Una isla puede ser grande o pequeña al mismo tiempo. Todo depende desde dónde se llega. Es lo que pasa con Tahití: la ven como un confite desde la mayor parte del mundo, pero es inmensa para los que viven sobre atolones o tierras aún más acotadas en el Pacífico o el Índico. Si hablamos de kilómetros: Tahití tiene 60 entre sus extremos más distantes. Si hablamos de distancias sujetivas: es tan grande que muchos tahitianos de los pueblos más alejados viajan a Papeete contadas veces a lo largo del año. Grande o pequeña, depende cómo uno quiera ver las islas. ¿Las islas? Así es. Como en las promos, son dos al precio de una: Tahití Nui y Tahití Iti. La grande y la pequeña, en idioma local. Están pegadas una a la otra por una estrecha banda de tierra, tan corta que ni llega a formar un istmo.

El mercado de Papeete, para zambullirse en la cultura local.

EL CÓDIGO TIARÉ Todo empieza y todo termina en Papeete, principio y fin de cualquier recorrido por Tahití. Es capital, pueblo, urbe, centro comercial, puerto y hasta campiña, porque la naturaleza baja imparablemente desde las montañas e invade avenidas y barrios. Papeete es un lejano suburbio de París, Auckland o Los Angeles, los tres modelos de ciudad que tiene más a mano con vuelos diarios. A primera vista, parece una superposición de racionalidad francesa con toques de relax tropical; de destellos de metrópolis con rasgos de pueblo bien pueblerino. 

El Mercado Municipal es donde mejor sobresalen estas contradicciones. El edificio es de estilo Eiffel: un armado de vigas de metal que los folletos presentan como el centro histórico, cultural y social de la ciudad. Las clientas y las vendedoras tienen flores en el pelo: algunas un sencillo pimpollo de tiaré y otras una exuberante corona multicolor. Sobre un costado del mercado, algunas mamas (señoras de cierta edad) se pasan todo el día trenzándolas en medio de una nube del testarudo olor del tiaré Tahití. La flor es el emblema de la isla. Es también el ingrediente base del monoï, un aceite que sirve para el cuidado de la piel y se declina en muchos usos para el bienestar. 

El Mercado Municipal está dividido en sectores. El aceite de tiaré se compra en los puestos de productos artesanales y de recuerdos, junto a ukeleles, sombreros de hojas trenzadas y pareos. A unos pasillos de distancia están los pescados (hay que probar el mahi mahi y el atún rojo), las carnes (la especialidad es el chanchito caramelizado), las frutas y las verduras (además de batatas, taro, carambolas y distintas variedades de bananas). Una recorrida por el mercado es como hacer una primera zambullida en la cultura local. Curiosamente hay menos turistas de lo esperado. “La gran mayoría bajan del avión en Faa’a y se van directamente a sus resorts sobre las demás islas. Hay lugares como Bora Bora que terminan siendo muy artificiales debido a la presión del turismo. Mientras que aquí en Papeete, e incluso sobre Tahití mismo esto no pasa”, comentan en los puestos, dejando escapar un fiu, una palabra casi-onomatopeya que traduce tanto el fastidio como el cansancio.

Así se recrea la búsqueda de perlas en el Museo de la Perla de Papeete.

LA PERLA NEGRA En el mercado abundan las perlas. Es “el” producto local por excelencia, tanto o más que el monoï. El cultivo de perlas negras (por su color que va del gris claro hasta el verde botella, pasando por tonos oscuros) empezó en los años 60. Es un negocio principalmente entre manos de descendientes de trabajadores chinos, como Robert Wang. Su boutique es la más famosa de Papeete, gracias a sus increíbles joyas y al museo instalado en el local. Con paneles y escenificaciones presenta las distintas etapas de la “siembra” de las perlas en las ostras, en las aguas de los moana (la porción de mar protegida de las olas, entre las islas y las barreras de coral) hasta su “cosecha”. Se puede descubrir que las perlas eran sagradas para los antiguos polinesios y que eran la locura de la reina Isabel I de Inglaterra. También se puede admirar la perla más grande jamás encontrada hasta el momento en las islas: pesa casi 9 gramos y tiene un diámetro de 26 mm. 

Desde el museo, en minutos apenas se llega al Parque Bougainville, al lado de la oficina de Correos, un edificio de cierto prestigio ya que la Polinesia Francesa emite sellos propios, bien cotizados entre los filatelistas. 

De regreso en el centro comercial, Papeete se convierte nuevamente en gran ciudad con calles embotelladas, negocios de marcas internacionales y mucha gente caminando con el celular al oído. Alrededor de la Catedral Notre Dame de Papeete (construida en 1875) hay varias sucursales de casas parisinas (incluida una tienda Tati) y una excelente librería (Odyssey). Volviendo hacia el mercado se entra en el reino del pareo. Los percheros de las pequeñas boutiques desbordan sobre las veredas, donde las vendedoras hablan entre sí mezclando palabras de francés y tahitiano. Algunas son en realidad mahus o rae-rae, “mujeres atrapadas en cuerpos de hombres” como lo entienden las tradiciones sociales de las islas. 

Papeete es una ciudad grande atrapada en una geografía chica. Para escapar a las calles congestionadas, se encuentra un poco de sosiego al borde del mar, caminando a lo largo del puerto de yates. Los colores de los peces se ven a la perfección, tan clara es el agua. Sentados sobre los bancos de los jardines, unos músicos tocan temas tradicionales con ukuleles. Para completar ese compendio, el faré de la oficina de turismo es una réplica de las grandes casas tradicionales y entre las plantas tropicales aparece un tiki (una divinidad) de piedra.

Los colores y paisajes de la Polinesia que cautivaron a Gauguin.

EL GAUGUIN PERDIDO Por la Avenida Prince Hinoi se llega hasta la ruta de circunvalación. Por las tardes, las roulottes se instalan en los cruces de calles. En otras partes del mundo se los llaman food-trucks, alternativa barata y de proximidad a los restaurantes. Cada una tiene su especialidad, desde panqueques y comidas chinas hasta opciones bien locales como el poulet-fafa, a base de pollo. 

No hace falta realmente ningún mapa para dar la vuelta a la isla en auto. Todo está muy bien señalizado. Fuera de la ciudad, el tránsito se hace más liviano. En Arué hay que jugar un poco con las reglas del tránsito para la primera parada y quedarse un ratito sobre el costado de la ruta. Desde el promontorio de Tahara’a se sacan lindas fotos sobre la ciudad y su puerto, con la isla de Moorea erizada de picos montañosos sobre el horizonte. Ese lugar, ocupado por un resort, es adonde llegaron los marineros del mítico Bounty. Del otro lado de la calle está la casa museo de James Norman Hall, el autor de la novela sobre aquella odisea.  

Muy cerca está la Pointe Vénus, una playa muy concurrida los fines de semana. Pero Tahití no es realmente un destino de balnearios. Aunque su nombre sea para todos nosotros un sinónimo de paraíso tropical, no está rodeada por un anillo de coral y no tiene moana de aguas suaves y transparentes. 

La Punta es entonces uno de los pocos lugares donde la gente de la ciudad viene para pasar el día en el agua, al pie del único faro de la isla. Además, por el juego de las distancias percibidas, está todavía no tan lejos de Papeete (unos diez kilómetros).  

Cuando se llega al Trou du Souffleur, el tránsito es ya muy escaso. Como en todas partes de Francia, unos mojones blancos y rojos indican las distancias al borde del camino. Estamos a 22 kilómetros del centro de Papeete. Los autos del estacionamiento son todos de turistas que dan la vuelta a la isla y pararon para ver lo que se presenta como la mayor atracción geológica del camino: un hueco en las rocas que escupe agua empujada del otro lado de la ruta por las olas de la costa. Del otro lado de la carretera, un camino lleva a un valle donde se ven tres cascadas a la vez. 

Siguiendo viaje, los pueblos son cada vez más chicos: algunas casas junto a la infaltable iglesia. Los domingos por la mañana, los vecinos se reúnen delante de los templos protestantes, las mujeres con faldas tan blancas como la flor de tiaré. De vez en cuando una playita aparece al borde de la ruta. Por lo general solo animada por chicos que juegan en el agua. 

Luego de cruzar el estrecho que une las dos Tahitís, se llega al jardin de Vaipahi, un parque botánico. Todavía unos carteles invitan a visitar el Museo Gauguin cercano, pero en realidad cerró hace unos años y, a pesar de repetidos anuncios, no hay planes para su reapertura. Era el único lugar que recordaba oficialmente la obra del artista. La otra gloria vinculada con la isla tampoco tiene suerte con los homenajes. El cantante Joe Dassin vivió y murió en Papeete. Un par de placas solamente lo recuerdan sobre la terraza del bar Le Rétro. 

Mientras las distancias se van achicando nuevamente hacia Papeete, llegan las grutas de Maraa luego de pasar por las plantaciones de tiaré de Mataiea (una linda visita). Son cavidades naturales, tapadas de helechos que forman un paisaje de cierto toque jurásico. 

En la misma zona hay dos marae. Son lugares de culto antiguos que fueron restaurados. Habían sido abandonados cuando los tahitianos se convirtieron a diferentes formas de cristianismo durante el siglo XIX. Junto a las plataformas rituales siguen en pie algunos tikis. 

Falta poco para completar la gran vuelta de la pequeña isla. Se regresa a Papeete por el suburbio de Faa’a y el aeropuerto. No sin haber parado antes en la Pointe des Pêcheurs, la Punta de los Pescadores, para visitar el Museo de Tahití y sus Islas, dedicado a la historia y la cultura de la Polinesia. Es tiempo de decir nene Tahití, iaorana Moorea, hasta pronto Tahití, buenos días Moorea. Quince kilómetros separan las dos islas. En realidad, un mar entero.