En nuestro lenguaje cotidiano llamamos “cabulero” a un tipo que trata de asegurarse un futuro propicio adoptando diversas medidas de carácter más bien absurdo, aunque seguramente él no compartiría el adjetivo. “Cábala” es específicamente la superstición que asegura el cálculo, y “cabulear” es armar alguna cábala.
No quiero ni pensar en el comentario cáustico que proferiría Borges si estuviese en condiciones de leer el párrafo que antecede, habiéndole dedicado una conferencia completa a “La Cábala” en la célebre serie de las que pronunció en el Teatro Coliseo, en 1977. Allí nos enseñó que en Occidente la idea de un libro perfecto no existía, y que cuando Pitágoras, por ejemplo, que no dejó escrita una línea, decía magister dixit (“es palabra del maestro”), lejos de querer cerrar la discusión lo que buscaba era que las mentes de los discípulos fueran más allá, innovando. Por el contrario, para los ulemas, los doctores de la ley musulmanes, el Corán no es un libro como los demás, porque es anterior a la lengua árabe y asimilable a la ira, la misericordia o la justicia de Dios. Y nos dice que en la Cábala (recepción, tradición) la escritura, contra toda experiencia, fue anterior a la dicción de las palabras. En ese caso, nada es casual en la escritura, todo tiene que ser determinado, como por ejemplo el número de las letras de cada versículo. En lo suyo, la tenía clara Borges, como aquel endiablado delantero irlandés George Best, que supo decir: “... gasté mucho dinero en coches, alcohol y mujeres; el resto lo he despilfarrado”.
También la tienen clara los que manejan cábalas, porque si nada es casual, si todo tiene que ser determinado, un cabulero podría enseñarnos –como el maestro más perfecto– que su cábala es la que permite que se cumpla el destino ya escrito.
No creo que haya estado pensando en estas cosas el Negro Fontanarrosa cuando relató la más formidable de las cábalas de las que yo haya oído a lo largo de mi vida: un ser humano, el viejo Casale, elevado a la exclusiva categoría de cábala, en el cuento “19 de diciembre de 1971”. Casale nunca lo había visto perder a Central contra Ñuls, por lo que había pasado a revistar en la categoría de “talismán”. Había que llevarlo al partido del 19 de diciembre costara lo que costare, pero el médico le había prohibido terminantemente el fútbol porque andaba mal del corazón. Entonces, una barra de canallas resuelve secuestrarlo. La cosa es que Casale estuvo en el Monumental el día y la hora en que se jugó aquel partido. Central ganó y luego de abrazarse con todos, y vivir el día más feliz de su vida, se quedó seco como fulminado por un rayo.
Es imposible igualar semejante cábala, aunque lo cierto es que el viejo Casale es literario y la verdadera razón por la cual Central ganó el partido fue la otra cara de las cábalas, su cara aciaga, esperpéntica, fatídica: los gualichos.
Hoy ya es un hecho históricamente demostrado que Central ganó aquel partido por los pelos de axilas y pubis, las limaduras de uñas de gata, la esencia de ajenjo y de brezo, el esperma de chivo, la resina y el toronjil, los ciempiés y las cenizas de las luciérnagas asadas que legiones de centralistas arteramente sembraron en sitios determinados por muchos días de inteligencia militar y seguimiento policial, para hechizo de los jugadores rojinegros. Ganaron, pero así cualquiera gana.
Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Cábala como el viejo Casale, lo cortés no quita lo valiente, jamás he visto ni leído una igual. Leí, por ejemplo, que un señor ve los partidos de Boca sentado en el sillón sobre el que reposó Hipólito Yrigoyen mientras fue presidente de la República. Como es un hombre mayor y experimentado, no mira todos los partidos y cuida la cábala para aquellos eventos donde verdaderamente es necesaria. A diferencia de tantos jóvenes tarambanas que encuentran una buena cábala, como por ejemplo guardar el carné en el mismo bolsillo del pantalón, con el costado de los cupones para arriba; o poner el volumen de la tele en catorce y apretar el “mute”; o usar musculosa debajo de la remera sólo el día del partido, y la usan hasta gastarla, y tener que soportar el polvo agrio de la derrota.
Que el tema se las trae lo testimonia el hecho de que Juan Manuel Serrat le haya dedicado una canción que dice: “Y ajústate los machos”, canta, “...respira hondo, / traga saliva, / toma carrera, / y abre la puerta, / sal a la calle, / cruza los dedos, / toca madera”. Es lo que se llama un argumento de autoridad, aunque eso de tocar madera y cruzar los dedos ya debe de tener harto al patrón de la fragua donde se forjan nuestros destinos. Si hay búsqueda, entonces que sea incesante.
Los hábitos gestuales, las costumbres gastronómicas, las preferencias por los atuendos, abren campos infinitos a la imaginación cabulera. Desde los cuernitos cuando ataca el equipo rival hasta frotarse la yema del pulgar derecho hasta sacarse sangre con la rueda dentada del encendedor descartable, desde el choripán o la pizza de cancha antes del partido hasta la cena la noche anterior con el ritual de los asientos prestablecidos o los chupetines Pico dulce para el ómnibus camino del estadio, desde el traje negro con camisa del mismo color hasta el jogging que cuando el entrenador se agacha deja ver el comienzo de la raya de ese lugar donde la espalda cambia de nombre, las variantes son múltiples. Viejos recuerdos, como el banderín del equipo donde se comenzó a trajinar; música, como escuchar en el vestuario la misma canción por el mismo intérprete hasta que la suerte muestre que es “grela”; o colores, como la cinta roja en la muñeca derecha, también son tópicos recurrentes.
El terreno de la religión brinda recursos inagotables. Rocío de agua bendita a los botines que se usarán el domingo, crucifijos, medallitas de la Virgen o del Padre Ignacio, novenas, confesiones, estatuillas, rosarios, oraciones musitadas o compartidas, sólo para hablar de la oficial. Las paralelas han enriquecido notablemente el panorama. Caracoles, camafeos, trocitos de paño, dobles hachas, el sol y la luna, anillos enhebrados, hongos secos, medallas con inscripciones, fotografías, son sólo una pequeña muestra de lo que se ve y se oye.
Ahora sí, dentro de la cancha, somos lo que somos. Dentro de la cancha, nada mejor que recordar aquella frase que le escupió Bernabé Ferreira a un rival, en 1934: “Para pegarme esas patadas, al menos sáquese esa cadenita de la Virgen de Luján, ché”.
Dijo Borges en aquella conferencia de los ‘70 que los textos humanos no son absolutos, pero que en un texto redactado por una inteligencia infinita, por el mismísimo Espíritu Santo, ¿cómo suponer un desfallecimiento, una grieta? Todo tiene que ser fatal. De esa fatalidad los cabalistas dedujeron su sistema. Y los cabuleros, el suyo, tan sabio.