Para el especialista, en los ultramaratones se ingresa en un estado crucero que puede llamarse semialfa al que se accede, en general, con la madurez de un atleta, a los 30 o 35 años. “Hay conexiones entre quienes corren pruebas de velocidad y otras similitudes entre quienes corren distancias largas”, precisa Wyszengrad. Los estímulos neurocognitivos que tiene un velocista, de por sí, son rápidos. Más allá del biotipo, por caso Usain Bolt, el velocista está atento a una cantidad determinada de estímulos que se van a definir en muy pocos segundos. “La mente de un velocista funciona de manera sintética: asimila rápidamente todos los estímulos internos y externos para poner el foco en la prueba de velocidad”, detalla. En contraste, el ultramaratonista tiene una mentalidad más disipada o más lenta porque trata de economizar permanentemente todos los recursos que pone en uso al momento de correr: físicos, mentales y alimenticios. “Para ello provoca un control de las emociones de manera que circule todo de manera más lenta y más fluido para aletargar el cansancio y, sobre todo, tener pensamientos positivos que lo ayuden a contrarrestar las sensaciones de malestar y cansancio físico”, enumera Wyszengrad.
Ultramaratón es toda prueba más allá de los 42,195km. Las hay desde 50 hasta los 160km. Incluso de más también. “Puede decirse que alguna locura tenemos los ultras. ¿Qué nos motiva a correr tantas horas? Primero, superarnos. Y después, superarnos otra vez”, cuenta Gerardo Re, otro ultraatleta que también unió Carhué con Epecuén, ida y vuelta. “Hay ultras de calle o pista en un circuito medido en el que se dan tantas vueltas como sea necesario para completar la distancia pautada. Hay ultras de montaña y ultras como este de Epecuén en la que lo que parece plano engaña por la diversidad de terrenos. Lo que varía es la preparación en virtud de si es montaña o no”, sintetiza Re. “Subirse al podio es relativo. Podés llegar a una carrera habiendo hecho todos los deberes bien y pasaste una mala noche por lo que sea y al día de competir se te cae la estantería”, añade Daniel Simbrón, ex doble campeón argentino de maratón que se volcó a las distancias más largas donde también conoció las mieles del triunfo.
Pero regresemos al relato de Millán, el pampeano que se entrena en la laguna Don Tomás, el espejo de agua por donde pasa el legendario Maratón a Pampa Traviesa, un clásico del atletismo doméstico. “El reloj en nuestro caso es un arma de doble filo, porque si lo mirás a cada rato te volvés loco. Imaginate estar en una carrera de 100 millas (160 km). Mirarlo muchas veces puede volverse contraproducente. En mi caso, lo uso para no dejar de tomar líquido ni saltearme las comidas”. ¿Saltearse las comidas? ¿Come un corredor de ultramaratón? Por supuesto, si no sería imposible aguantar tantas horas de pie. Para esto, en el caso de las pruebas en las que no hay un circuito medido, se utiliza una mochila en la que el atleta lleva líquido en una bolsa de hidratación llamada camelback (lo frecuente es como mínimo 1 ó 2 litros), comida, abrigo y todo lo necesario para autoabastecerse entre puesto de control y puesto de control. “Como poco, pero como. La idea es no tener el estómago vacío pero tampoco tan lleno”, revela su receta Millán. La suya no es una fórmula secreta, sino que todos los corredores suelen portar más o menos lo mismo: agua o bebida isotónica (o ambas), geles energéticos (diseñados para evitar que se vacíen las reservas de glucógeno), frutas secas, dulce en trozos (de membrillo, batata u otro), hasta sándwichs de jamón y queso. Cada uno elige lo que crea más funcional para su objetivo. Lo seguro y recomendable, según corredores de elite y entrenadores, es llevar siempre para tomar y comer, algo de abrigo, una linterna, un silbato y el teléfono celular (¡apagado!) para usar ante una emergencia. “En este caso, menos no es más. La idea es no llevar una mochila supercargada, porque el peso puede hacer más lento el paso. Pero no existe no llevar nada. Nunca. Debe haber un equilibrio y eso no lo da solamente la experiencia sino el sentido común”, grafica el entrenador Diego Santoro.
Pasaron otro puñado de horas y Millán regresa a la plaza Levalle. La premiación espera por él. No es algo de todos los días ganar, aunque, en su caso, se está haciendo frecuente. Bañado, cambiado y con el alma resplandeciente detalla que comió mucha fruta y tomó agua a raudales. “Me merecía un premio y el premio en mi caso es seguir comiendo sano, evitando las frituras y las grasas. No soy de tanto comer (aunque esa tarde se comió un gran asado). Y después de correr tantos kilómetros cuesta que se te abra un poco el estómago”. Bajo un sol que lastima hasta al asfalto, se sube a lo más alto del podio, saluda y raudo baja para recibir a Raúl Montenegro, el último corredor. Las sirenas de dos motos escoltan a ese hombre de 55 años que viajó junto con su esposa desde Isidro Casanova, en el corazón del conurbano bonaerense. Apenas puede correr pero lo hace. Pasaron más de 10 horas y continúa a paso lento, pero sigue. Cruza la meta y después del saludo de su mujer, el primero que lo abraza es Millán. “Hoy gané yo, es cierto. Pero él también lo hizo porque siguió adelante cuando la carrera se le ponía más dura: cuando se quedó solo”. Ellos, en definitiva, son los únicos que entienden por qué corren, corren y corren. ¿Están completamente locos? Es probable. Sólo ellos lo saben. Vaya uno a saber si tienen razón. Es probable que sí.