Hasta el 19 de febrero puede verse en el Centro Cultural Borges un recorte local de la retrospectiva que, desde 2013, muestra por el mundo gran parte de la obra fotográfica del chileno Sergio Larraín. Reconocido por sus colegas y apreciado humanamente por quienes lo conocieron de cerca, fue el gran relator visual de las calles de Valparaíso, ciudad que parece contener aún hoy sus logradas imágenes. De familia burguesa, consiguió abrirse paso más allá de esa herencia y en su vagabundeo eligió la fotografía como excusa para el diálogo con otros. Logró ser parte de Magnum y al llegar el cenit de su carrera profesional, la abandonó para continuar su vida con coherencia, retirándose al campo para meditar y trabajar su creatividad junto a la gente de a pie. La exhibición revisa cronológicamente cada una de sus etapas, mostrando la línea autoral que lo llevó a ser una influencia visual e ideológica para las generaciones de fotógrafos que siguieron.
Lo que se sabe de Larraín muta en las historias que se van contando desde el misterio, apoyándose en las fotografías que dejó como parte de su recorrido por la Tierra.
La llegada a su muestra ocurre laberíntica. Escaleras, cruces internos de edificaciones iguales con finalidades distintas, la misma luz condicionante. Una puerta y dos caminos, uno de ellos a la exhibición del fotógrafo chileno. No es la primera vez que sus fotos se exhiben en esta ciudad, la anterior fue en galería Galatea en la década del 60, mucho antes de lo que se entiende como su gran decisión: dejar la carrera que había emprendido, ese oficio y placer natural surgido de la casualidad, y de una elección de juventud que le sirvió para transitar rutas distintas a las que lo destinaba su origen.
Nacido y criado en Santiago de Chile, en el seno de una familia adinerada, socialmente activa y vinculada al arte, necesitó independencia y soledad desde la adolescencia. Estudiar lejos de esa zona de confort que lo cobijaba parecía darle lo que buscaba. La temprana y accidental muerte de su hermano terminó de definir el quiebre, y un viaje familiar en pos del duelo reafirmó sus intenciones vagabundas. Dormir en hospedajes simples, andar las calles, viajar distinto que sus padres, todo para acentuar la diferencia entre la comodidad que le era posible y el habitar el mundo a su manera.
Un pilar pintado de rojo divide la vista del primer tramo de la sala. La luz artificial y las copias en tamaños medianos deshabilita toda chance de darse un panorama general desde lejos. Hay que acercarse. El recorrido se dispone austero. En la sala del Borges, la reducida versión local de la retrospectiva post mortem curada por su seguidora Agnes Sire –ex directora artística en Magnum, directora de la fundación Cartier Bresson e impulsora de la obra de Larrain– está compuesta por un centenar de fotos, algunos dibujos que fueron parte de su instinto creativo de los últimos años y un video que enmarca, dando cuenta de los matices de su existencia y vinculando varias instancias de la misma con algunos rescates de sus registros en fílmico.
Para ver públicamente copias originales de sus primeros libros –El rectángulo en la mano (publicación letterpress de 1963, a propósito de su primera exhibición en Santiago)– y Valparaíso (1991) hay que viajar a otros países, a Europa o a Estados Unidos, epicentros de su encuentro con la cámara, y del despliegue –suspendido el ardor de los primeros tiempos– de acompañar sus viajes internos y externos profundizando en las imágenes.
Compró una Leica, sólo por ser un objeto que consideró hermoso. Fue con el dinero que ganó lavando platos en algún pueblo estadounidense, adonde se mudó a estudiar Ingeniería Forestal para acercarse a la preservación de la naturaleza que reconocía en decadencia y proyectar el sueño de vivir en el sur de su país natal. Este regreso definitivo se interrumpió por largo tiempo, y en tanto, deambuló por el mundo residiendo tanto en Valparaíso como en Francia entre mediados de los años 50 y finales de los 60.
Como buscó el retiro que lo llevó a Tulahuén, en las afueras de Ovalle, donde vivió varias décadas, también buscó que sus imágenes fueran vistas y su labor sostenida. Como parte de su viaje vital vio de lleno, y acompañó en su andar errante, a niños abandonados a su suerte en las calles de Santiago. Los fotografió mostrando su crecer obligado por la injusticia social, niños-hombre recurriendo a la mendicidad y a la delincuencia como método para sobrevivir. Con empatía e inocencia quiso contar esto al mundo, poetizándolo en cierta forma. Varias de esas fotografías se volvieron parte de la colección del MOMA, y en ese mar de contradicciones vivió su obra visual inicial. Pero no fue hasta su serie de Londres –impulsada por una beca del Brtish Council y publicada como libro 30 años después de su creación– que llamó la atención del fotógrafo René Burri (autor del más famoso retrato de Sergio), que lo contactó con Henri Cartier Bresson, quien a su vez hacía no mucho había fundado junto a varios colegas una de las más famosas y emblemáticas cooperativas de fotógrafos, la actual agencia Magnum.
Como parte de este grupo, Larraín tuvo encargos que lo mantuvieron en movimiento. Camaleónico se entrometió en la vida de un capo mafia buscado por Interpol consiguiendo la confianza de un grupo de mafiosos italianos que, sin saberlo, le dieron una historia que Magnum vendió a las revistas Life y Paris Match, terminando de catapultar al chileno como autor. Años después del subidón profesional que implicó esta serie, el fotógrafo renegó de esas fotos, no estaban ya en línea con todo lo que pudo ver (pensar y sentir) más allá del visor de su cámara. La manipulación de las imágenes y su uso en contexto cambiaban todo el sentido. Aquí otro quiebre demandó un rumbo distinto y fue entonces que renunció al éxito que tantos buscan. Para él había otros tesoros.
Primero creyó en él como narrador visual, él mismo. Luego buscó dónde hacer y cuando se tornó en un hacer lo que le pedían (y ya no le salía) no quiso más. Una vez alejado del foco y de la demanda de encargos, mantuvo un vínculo cordial con aquellos que le dieron espacio laboral y encontró en el yoga y en la meditación una vida sencilla y rústica para sus momentos satori. Larraín se entregó a cierto silencio, al pueblo y a la sinceridad de hacer porque sí, para sí o como regalo. Y que el ser sea, comiendo cuando se tiene hambre, durmiendo cuando se tiene sueño.
Al parecer, algo que se dice mucho en los artículos sobre Larraín, no es cierto. Que Cortázar (Julio) se inspiró para contar “Las babas del diablo”, por ejemplo. Y por ende tampoco está su fotografía vinculada a la obra de Antonioni, director de Blow Up, guión basado en el cuento del escritor argentino, que también vivía en París al mismo tiempo que el chileno.
Larraín no dejó la fotografía, cambió su modo de relacionarse con ella y no fue con ella su ruptura, si no con los modos de hacerla que el medio entiende. La comercialización dejó lugar a otras dedicaciones y en su contacto epistolar con Sire –la curadora que durante 30 años se ocupó del material que el autor había dejado como legado en la agencia y a quien en confianza le pidió no hacer exposiciones antes de su partida del mundo– delineó la primera edición de Valparaíso y logró hacer los agregados y cambios pertinentes para la segunda edición, recientemente publicada.
El carácter mítico de la edición original e inhallable, antes de la reedición, promovió la creación de Fotografías Relatadas (FIFV Ediciones), libro de textos surgidos de audios con narraciones y descripciones de cada una de las 38 fotos, a cargo de habitantes actuales de ese puerto chileno en un cruce de tiempos.
El joven Sergio, tal como lo llamó Violeta Parra en la composición para guitarra que le dedicó, consideraba que adaptarse era perder el camino. Visto a mirada lejana, podría parecer que este hombre, que optó por la lucidez y el estar al margen de ese centro que le era ofrecido, trazó el camino propio con tajantes negativas ante los diversos privilegios que tenía a mano. Tuvo otras formas de decir que sí.
Retrospectiva de Sergio Larraín se puede ver en el Centro Cultural Borges, Viamonte esquina San Martín, de lunes a sábado de 10 a 21. Domingos de 12 a 21. Hasta el 19 de febrero.